31 octubre, 2006

¿Cuánto cuestan unos cuernos? Nuevos capítulos sobre sexo y Derecho

Está haciendo falta un periódico jurídico que se titule “La Monda”. O “La Monda Jurídica”.
Resulta que el otro día en una revista de Derecho se decía que primero el Tribunal Supremo, en un caso, y luego la Audiencia Provincial de Valencia, en otro, habían concedido indemnización por daños morales a maridos a los que sus santas les habían puesto unos cuernos de tomo y lomo. Vaya, pienso en ese momento, aquí hay tema para hacer unas gracias en el blog. Y me hago con las sentencias correspondientes, las leo y... mentira, el avezado autor de la referencia había entendido las sentencias al revés o tocaba de oído. De indemnización por daño moral derivado de la infidelidad nada de nada. Al contrario. Voy a contar resumidamente un caso que tiene su tela, y, de paso, comprobamos por enésima vez que a la jurisprudencia convendría inocularle unas dosis de coherencia.
En el caso que resuelve la Sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 30 de julio de 1999 los hechos eran así. Un matrimonio tenía dos hijos. Cuando éstos contaban cinco y dos años, respectivamente, los cónyuges se separan por vía legal. Al año siguiente la esposa impugna la paternidad del marido y consigue demostrar que los tales hijos no lo eran de él, sino de otro señor. Luego vino el divorcio, el hasta entonces marido solicitó pensión compensatoria a su favor y no la obtuvo. El exmarido pidió ante los tribunales una indemnización en concepto de daños morales causados por la infidelidad de su esposa y por las consecuencias reproductivas de la misma y la Audiencia Provincial de Madrid dijo que nones, corrigiendo así la decisión del Juzgado de Primera Instancia, que había decretado por ese concepto la cantidad de diez millones de pesetas a favor del hombre.
La Audiencia razonó de esta guisa: que el Código Civil no liga al incumplimiento del deber de fidelidad conyugal establecido en su artículo 68 más sanción o consecuencia negativa que la de ser la infidelidad causa de separación y divorcio (consecuencia que, por cierto, ya tampoco se sigue desde que la última reforma, de julio de 2005, prescinde de la exigencia de cualquier causalidad para la separación y el divorcio y los hace puramente voluntarios), por lo que la aplicación del art. 1902 (“El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”) a los efectos de reparación por los daños morales padecidos por el cónyuge cornudo supondría darle a la infidelidad un tratamiento que la ley expresamente no contempla.
Ah, pues muy bien. Se infiere de lo anterior, si la neuronas no me patinan, que el artículo 1902 del Código Civil está de más. O sea, sólo hay derecho a indemnización por los daños padecidos por un sujeto a consecuencia de la conducta jurídicamente ilícita de otro cuando una norma expresamente así lo contemple; en ese caso, el 1902 es ocioso, porque la pretensión indemnizatoria no necesita basarse en él. Y el 1902 tampoco se aplica, por lo visto, cuando no exista esa norma que expresamente contemple para el caso la reparación del daño. En resumen, y repito, el 1902 sobra.
He subrayado el carácter “jurídicamente” ilícito de la infidelidad conyugal a tenor del referido artículo 68 del Código Civil. Algunos autores han mantenido que ese deber que ahí se tipifica no es jurídico, sino puramente moral. Vaya, pues se acorta la distancia entre el Código Civil y el catecismo. Pero no cambiaría demasiado el tema, pues también se sabe que no sólo los comportamientos antijurídicos pueden engendrar la responsabilidad por daño que acoge el artículo 1902.
Pues miren por donde, el caso llegó al Supremo y éste dijo que muy bien, que de acuerdo en todo y que tiene mucha razón la Audiencia, cuyo razonamiento reproduce. Y vamos a lo que me importaba, lo de la coherencia jurisprudencial. Si a esa doctrina del Supremo se le da alcance general, estaría siendo violentada en todos los casos, numerosísimos, en que éste admite la responsabilidad por daños sin más base normativa que la del artículo 1902. Estaría el Supremo contraviniendo para este supuesto su propia doctrina general, presente en una infinidad de sentencias. Y para nada se detiene en justificar tal excepción, por lo que habremos de concluir que, ya sea en términos de fondo, ya de pura motivación, la sentencia del Supremo que comentamos es, cuando menos, sospechosa de arbitrariedad. Sigue la jurisprudencia deslizándose por la pendiente resbaladiza del casuismo puro y duro, de la conveniencia momentánea o de la comodidad. Pues muy bonito.
El marido recurrió al Constitucional en amparo, alegando vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva, consagrado en el artículo 24 de la Constitución, y del derecho a la igualdad del artículo 14. Pero su recurso fue rechazado por Auto del Tribunal Constitucional de 4 de junio de 2001, con el argumento de que se trata de un asunto de legalidad ordinaria en el que el Constitucional no puede entrar. Pero ¿es un asunto de legalidad ordinaria y no sufren claramente esos derechos fundamentales cuando para un caso el Tribunal Supremo hace dejación flagrante de su doctrina general y se inventa un muy chusco argumento ad hoc? Pues vaya usted a saber, esto del Derecho es así y por eso tantos hablan ya de lotería judicial.
Para acabar con una sonrisa, vuelvo a la sentencia de la Audiencia y me voy a dar el gusto de transcribir un párrafo en el que se permiten los señores magistrados una comparación la mar de cachonda. A veces Sus Señorías tienen una gracia que no se pué aguantá. Vean lo que dicen (el subrayado es mío; ojo a esa parte):
“Aun siendo moral y socialmente reprobable cualquier infracción genérica del deber de todo ciudadano de ser justo, respetuoso con el principio de igualdad, defensor de la libertad propia y ajena, cumplidor de sus compromisos sociales y éticos, leal con el pacto social, parece evidente que la infracción genérica de esos deberes incluso constitucionalmente consagrados, siempre que no constituyan una violación o conculcación específica de una obligación jurídicamente exigible, no puede servir de base al resarcimiento del daño moral o del “pretium doloris” producido por aquella genérica infracción. Por expresarlo de forma más plástica y ejemplificadora: si un dirigente político o un representante popular o un candidato electoral formula determinadas promesas a la opinión pública que después incumple flagrantemente, no parece razonable entender que ese incumplimiento (por demás habitual y hasta, en ocasiones, lacerante) pueda dar lugar a una pretensión de resarcimiento por daño moral”.
Así que ya saben, amigos y amigas, las promesas de fidelidad que usted le haga a su cónyuge valen para el Derecho lo mismito que las promesas de los políticos en sus mítines, por mucho que ninguna norma jurídica obligue a los políticos a decir la verdad y que un artículo del Código Civil expresamente establezca el deber de fidelidad en el matrimonio. Ya ven, todo lo que el Derecho, la Constitución incluso, mande sin prescribir una sanción específica para la vulneración del mandato vale lo mismo que palabra de político, nada. Debe de ser otra forma, más sutil y revolucionaria, de politizar el Derecho.
Una advertencia final contra posibles interpretaciones torcidas de este humilde post: no es mi intención, para nada, defender la fidelidad en el matrimonio, allá cada cual con su pariente/a y con su conciencia. A lo que voy es a cómo les gusta a los altos tribunales decidir a huevo, conforme al viejo adagio romano de “pinto, pinto, gorgorito”.
¿O será que alguno se cura en salud en este tema de la indemnización por infidelidad?

