28 julio, 2005

Cultura

(Publicado en La Nueva España, 7 de noviembre de 2004)
Juan Antonio García Amado.

Entre las gentes más humildes está muy arraigada una creencia poco menos que supersticiosa: que el que no fue a la escuela no sabe nada, el que sólo tiene estudios primarios sabe poco, el que los tiene secundarios bastante y que, en la cúspide, el universitario es aquel que tiene una amplísima cultura, el que conoce de las más variadas cosas del mundo con soltura y gran dominio. Así que entre las buenas gentes y los currantes el saber se le supone al que cursa estudios y alcanza títulos académicos. Qué timo, qué engaño tan cruel.

Quien tenga trato con personas de distinta extracción social y diferentes niveles formativos que haga mentalmente repaso y medite sobre si habrá algo de verdad o sólo exageración en lo que ahora mismo voy a decir: que la pirámide del saber se está invirtiendo de tal manera y a tanta velocidad, que hoy mismo es ya más fácil encontrarse con un labrador u obrero culto que con un licenciado o doctor que sepa algo más que las cuatro reglas de su oficio, ya sea éste el de la ingeniería, las leyes o, incluso, las letras. Eso sí, finos, lo que se dice finos, lo son mucho más los estudiados, pues dominan el lenguaje políticamente correcto y el arte de la diplomacia, para no molestar a quien pueda estar al lado, no vaya a ser alguien con posibles que nos pueda hacer un buen favor. En cambio, los otros hablan a gritos, se ponen un palillo entre los dientes y hasta blasfeman, sobre todo si son asturianos. Pero si se hace el esfuerzo de no pararse en paparruchadas de meapilas y poner el oído a las conversaciones, se captará que suele haber más imaginación, experiencia y saberes, y mejor castellano, en la charla de cualquier chigre o carnicería de barrio que en una cafetería de cualquier facultad universitaria.

Entre profesores universitarios, por ejemplo, hay una conversación que se repite día tras día y que podemos resumir así. Alguien hace una alusión a algún programa de eso que se llama eufemísticamente telebasura e inmediatamente los contertulios responden, al unísono, que apenas ven la televisión, salvo los informativos (a no ser cuando los de Urdaci, que eran parciales), alguna película y un documental de vez en cuando. Aquel que habló primero aclara rápidamente que él tampoco ve aquellos programas y que los menciona de oídas, por lo que le cuenta su asistenta, que se los traga todos, como tiene tanto tiempo libre... Y a los cinco minutos ya están todos los reunidos repasando con el mayor detalle la vida, milagros y merecimientos de los concursantes de la isla, la casa o el hermano idiota, o glosando las últimas y sorprendentes prácticas amatorias de alguna peripatética cortesana de las televisiones privadas y públicas. Y no es raro que cuando acaba la pausa del café, al cabo de hora y media, y todos se van tan desahogados, alguno comente, para quitar hierro, que no serán tan malos esos programas, si bien se mira, pues hasta Gustavo Bueno los ve.

Y no, el problema no está en qué programas contemplen esas personas de la supuesta élite intelectual y profesional, ni en cuáles sean sus otros vicios privados. Lo terrible es que la inmensa mayoría de esos mismos sujetos no tiene ni la más remota idea de quién escribió la Eneida o la Divina Comedia, en qué año acabó la Primera Guerra Mundial, cuántos siglos estuvieron los árabes en la Península Ibérica o cómo se llama la capital de Finlandia. Me juego mi sueldo entero de un año a que si a cien profesores universitarios tomados al azar (o a cien abogados, o médicos, o ingenieros, o maestros...) se les somete a un cuestionario de culturilla general con cien preguntas del estilo de éstas, no hay ni un treinta por ciento de ellos que sepa la respuesta ni de una tercera parte. Eso sí, con sólo proponerlo así, medio en broma, ya se estarán levantando voces que digan que el saber puramente acumulativo o enciclopédico es inútil y retrógrado, y que la cultura es otra cosa. Claro que sí, majo, claro que sí, la cultura buena es la síntesis de Almodóvar y Mar Flores, no me digas más. Y la Pasarela Cibeles y Ferrán Adrià, que se me olvidaban.

¿Cómo hemos llegado a esto? No lo sé y sería muy largo andarse aquí con hipótesis. De lo que no me cabe duda es de que las llamadas instituciones educativas han dejado hace tiempo de cumplir un papel que merezca tal calificativo, guiadas con saña por especialistas en didácticas y pedagogías que compiten para ver quién inventa el mejor sistema para que la ignorancia no suponga esfuerzo y para que el más zoquete no se acompleje ante los que quieran aprender algo. Y lo van consiguiendo por la vía de igualar por abajo, en nombre de una enseñanza democrática y progresista, por supuesto. Hoy mismo he leído, en la solapa de un librillo de un divino y muy comprometido periodista italiano, que es lo propio de la derecha más retrógrada el querer que las instituciones más relevantes estén en manos de los mejor formados. Pues eso, entendido queda, y no seré yo quien lo discuta, que lo progresista es que nos gobiernen y nos enseñen los más cenutrios y descarados. Así que a dejar de leer y a operarse la papada si queremos llegar a algo en la vida. Sin olvidar la media horita diaria de práctica del "dequeísmo", claro.

Pues a lo mejor está bien así y la sociedad es más justa de este modo, con catedráticos de universidad que saben menos cosas y tienen mucho peor bagaje cultural que los más modestos padres de sus alumnos. Y que escriben con más patadas a la sintaxis y la ortografía que el camarero que les sirve los cafés cada mañana. Pase, y pongamos que la cultura se haya socializado al fin y que es mejor que los que más ganan y más mandan sepan menos, con lo que quizá hemos encontrado la panacea de la justicia social. Pero si las cosas van a seguir así, como parece, debería advertirse lealmente a la sociedad de unos cuantos detalles, para evitar más fraudes. Por ejemplo, habría que decir a los padres pobres que se parten el alma trabajando para que sus hijos vayan a la universidad a hacerse personas sabias y con buena formación, que no, que no es eso lo que van a conseguir aunque se licencien o se doctoren. Y convendría explicar a albañiles y labradores que no tienen por qué acomplejarse ni cortarse ni un pelo cuando entran en locales llenos de profesionales liberales y funcionarios de altos niveles, pues no es que por regla general éstos sepan más, sino que simplemente visten mejor y se preocupan más de la marca de la ginebra que beben. Y al que prepara sus oposiciones para conserje de instituto o trabajador de los jardines municipales alguien debería tener bemoles para contarle que su prueba no la superaría ni el diez por ciento de los que lo van a mirar toda su puñetera vida por encima del hombro.

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