15 noviembre, 2005

LA FALACIA DE LOS DERECHOS

Oímos esta temporada a los políticos que intentan justificar todo tipo de reformas y cambios y todo el rato repiten la misma cantinela, machaconamente: que la reforma es buena porque da más derechos, amplía derechos, profundiza en los derechos, desarrolla los derechos, etc., etc. Es una fórmula mágica, un cliché que suena bonito y hasta convence, si no se reflexiona demasiado.
Pues bien, contrariando el propósito más común de los que son tan dados a la hipnótica invocación de semejante fórmula, reflexionemos. Y comencemos por hacernos las preguntas de rigor: ¿todo nuevo derecho que a alguien se conceda es bueno por definición? Y más, ¿son buenos y beneficiosos para todos los derechos que a alguno o algunos se concedan?
Seguro que con ejemplos se ve mejor. Supongamos que una ley nos concede a todos los ciudadanos el derecho a meternos heroína en vena en la proporción que se nos antoje. Sin duda, a los derechos que teníamos se habrá sumado uno bien llamativo. Es probable también que distintas asociaciones y colectivos (y alguna ONG, fijo), saludaran la reforma como una importante ampliación de los derechos y hasta lo justificase con amplia enumeración de preceptos constitucionales propiciatorios (libre desarrollo de la personalidad, libertades de distinto tipo –de conciencia, religiosa, de expresión, artística...-, y hasta el principio de igualdad, pues se equipara por fin la libertad de los que gustan de beber orujos con la de aquellos que prefieren estimulantes más agudos. Pero ante semejante entusiasmo subsistiría la duda capital de si en verdad se nos hace favor o daño al regalarnos derecho semejante.
Podríamos multiplicar los ejemplos. Pensemos en que legalmente se nos permitiera circular en coche sin cinturón de seguridad. Se enriquecerían los derechos, la libertad de los conductores, pero ¿sería legítimo presentarlo como favor que se les hace? Difícilmente, más bien parecería un caso de sadismo legislativo.
Si lo anterior es verdad, habremos respondido a la primera de las anteriores preguntas y sabremos ya que no toda concesión de nuevos derechos beneficia ni siquiera a su titular inmediato.
Pongamos ahora que una ley otorgue a cada uno de los que midan más de 1,80 el derecho de cargarse a un bajito que les caiga mal. Menudo lujo para los altos, quién no soñó alguna vez con quitarse de en medio a algún sujeto aborrecible. Y, sin embargo, no es plan. Qué cara se les iba a quedar a los pequeñajos cuando oyeran al Pepiño de guardia explicar que la medida es positiva porque amplía derechos. Los míos más bien los restringe, tanto como pare reducirlos todos a fosfatina, replicaría el canijo. Y tanto.
Podrían también aquí ser multitud los ejemplos. Sólo uno más, menos dramático y artificioso. Una ley que permitiera a los fabricantes de yogures comercializarlos sin fecha de caducidad equivaldría a darles un nuevo derecho bien interesante... para ellos. Tan interesante y tentador para ellos como perjudicial para la salud y el bolsillo de los consumidores. Ya tenemos, por tanto, respondida con los ejemplos la segunda pregunta: al calcular lo bueno que sea un derecho para algunos es necesario tomar en consideración lo que pueda perjudicar los derechos de otros. De ahí que en materia de derechos lo razonable no es sumar a lo loco, al grito de mejor cuanto más de lo bueno, pues siempre hay que preguntarse bueno para quién y malo para cuántos.
No sería mal ejercicio ahora pasar por el tamiz de estas sencillas consideraciones algunas de las reformas que en materia de derechos se han discutido y se discuten esta temporada. Esto no es aritmética, para nada, y cada uno carga a voluntad la lista de derechos que para él más cuentan y establece sus propias jerarquías entre esos derechos. De manera que invito al lector a que haga por sí mismo y para sí mismo tales ejercicios. Este que les escribe va a hacer aquí públicamente un ensayo muy simple a ese propósito, retratándose con ello y sin querer adoctrinar a nadie.
En el caso del matrimonio homosexual la pregunta que me hago es, en primer lugar, si implica conceder a alguien un derecho nuevo que no tenía. La contestación es clara, pues se da a los homosexuales el derecho a casarse, con el que no contaban. Y ahora la cuestión decisiva: ¿daña, limita o elimina algún derecho de otros? Y a mí me parece que no, pues a nadie obliga la ley ni a ser homosexual ni a casarse. ¿Entonces? Pues entonces las razones de las que se oponen tendrán que basarse en algo distinto de los derechos, como es la defensa de una determinada concepción, la suya, de instituciones como la familia. Y sí, en ese tipo de pensamiento las instituciones comunitarias se presentan como límites y trabas frente a la extensión de los derechos de los individuos. Exactamente igual que hace al nacionalismo cuando en nombre de la defensa de la nación, como entidad grupal, restringe el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos en castellano o la de los comerciantes a poner su rótulo en castellano o inglés. Y a la inversa funciona igual, lo sé. Porque no son los derechos individuales lo que más importa ni a los nacionalistas de un lado ni a los de otro, les pone más la nación.
Sí parece que cuentan de lo que más los derechos para el actual Gobierno. Y, entonces, ¿por qué no velan más fuertemente por la limitación de derechos individuales que los nacionalismos periféricos están llevando a cabo? Tiene gracia que yo ya pueda casarme con un varón pero no pueda poner carteles en castellano en mis escaparates si soy comerciante catalán. Curioso.
Me pongo ahora con el tema de la reforma de los estatutos de autonomía. Servidor no tiene inconveniente en que, como retóricamente se dice, se aumenten con la reforma los derechos de los ciudadanos catalanes (que no creo) o de las instituciones de gobierno de Cataluña (que sí creo). Pero, sea lo uno o lo otro, ya no me parece tan simpático y majo y progre todo ese aumento si va en detrimento de mis derechos en cuanto ciudadano censado en Castilla y León. Por dos razones, una, más testimonial que otra cosa, porque qué tienen ellos que a un servidor le falte y que sea razón de que posean derechos más largos que los míos, y más si vivimos en un Estado regido por el principio de igualdad formal, sólidamente (¿o no?) implantado en el artículo 14 de nuestra Constitución, al menos de momento. Y otra razón es que si todo el amaño de los derechos y toda la parafernalia de las declaraciones sirve al fin de que se lleven de los impuestos más tajada que los de mi pueblo, estaríamos ante uno de esos casos en que los derechos de unos engordan a costa de que adelgacen los de otros. Si fuera un economista pedante diría que estamos ante un juego de suma cero, y que en semejantes casos todo lo que gane uno es a costa de la pérdida de otros. Yo quiero que a mí y a un ciudadano de Reus se nos brinden servicos públicos en idéntica proporción o, al menos, en idéntica proporción a nuestra contribución al cesto común, no que a él se le hagan más carreteras o más hospitales porque mamó otra lengua o porque una vez un rey allá soltó una ventosidad al grito de visca el Barça, por mucho que fuera histórico tal deahogo y aunque sentara importante precedente para sus sucesores.En conclusión, que no es verdad que las penas con derechos sean menos penas. Pues hay derechos que son penosos.

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