30 octubre, 2006

Breve tratado de antropología religiosa

Tenían miedo y, para mitigarlo, inventaron un dios que los aterrorizara.
Su dios les dijo: honradme. Y le hicieron sacrificios humanos.
Su dios les dijo: yo soy amor. Y mataron en su nombre a todos los que no lo querían bastante, como si les hubiera dicho “yo soy amor a mí mismo”.
Su dios los hizo libres, pero con libertad condicional.
Cada vez que cambiaban de idea, reformaban la teología y retocaban el dogma.
Sus convicciones religiosas son estrictas: en lo que no les conviene, se proclaman creyentes no practicantes.
Cuando algo les sale bien dicen que ocurrió gracias a su dios. Cuando les sale mal, callan y no dicen que es culpa de él.
De los males del mundo no responde ni dios.
Su teología desconoce la responsabilidad objetiva del fabricante.
Cuando no son capaces por sí de amar a los demás dicen que los aman por amor a dios.
Cuando su dios, en su infinita bondad, se enfada, manda plagas y desgracias.
Su dios es nacionalista: quiere más a los de su pueblo. ¿Su pueblo de él o su pueblo de ellos?
Cada vez que en su teología apareció un Beccaria lo quemaron para que las condenas siguieran siendo eternas y sin debido proceso.
Y qué empeño en quemar a los que hacen mejor y más benéfico uso del don supremo que su dios puso en todos: la razón.
Su dios creó a todos, pero aplica(n) la dialéctica amigo-enemigo.
Su dios creo los cuerpos de la nada, pero con libro de instrucciones: esto se toca, esto no se toca, esto según y cómo.
La mayor preocupación: saber quién es el padre.
El paraíso celestial asusta porque no hay vuelta atrás. ¿Y si nos aburrimos?

29 octubre, 2006

Historia e historieta. Por Francisco Sosa Wagner

Hay la gran historia y la historieta. La primera es respetable, la segunda solo sirve para el juego intrascendente o la emboscada política. La historia es tarea de investigadores serios que pasan horas sobre los libros, en los archivos, desenterrando documentos, expedientes o esos papelotes que llevan dentro una vida que parece muerta pero que está dispuesta a clamar sus verdades a poco que se les despabile. El legajo de un archivo tiene algo del cadáver del profesor que aún está dispuesto a subir a la tarima y dar una última lección.
La historieta más o menos trapacera es la que se emplea para reconstruir un ayer que legitime opciones políticas del presente, tiene escaso valor porque esas herencias del pasado se toman a beneficio de inventario, esto quiero, esto no quiero, un método que no es serio. Cada uno tiene derecho a defender las opciones políticas que mejor le plazcan, allá cada cual, pero el respeto a una ciencia -la historia- aconseja no invocarla en vano.
Hijos de la historieta son los derechos históricos y la memoria histórica. Esta última se utiliza para evocar lo que a cada quien le peta y se verá que, si se llega a un acuerdo entre el gobierno y los terroristas, quienes hoy defienden la memoria pedirá que no la activemos, que olvidemos, y a la viceversa. Todo pura trampa, primorosamente cultivada por tartufos de artesanía.
Pues ¿y los derechos históricos? Figuran en ciertos Estatutos de autonomía y en alguno, como el valenciano, se nos aparecen, cual fantasmas que arrastraran sus cadenas -como el de Canterville-, en forma de los Fueros anteriores a 1707. Se camina hacia el futuro por la senda de un pasado bien polvoriento. Pueden ser “actualizados” que es algo así como someterlos a un tratamiento geriátrico porque los años se agolpan en sus entretelas. Pero se sabe que estos tratamientos son largos y de resultados inciertos, por eso tales derechos históricos participan del encanto de lo misterioso, constituyen un arcano que alberga en sus intimidades riquezas inextinguibles, pepitas de oro aptas para ser objeto de comercio, como demuestran las polémicas en torno a una de sus hijas, las “deudas históricas”. Cumplir adecuadamente esta función exige su supervivencia como cláusula abierta que, por venir engalanada con la pátina del pasado, no quiere ser atrapada ni neutralizada por un presente que siempre le resultará angosto.
Nadie sabe en consecuencia lo que es el “derecho histórico” pero quien lo invoca puede alzarse limpiamente con una partida presupuestaria. Quien pregunte por su exacto contenido o por sus verdaderos titulares se le tendrá por un impertinente dispuesto a estropear el festival. El derecho histórico es algo parecido al elemento de sorpresa en la narrativa del realismo “mágico”, un ingrediente que da temperatura y fiebre al relato llenando de ausencias las presencias reales. Posee una naturaleza enigmática y participa de la inasible sustancia de la eternidad, al no tener ni principio ni fin.
Relleno pues de merengue oportunista. Todo lo contrario del debate científico que se ha producido estos días en León con motivo de un congreso de medievalistas dispuestos a contarnos confidencias de reyes, obispos, magnates, benedictinos, poetas, frailes, albéitares, barberos ... Incluso las tendencias sexuales (adulterios, violaciones, incestos, actos de zoofilia) de nuestros antepasados se pasearon entre los estudiosos de la mano de un destacado latinista. Como asimismo las reflexiones acerca de la naciente estructura política en torno al “ordo gothorum”, origen de mucho de lo que vino después.
Se agradece este baño con masaje de rigor en medio de los chorros de frivolidad.

