20 octubre, 2005

¿POR QUÉ APESTA EL PERSONAL?

Debe de ser una de tantas paradojas de esta posmodernidad que ha invertido el progreso y lo ha convertido en regreso, regreso a la caverna. ¿Ustedes no han notado que cada vez es más frecuente que a uno se le alarme la pituitaria al pasar cerca de un compañero de trabajo, al ir a parar al lado de uno que va agarrado a la barra del autobús o, colmo de la desdicha, cuando en el cine se le sienta cerca un sujeto que transpira hasta por las uñas? ¿Será que tengo mala suerte yo o es un fenómeno general? Mismamente ayer me pasó en un aula. Treinta o cuarenta estudiantes, formales, amables, bien alimentados, aparentemente aseados. Me pongo a pasear un poco entre ellos mientras cuento no sé qué y... cielos, allí estaba, la peste, los vapores del infierno, otra vez, maldición. A recular y a dejarme caer para otra esquina, pero desconcentrado, preguntándome por qué no se inmutan ni mudan el gesto los que están sentados por el lado de las miasmas.
Hace ya un puñado de años vi en Fisterra la pintada más genial que recuerdo. Decía: “Valentín dira o que queira, pero cheirar, cheira”. Luego un amigo gallego me contó la clave política de tan literario graffiti. Pero, explicaciones aparte, tengo yo la impresión esta temporada de que el tal Valentín se ha hecho ubicuo y nos ataca en cualquier parte.
Podría contar muchos casos de los últimos tiempos. Sólo narraré alguno, y no para recrearme morbosamente en lo que si fuera una práctica sexual perversa habría que llamar aire dorado o algo por el estilo. Únicamente pretendo que el paciente lector haga examen de si él también está notando esta avalancha reciente de efluvios malignos, o si serán manías mías o azares de mi mala suerte.
Tiempo atrás trabajaba un par de pisos por encima de mi despacho una persona joven que cantaba tantísimo a sudor, que uno ya sabía si estaba o no estaba en su cubículo con sólo asomarse a la escalera un piso más abajo, tal era el rastro que arrastraba. No cuento más para no quebrarle la resistencia al pobre lector. Así que pasemos a la reflexión.
Digo que lo que está pasando me parece paradójico porque vivimos en la época del imperio de los potingues y el reinado absoluto de los desodorantes. En cualquier baño de casa que se precie los encuentra uno alineados en formación, los unos con aroma, los otros sin él, los unos con alcohol, los otros sin él, los unos para varones, los otros para hembras, y aun los unisex. Y con la pasión cosmética y metrosexual que ahora compartimos los de todo género y especie, cabría pensar que hasta cuando uno sale de casa sólo cinco minutos para comprar el pan y el periódico se embadurna las partes angulosas de desodorantes, perfumes y otros ungüentos odoríferos. ¿Entonces?
Como digo siempre que puedo, me crié en una aldea asturiana, entre las vacas, las gallinas, los cerdos, los conejos y algún que otro ser humano. En mi casa hubo agua corriente cuando yo tenía nueve años. Descubrí entonces el retrete y la cisterna, que me siguen pareciendo el no va más del grato hedonismo burgués. Ahí comenzó a desarrollarse, como en tantos, mi afición a la lectura y mi propensión al cultivo del intelecto. Pero a lo que iba. Yo creo que en mi pueblo la gente no olía. Y si algún aroma llevaba pegado a su ropa era olor a vaca, no a rancia exudación de homo sapiens. Y no vamos a comparar, a mí que me den un rebaño entero de vacas antes que uno solo de estos colegas-mofeta.
¿No olían los de mi pueblo porque usaban desodorantes? Madre mía, si en aquellos tiempos pillan a uno masajeándose el sobaco con un tubo le ponen un mote alusivo y se convierte en el hazmerreír de toda la comarca. ¿Acaso se duchaban a menudo? ¿A menudo? Ja. La cosa funcionaba así. Cada dos o tres días se lavaban los pies en el bidé (desde que lo había, antes se usaba para todo la palangana). Sí, cielo, en el bidé. En mi pueblo todos, grandes y pequeños, juraban que el bidé era para lavarse los pies. Y los fines de semana, en el mejor de los casos, se hacía un repasito general, pero por partes y a plazos, que eso de la ducha fue cosa que uno descubrió con el paso del tiempo y la vida en la metrópoli.
Ya estará alguno pensando que qué guarros. Pues no señor, de guarros nada, pues no olían. O, al menos, no olían ni la cuarta parte de mal que estos jovenzuelos y jovenzuelas que nos contaminan hoy en día los pasillos y las oficinas.
O sea, que en tiempos de derroche cosmético, fetidez a mansalva. ¿Cómo se entiende? ¿Será que la gente ya no se ducha? ¿Será que hay una sublevación general de hormonas? ¿Será que se ha puesto de moda la esencia de jabalí y no me he enterado? ¿O acaso estará Carolina Herrera comercializando Eau de Pocilge y yo sin saberlo? ¿Habrá lanzado Calvin Klein su línea Air Sobaqué para hombre y mujer? Cualquier día descubriré que todos quieren imitar el olor de Beckham después de un partido o de una agarrada con la Spice intelectual.
El caso es que como sigamos así vamos a tener que ir a trabajar con escafandra. Y no por la gripe del pollo precisamente.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿No conocía el efluvio Air Sobaqué? Ahora hay una promoción en la semana fantástica que dura un mes. En mis clases prácticas predominan, sin embargo, otras “prácticas”. ¡Claro que mis alumnas dejan correr el agua en la ducha! pero... mantienen las mismas camisetas aromatizadas con las aventuras y conquistas del fin de semana. En fin, hay materia para seguir la investigación. Tengo una mórbida curiosidad: ¿cómo ha evolucionado la joven del piso de arriba de la que habla? ¿el estudio lo remedia? Un saludo, en especial a su nariz, que al inspirar le inspiró, Rosine