La acusación

EL FISCAL.- ¿Reconoce usted que le dijo a su mujer que le iba a partir la crisma y que hasta cogió el atizador de la chimenea y amagó unos golpes con él?
EL ACUSADO.- No era una amenasa. Taba imahinando una esena para una novela que quiero escribí.
EL FISCAL.- ¿Una novela?
EL ACUSADO.- Zi zeñó.
EL FISCAL.- ¿Ya ha escrito alguna?
EL ACUSADO.- No zeñó, pero toy mu iluzionao y tengo el agumento tó en la cabesa. Un zupeventa va a zé cuando zalga, de lo cuarenta prinsipale, ya verá uté.
EL FISCAL.- ¿Y de qué trata su argumento?
EL ACUSADO.- Pos verá uté, de un marío que e mu buena hente y que tié una muhé haputa que le pone lo cuelno. Asín qu´él ze mozquea y le palte la chola.
EL FISCAL.- ¿Está usted a favor de la violencia doméstica?
EL ACUSADO.- ¿Mande?
EL FISCAL.- Que si ve usted bien que los maridos peguen a sus mujeres.
EL ACUSADO.- No zeñó, pa ná, qué lo voy a vé bien. Ezo e una dezgrasia mu gande mu grande, no hay ná peó que tené que surrále a la parienta. No zabe uté lo que ze zufre.
EL FISCAL.- ¿Usted lo ha probado alguna vez?
EL ACUSADO.- Cuatro hoztia de ná, zi señó, pero ya pagué por ezo, que bien que cumplí mi pena y entoavía no me querían dehá zalí del trullo laz haputaz feminiztaz ezaz.
EL FISCAL.- Pero ahora ha vuelto a amenazar a su mujer. Según consta en autos, usted fue denunciado por amenazarla con el atizador y decirle que le iba a abrir la cabeza.
EL ACUSADO.- Quiá, que e que yo quiero zé ecritó, zeñoría.
EL FISCAL.- ¿Pero amenazó a su mujer o no?
EL ACUSADO.- Era na má qu´un ezayo, zeñoría, una ezena de la novela mía.
EL FISCAL.- ¿Qué escena?
EL ACUSADO.- De cuando el marío cornúo la va a matá por sorra y haputa y po tocále los cohone tó el zanto día.
EL FISCAL.- Pero ella no lo entendió así y lo denunció a usted.
EL ACUSADO.- Poque e una burra, zeñoría, una malparía que no zabe ve que yo zoy na má qu´un artizta y que no pué tar tó el zanto día tocándome loz cohone.
EL FISCAL.- ¿Pero volvería usted a pegarle?
EL ACUSADO.- ¿A quién?
EL FISCAL.- A su mujer.
EL ACUSADO.- Yo namá quiero ze ezcritó y que no me toque lo güevo eza malparía, zeñoría, con tol repeto del mundo ze lo digo a uté. A la otra haputa que le palta la cabeza un rayo o yo qué zé, maldita zea zu eztampa.
EL FISCAL.- Bien, o sea que manifiesta usted que su presunta amenaza tenía una finalidad estético-representativa y simbólica, fruto de una teatralidad exacerbada resultante de la pasión por la narratividad del gesto. Eso me gusta.
EL ACUSADO.- Oiga uté, ezo no me lo dise a mí ni mi ma...
EL FISCAL (interrumpiendo).- No tengo más preguntas, creo que queda suficientemente demostrado que el acusado es un varón de lo más cándido.

28 octubre, 2006

Humanos/Derechos.

Hoy viene en el diario alemán Die Welt una noticia preocupante, al menos para eso que se llama la sensibilidad occidental actual, si es que algo va quedando de tal cosa, algo más que un vestigio de una civilización que se agota, bajo las acometidas simultáneas de relativistas culturales y nostálgicos de teocracias y poderes sin freno. Cuenta ese periódico que, según los resultados de una encuesta entre estudiantes de las universidades turcas, más del treinta por ciento de éstos aprueba sin reservas que las familias maten a las mujeres que hayan mancillado su honor, el honor de sus familias. Y ya sabemos cómo causan las pobres damas tal daño, por ejemplo teniendo relaciones sexuales antes o fuera del matrimonio. La maté porque era mía, dicen las familias, y yo, familia, tengo un honor que está muy por encima de cualquier pecaminosa y perversa pretensión de autodeterminación personal y sexual de las mujeres y que sufre gravemente cuando éstas hacen de su capa un sayo y de su cuerpo un ejercicio de libertad. Treinta por ciento de los universitarios turcos están de acuerdo, repito. Qué pensaremos de lo que opinarán los que tienen menor formación o están más inapelablemente sometidos a las tradiciones, los usos atávicos y los clérigos. Al parecer, la noticia la dio originariamente el periódico turco Hürriyet, que lleva dos años en campaña contra el maltrato de la mujer en Turquía.
Lo gracioso del caso es que, según el periódico –que a lo mejor es tendencioso o parcial en la manera de dar la noticia, no excluyamos esa posibilidad-, la voz de alarma no la han dado en Alemania los grupos feministas o las ONGs que defienden los derechos humanos, sino la ministra alemana para la Integración, que milita en el partido demócrata-cristiano (CDU). Otro indicio del desconcierto presente, los políticos conservadores convertidos en adalides de los derechos de la mujer, frente a tanto silencio, a tantas dudas o a tantos miedos de muchos progres de multiculturalismo estrábico.
Parece de cajón que desde nuestra cultura de los derechos humanos, de la autonomía del individuo y de la igualdad entre los sexos, conquistas de siglos a base de sangre, sudor y lágrimas, y conquistas aún incompletas, deberíamos, todos a una, alzarnos en campaña por la implantación universal de tales valores y derechos, si es que aún creemos en ellos, fortalecer los mecanismos para su propagación, pergeñar serias estrategias para su difusión, esforzarnos en la afirmación de estas virtudes y ahondar en la educación para el respeto a todo individuo, comenzando por nuestras escuelas y nuestras universidades. Pero, claro, para eso deberíamos tener cubiertas nuestras propias espaldas, que están quedando al aire; y nuestras propias vergüenzas también. Nuestra casa sin barrer. Pues mal podemos hacer la apología de los derechos humanos y de su suprema valía si por aquí nos dedicamos a tolerar y hasta legalizar la tortura o a dar por buenos ciertos exterminios en nombre de fantasmagóricas seguridades estratégicas o económicas, por ejemplo. Y en este asunto son los partidos conservadores los que mejor arropan las vulneraciones de los derechos humanos, eso parece claro.
La defensa de todos los derechos humanos básicos, comenzando por los derechos de libertad e integridad personal, debería ser entre nosotros objeto de un acuerdo suprapolítico y entre todos los partidos decentes. Sólo de esa forma podremos pretender eficazmente y sin abuso su extensión a otras culturas. Y sin dar malos ejemplos.
Hágase una encuesta entre nuestros universitarios para ver cuántos aprueban la tortura o la detención sin garantías de los que al gobierno de turno le parezcan meramente sospechosos de terrorismo, y a lo peor nos llevamos sorpresas difíciles de digerir.
Al paso que muchas cosas van, acabaremos nosotros pareciéndonos más a esos turcos que ellos a nosotros. Qué pena.

27 octubre, 2006

¿Pedagogía jurídica para la sociedad?

Hablar de cosas de Derecho para legos es una experiencia no precisamente reconfortante. No me refiero a las posibles dificultades de lenguaje o a intrincados problemas técnicos que puedan afectar a algunos asuntos que se quieran explicar. Aludo a cuan complicado resulta que el común de los mortales asimilen las reglas básicas que gobiernan el juego de las leyes en el Estado de Derecho, sumado a lo poco que ayudan a veces para ese fin los manejos jurídicos del poder.
Ayer me tocó hablar ante un auditorio heterogéneo sobre la discrecionalidad judicial. Traté de mantenerme en lo que tengo por evidente, esto es, que los jueces se manejan con márgenes de libertad a la hora de interpretar las normas que aplican y a la hora de valorar las pruebas de los hechos que enjuician en cada caso. El grado de esa libertad varía en función de la mayor o menor precisión o determinación semántica y sintáctica de la norma y en función de la evidencia o discutibilidad con que se presenten los elementos fácticos del asunto. Hasta ahí sin problema, creo. Esa discrecionalidad, amén de inevitable, es buena, en mi opinión.
Lo conté con algunos ejemplos jurisprudenciales y con el único propósito de desterrar cualquier idea de que al juez se le imponga la verdad de los hechos por sí misma, como si los propios hechos hablaran unívocamente, y de que en las normas jurídicas se contenga siempre para cada caso una única solución compatible con su tenor. Pero no está el ambiente para andar dando muchas pistas sobre ese tema y, como cabía esperar, alguien vino con la pregunta de por qué, puesto el juez a ser libre, no aplica mano dura y rebasa los límites legales, tenidos por timoratos, cuando toca castigar a los malos. Así que tocó explicar, o intentarlo al menos, que cosas tales como el principio de legalidad penal o la presunción de inocencia obran en favor de nuestra seguridad como ciudadanos, antes que para proteger a los delincuentes. A la gente le chocan esas precauciones y nos impulsa un atávico deseo de venganza, nos tienta el ojo por ojo, diente por diente, a la vez que nos repatea la impunidad. Por eso resulta tan importante una buena pedagogía jurídica para la sociedad y de ahí también que el mal ejemplo jurídico provoque un escepticismo social disolvente, precisamente, de aquellos principios que conviene proteger.
Ese prejuicio social se puede vencer con buenos argumentos. Pero en estos tiempos anda la sociedad demasiado inquieta con el espectáculo mediático del Derecho. Cunde la sensación de que la discrecionalidad judicial tiende hoy a convertirse en libertinaje y, especialmente, la impresión de que en asuntos capitales rige una excesiva instrumentalización del Derecho por la política. El mismo gobierno que, con el Ministro de Justicia a la cabeza, hace dos días presionó para que el Tribunal Supremo revisara el modo de calcular el cumplimiento de las penas o los beneficios penitenciarios, fuerza hoy a los fiscales para que atenúen la petición de castigo para aquél al que ayer se quería mantener entre rejas. Un juez solicitó como fianza para un imputado doscientos cincuenta mil euros y luego vino otro juez y la dejó en cincuenta mil, con la complacencia muy probable del Gobierno. Es perfectamente posible que las opciones últimas sean mejores o más razonables en términos estrictamente jurídicos o en línea de principio, no excluyo para nada esa posibilidad ni es eso lo inquietante. Sea como sea, lo cierto es que los mismos políticos que hoy alientan una medida jurídica demandan mañana la contraria y no cabe creer que lo hacen en ambos casos movidos por idéntico propósito de respeto al Derecho y a la independencia judicial.
Lo que produce escándalo social es la sospecha, más que fundada, de que la presión de la ley se estira o se afloja en función de los intereses políticos coyunturales, de la conveniencia política de cada momento. El ejecutivo con mayoría parlamentaria suficiente tiene legítimos resortes para adaptar las normas a circunstancias nuevas, desde cambiar la ley hasta disponer indultos, entre otras posibilidades. Lo que lanza a la sociedad un mensaje problemático en sus consecuencias es que también la aplicación de la ley y la acción de fiscales y jueces esté tan descaradamente condicionada por la presión gubernamental, sea el gobierno el que sea y sean cuales sean sus objetivos inmediatos. Si la jurisprudencia baila al son de la política, el efecto social inmediato será de descreimiento, de desconfianza. Una sociedad en la que no impere una convicción, aunque sea mínima, de que la aplicación de la ley está por encima de la táctica política y de que los castigos son independientes de los beneficios para este o aquel partido y de la fuerza social o negociadora del delincuente, tomará nota de esa relatividad extrema del Derecho y tenderá a actuar en consecuencia. Si la ley y las sentencias son simple moneda de cambio o medio para aumentar votos en cada tesitura, no resultará fácil exigir a los ciudadanos lealtad a las instituciones por encima de la política y el partidismo ni convencerla de que en el Estado de Derecho es el poder el primero que ha de someterse a las normas.
Cuando la discrecionalidad judicial pasa por el aro de la discrecionalidad política se convierte en otra cosa, tiembla la separación de poderes y se hace una pésima pedagogía social. Porque para jueces y fiscales debe regir lo mismo que para la mujer del César. Y, si no, atengámonos a las consecuencias y no nos extrañemos de que el personal no crea en nada y se deje llevar por la pura víscera.

26 octubre, 2006

Troya y los caballos.

Imagínese usted en la siguiente tesitura. Es uno de los grandes dirigentes de algún país ciertamente atrasado en muchas cosas, pero con ingentes cantidades de petróleo, del que saca su Estado –y especialmente usted y los suyos- una barbaridad de miles de millones de dólares cada año. O sea, y hablando en plata, considérese usted jeque saudí, por ejemplo. Ponga que, además, usted es plenamente consciente de las siguientes circunstancias:
- El petróleo se acabará dentro de unas cuantas décadas.
- Los países más desarrollados, que hoy son grandes consumidores de petróleo, comienzan a tomarse muy en serio la investigación de nuevas energías que lo puedan sustituir a medio plazo.
- En esos mismos países se ha ido propagando, al menos entre las élites universitarias e intelectuales, una cierta cultura de la culpa y el autorreproche, imputando a la cultura propia los males del mundo y exculpando a las ajenas de cualquier crimen o exceso, por razón de su pobreza. No se suele mencionar cuánto se podría atenuar esa pobreza gracias al petróleo, por ejemplo.
- En el país de usted y en muchos de los alrededores existe una cultura particular, de cariz fuertemente religioso, cultura que en muchas cosas choca con la vigente en los estados más desarrollados.
- De su país o de otros que comparten la misma cultura están emigrando millones de personas a aquellas naciones mucho más desarrolladas.
Ahora viene la pregunta: ¿qué haría usted en el caso de que fuera un fervoroso creyente de la religión de su pueblo y de los circundantes y un férreo defensor del superior mérito de su cultura sobre las ajenas, tenidas éstas por pecaminosas y pervertidas?
Creo que en una situación así a la mayoría se le ocurriría lo siguiente: aprovechar el tiempo para que, cuando se muera la gallina de los huevos de oro (negro), el mundo esté a mis pies. Para ello la estrategia sería:
a) Utilizar el tiempo restante de vacas gordas para invertir en las empresas principales y estratégicas de los países más desarrollados, para llegar a controlarlas lo más posible.
b) Impulsar el activismo cultural de la población de mi cultura que es inmigrante en aquellos países hoy avanzados.
c) Apoyar y financiar en tales países todo tipo de iniciativas, publicaciones, investigaciones, foros, grupos, organizaciones, manifestaciones, etc. que propaguen la necesidad de que no se reprima (allí, en esos países de acogida, no en el país de usted, que sigue siendo una dictadura teocrática e intolerante en grado sumo) ningún tipo de práctica cultural ni religiosa, que critiquen la cultura de acogida y que justifiquen los dogmas o prácticas de la cultura inmigrante.
¿Estaré hoy particularmente paranoico? Puede ser. Pero estas cosas hace algún tiempo que las pienso y desde anoche se me ha excitado más esta imaginación truculenta, pues escuché de boca de un buen amigo la siguiente tesis: que probablemente los movimientos antinucleares de los años setenta u ochenta estaban manipulados y financiados por el KGB (Putin, ya entonces) y que los buenos frutos de aquella estrategia los recoge ahora Rusia (Putin, otra vez), que nos tiene en el bote por nuestra dependencia de su gas.
Cuando menos, habría que pensarse estas cosas un poco en serio.

25 octubre, 2006

Génesis del urbanismo. Por Francisco Sosa Wagner

Puedo afirmar que mis investigaciones para escribir estas Soserías me han llevado a descubrir en una cueva de las montañas asturleonesas una -hasta ahora- desconocida versión del Génesis en la que las ideas de la tentación y la caída se encuentran tratadas de una forma diferente a la que ha sido usual.
Lo de la manzana de Eva era poco creíble, el texto habla del "fruto del árbol que está en medio del jardín", de él no se podía comer. Es el hecho de desobedecer el mandato divino lo que convierte a nuestros primeros padres en seres normales -como concejales de hoy, una verbigracia- que descubren su desnudez y necesitan unas hojas de higuera para taparse los espacios más pilosos y más comprometidos. El trabajo sucio lo había hecho la serpiente que les había asegurado que, si comían lo prohibido, llegarían a "ser como dioses, conocedores del bien y del mal".
Pues bien, es aquí donde el nuevo texto discrepa de los hasta ahora manejados. En realidad, lo que la serpiente dijo a Adán y Eva fue que se asomaran a contemplar lo que había más allá del territorio del Paraíso y estos, que andaban un poco aburridos de estar todo el día viendo lo mismo, con aquella inocencia tan tediosa, cayeron en la tentación diablesca para ver de inmediato lo que a sus pies se hallaba, hasta donde se perdía la vista en el esquivo horizonte. ¿Qué era? Un inmenso suelo no urbanizable sobrevolado por aves canoras y traviesas, plantaciones de frutales cargados de manzanas, senderos con latidos de ternuras que ya pedían a gritos senderistas que les dieran su sentido. Y, entonces, apareció de nuevo la serpiente y les dijo:
-¿Os imagináis este suelo recalificado y reparcelado? ¿Os lo imagináis so berzotas, que parece que estáis alelados?
Y, entonces, Adán y Eva se miraron y en sus ojos -empezaba a surtir efecto el maleficio de Satanás- se dibujaron brillos de codicia. Adán, llevado de dengues que ya parecían jurídicos, puntualizó:
-Necesitamos previamente un plan parcial.
Satanás rió de buena gana. Lo que queráis, les dijo, aunque si andáis con miramientos no llegaréis muy lejos. La verdad es que Satanás apuntó en su diario que eran un poco idiotas aquellos seres tan raros que habían venido a romper la soledad de las tierras y los cielos.
Viendo a aquellas criaturas a punto de ser atrapadas por esa tenaza mortal que es el embrollo jurídico, Satanás sugirió que el plan parcial se aprobara por mayoría absoluta. Lo hizo por divertirse pues a él tres pitos le importaban las mayorías y los procedimientos.
Y así fue cómo nació el primer suelo urbanizable, por mayoría absoluta y cabe el Paraíso terrenal. Se construyeron viviendas individuales y en bloque y, como quiera que no había nadie que las comprara, Adán y Eva no tuvieron más remedio que meterse mano, perdón, que ponerse manos a la obra para producir una descendencia capaz de absorber la oferta. Las licencias hoy son papeles timbrados que se recogen en el Ayuntamiento con el visto bueno del secretario pero de aquella eran frutas que se recogían en los árboles. Como el aire acondicionado se resistía a ser inventado, nada había más placentero que sentarse a la sombra de uno de aquellas ramas ricas en licencias.
Para acallar los escrúpulos declararon el Paraíso suelo de especial protección pero pronto, cuando se aflojaron las convicciones, se edificó en él hasta crear un parque tecnológico, donde se pusieron tornillos en el lugar de los sauces.
Yavé, comprensivo, todo lo toleró porque sabía que aquellos seres habían aprobado un plan parcial y, después, una ley del Suelo. Conocía bien los efectos devastadores de estos documentos. Quien queda atrapado por ellos, está irremediablemente perdido. Solo cuando, enfermos en su fiebre edificatoria, quisieron construir sin licencia una torre que llegara al cielo, les dispersó y confundió sus lenguas. Pero ya no pudo extirpar sus mañas. Que son las madres del derecho urbanístico.

24 octubre, 2006

Irán, (cierto) Islam

En El Mundo viene esta noticia: Amnistía lanza una campaña para frenar la ejecución por lapidación de siete mujeres en Irán. Véanla en el periódico pinchando aquí. De todos modos, ahora mismo la copio.
¿Y si allá gobernara Bush? (y la pregunta no excluye, para nada, la condición cafre de Bush, en su caso). ¿Y si un presidente nuestro se hubiera hecho unas fotos en las Azores con los líderes teocráticos de Irán? (y la pregunta no excluye, para nada, que Aznar sea un bobalicón o cosas más lamentables, en su caso).
Bien por Amnistía Internacional, pero en general hay poco ambiente, ¿no? ¿Dónde andan otras ONGs, las feministas, las asociaciones de derechos humanos, Moratinos, ZP, la progresía y la gente guay en general? Y si Irán fuera un país católico radical, en lugar de ser islámico radical, y proclamara -otra vez, como antes- que el adulterio es delito y castigara a las adúlteras, aunque no fuera con la muerte por lapidación, ¿saldrían los guapos a las calles en manifestacion o tampoco? Yo creo que se nos desequilibró el rasero hace un tiempo. Es móvil. Antes se inclinaba a favor de las dictaduras del otro lado del telón de acero y ahora coquetea con las dictaduras teocráticas. Claro, con Cuba no nos alcanza a los defensores de la vida, la libertad y los derechos humanos toditos.
Esto es lo que cuenta el periódico:
YASMINA JIMÉNEZ (elmundo.es)
MADRID.- "Siete mujeres corren riesgo de ejecución por lapidación en Irán". De este modo comienza la carta que Amnistía Internacional espera que firme el mayor número posible de internautas urgentemente. Después, la ONG enviará las rúbricas al líder de la República Islámica de Irán para que conmute la condena a estas mujeres.
La organización defensora de los derechos humanos explica que "el país islámico trata el adulterio como un delito castigado con la pena de muerte por lapidación -según recoge el artículo 83 de su Código Penal- violando el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que garantiza el derecho a la vida y prohíbe la tortura".
En la campaña lanzada por la ONG se intenta frenar la muerte de Parisa, Iran, Khayrieh, Shamameh, Kobra, Soghra y Fatemeh, que "han sido injustamente condenadas a la pena más cruel, inhumana y degradante, la de la pena de muerte".
La víctima condenada a morir lapidada es envuelta en una sábana blanca y enterrada hasta la cintura o el cuello para sufrir una muerte lenta y dolorosa mientras es apedreada con piedras no excesivamente grandes -como exige la ley islámica-, para evitar la muerte con el primer golpe.
La ley islámica deja clara su postura en cuanto a las relaciones extramatrimoniales y los castigos que se aplican, sobre todo en el caso de las mujeres, las principales víctimas. Cuatro testigos deben descubrir a la pareja en el acto y denunciarlo. En muchos casos, si ambos adúlteros están casados, son ejecutados en público; si están solteros, cada uno recibe cerca de un centernar de latigazos.
Otra historia reciente
En la carta que enviará Amnistía a Irán se denuncia la muerte de un hombre y una mujer en mayo de 2006 mediante este método. A pesar de que en diciembre de 2002 el presidente de la magistratura anunció la suspensión de las ejecuciones por lapidación, los informes recibidos por la organización indican que la pareja ha sido ejecutada.
La ONG recuerda a las autoridades iraníes que el Comité de Derechos Humanos de la ONU ha explicado claramente que tratar el adulterio y la fornicación como delitos es contrario a las normas internacionales de derechos humanos, y que, por tanto, la imposición de la pena de muerte de este tipo constituye un incumplimiento del compromiso contraído por Irán en virtud del artículo 6.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, según el cual "sólo podrá imponerse la pena de muerte por los más graves delitos".
Amnistía Internacional ha utilizado en otras ocasiones la presión ciudadana e internacional en campañas similares para salvar a otras mujeres condenadas a morir lapidadas. Dos casos consiguieron dar la vuelta al mundo: el de Amina Lawal, una mujer de 31 años, y el de Safiya Husaini, de 35. Las dos mujeres, de Nigeria, consiguieron salvar sus vidas gracias a la presión internacional.

Imitando voces. 1. Río yo.

Me concedí hoy un rato para hurgar por los blogs de pata negra y fui a dar de Prisa con el de Javier Rioyo, al que alguna vez veo en la tele un poquito mientras entrevista a algún escritor o editor, con particular gusto por los más pedantes y de posturita más como así ya me entiendes que exclusivísima de la vida e ideal de la muerte es la cultura y tal y cual Pacual (Maragall).
Veo su post o nota de hoy, 24 de octubre, titulado Comprando libros, y me viene una risa tontorrona. No es que esté mal, no, allí se encuentra uno lo que se podía esperar y no hay reproche en mi descojone. En realidad tendré que preguntarle a algún psicoanalista cazurro el por qué de este despiporre que me posee. Creo que es por alguna curiosa asociación de ideas. Para poder entenderme, si es que tal cosa cabe, pinchen ahí arriba y echen un vistazo al referido texto del señor Rioyo.
¿Ya? Ahora sigo con lo mío. Decía que fue asociación de ideas, pero más exacto sería hablar de asociación o cruce de imágenes. Verán, lo mismo que al señor Rioyo le ocurrió estos días en su librería favorita con Miquel Barceló, el pintor, me sucedió a mí ayer en Alimerka. Coincidencias de la vida, así de juguetón es el destino con nosotros, los elegidos y los tocados por la mano de los tocados por las manos de las musas. Contaré lo mío para que se entienda mi emocionado desconcierto.
Pues seguía yo en el Alimerka del barrio más próximo a mi casa, haciendo la compra semanal. Amén de las viandas de rigor, la amiga asistenta me había encargado detergente para fregar el suelo y yo lo quería con olor a pino, pues en esta época del año los pinares de los montes de enfrente despuntan con virulencia contra los cielos grises, diríanse puñales que se clavan en el cuerpo desesperanzado del otoño. Toma ya, pensé allí mismo, me invade un calentón poético de aquella manera, esto tengo que ponerlo en el blog. Fui a dar con el Ajax Pino y andaba mirándole la etiqueta cuando, a mi espalda, escuché la voz de mi amigo Alfredo, que se congratulaba de encontrarme en menesteres idénticos a los suyos. Comentamos un rato sobre las ofertas del día, yo aproveché para colocarle mi teoría sobre el olor del friegasuelos y el paisaje en mi ventana y él me hizo saber que su hija pequeña se apasiona con las magdalenas Martínez y que gracias a ellas consiguen cada tarde, a la hora de la merienda, que haga los deberes que le pone su seño en el colegio privado ese nuevo al que la envían y que, chico, a veces le mandan colorear cada dibujo que no me extraña que se estresen los chavales, la mía, con sus seis añitos, yo creo que aún es muy chiquitina para colorear tanto, venga hojas y hojas. Es que hoy en día no tienen corazón los maestros, hijo, repliqué yo por decir algo. Y añadí, para que no pensara que su tema inicial me era indiferente: ¿habéis probado las de Bella Easo? Uy, sí, pero esa textura es más como para con un café de mezcla.
Total, que después de unas pocas frases más nos despedimos y yo ya caminaba hacia la caja, empujando mi carro bien repleto y diciéndome que no debía olvidarme otra vez de sacar el euro de su ranura al dejar el carro. En esas estaba cuando fugazmente vi, cruzando entre los pasillos de conservas, el perfil de Mariana. Me pudo la pura curiosidad. Hace tiempo que admiro a Mariana y creo que mi mujer comparte una sensación similar, algo hemos comentado. Mariana trabaja en un despacho de algo, yo no sé bien si es abogada, arquitecta o qué. Nos saludamos a menudo con la cabeza, cuando coincidimos a la hora de salir para el trabajo, pues nuestros garajes son vecinos. Tiene dos niños, ninguno adolescente aún, y se la ve y se la oye tratarlos con tanta mesura como autoridad. No le conocemos marido o pareja y siempre supusimos que vive separada, lo que le da un plus de mérito hoy en día. Durante una semana llegamos a compartir asistenta, pero no le sacamos a ésta ni una palabra, otra prueba de la recia personalidad de Mariana y del respeto que infunde.
Así que no pude evitar seguirla. ¿Qué comprará esta mujer? En todo son importantes los modelos y la imitación de los mejores siempre nos ensancha el horizonte. Me puse a distancia suficiente para captar qué iba metiendo a su carro, pero bastante para que no se inquietara al sentir cercanos unos ojos sobre su nuca. No fue sorpresa que en la sección de pescadería se llevara unas lubinas salvajes, qué menos, pensé. Después caminó a la parte de limpieza y droguería y no conseguí escuchar lo que, con un frasco en su mano, le preguntaba a una empleada, un frasco que dejó de nuevo en el estante y que era de limpiacristales Cristasol. Me inquietó mucho, pues es el que suelo comprar yo y no podía dejar de preguntarme cuál sería el inconveniente. Mas me sacó de estas cogitaciones el verla comprar un taco de papel higiénico. Lo que me suponía, doble capa, tisú suavizado con resinas orientales, aroma de enebro y color salmón con un tenue reborde verde pistacho. Ay.
No me atreveré a hablar con ella, pero puedo limpiarme el culo con la misma marca de papel. La seguiré espiando en el súper.

23 octubre, 2006

Terrorismo y cometarro.

¿Y si el terrorismo se arreglara dejando de hacerle caso? Es una osadía la mera pregunta, lo sé. Pero aún así me atrevo a lanzarla. Tómese como pura hipótesis para el debate, más que nunca, todo lo que ahora voy a decir.
Vivimos rodeados de riesgos y cercados por la muerte de mil maneras. Sales a la calle, tomas tu coche para recorrer unos kilómetros y empieza la ruleta rusa. Te comes unas ostras y puedes irte al otro barrio. Sales a dar una vuelta a pie para evitar peligros y estás listo, sumido en un ambiente en el que hay borrachos conduciendo, personas portando armas de cualquier tipo y calibre, bombonas de butano en las casas bajo cuya terraza pasas, losetas en el suelo que con un poco de lluvia son pistas de patinaje para partirse la crisma... Etc., etc., etc. Nada más ocioso que seguir con la enumeración de riesgos que a diario acechan nuestra vida. Y eso sin contar con el polvete aquel echado sin condón con aquella señora –o señor- tan maja/o que conocías de vista, o el regreso a casa el sábado por la noche en el coche de ese compañero que dice que el alcohol no le afecta. Y etc., etc., etc., otra vez.
Pensemos fríamente de qué es más fácil que cualquiera de nosotros palme mañana –no lo quieran los hados-, de un atentado terrorista o por obra de un borracho con BMW, de un atentado terrorista o por la acción tenaz del virus del sida –que también se puede coger en la peluquería, no me ponga usted esa cara de pureta y de a mí eso no me pasa-, de un atentado terrorista o del desprendimiento de una teja o de la caída de un árbol o de un letrero luminoso. Pues de cualquiera de esas cosas citadas en segundo lugar mucho más probablemente que de mano de terroristas, muchísimo más. Ahí están las estadísticas de lo que haga falta, contundentes. Y, sin embargo, nos preocupa, nos angustia mucho más el terrorismo que los conductores beodos o los albañiles que dejan la azotea a medio pegar. Por cierto, cada dos por tres, cuando llego a mi casa, miro medio segundo hacia una raja pistonuda que tengo en el alero de mi tejado, justo encima de la línea que mi cabeza traza al entrar en casa, y me digo que a ver si un día llamo para que le echen un vistazo prefesional a aquello. Si me contaran que tres portales más allá vive un confidente etarra seguro que me daba más canguelo, siendo su peligro objetivamente menor y su potencial mortífero inferior al del cacho cabrón de operario que me dejó el alero como los párpados de la Montiel. Y, al fin y al cabo, ETA mató a unos mil en tantos años. Mil muertos que merecen todo el respeto y todos los homenajes, eso no se discute, mil muertos asesinados del modo vil que es propio de los más cobardes, qué duda cabe. Pero mil, muchos menos de los que en esos años se cargaron Michelín o Bridgestone o Goodyear o Pirelli, seguramente, por neumáticos con defectos. Y ya ven, no les ofrecemos la autodeterminación a los de las ruedas ni les desgravamos los recauchutados.
Naturalmente que el terrorista provoca una indignación moral enorme por el dolo con que actúa y la frialdad de su cálculo. Esa indignación moral puede hacer comprensible que para él demandemos un castigo ejemplar o que nos preguntemos cómo es que tantos le sonríen a ese que es el mayor hijo de puta de los que nacieron en su pueblo. Eso es una cosa. Pero que tengamos más miedo a los terroristas que a los borrachos con coche o a los chiflados con licencia de armas es asunto distinto. Y no digamos si nos paramos a pensar en que para combatir al terrorismo estamos dispuestos a prescindir de comodidades, libertades, democracia y derechos, mientras que torcemos el gesto porque al beodo le quiten unos puntos de su carnet de conducir, al obrero chapuzas lo despidan o le metan un paquete bueno al empresario que puso en peligro nuestra integridad para ahorrarse un par de sacos de cemento.
Por qué tememos más al terrorista, esa es la cuestión. No se me ocurre una respuesta más original que esta: por obra y gracia de los medios de comunicación. Cada atentado –y no hablo de uno incomparablemente monstruoso como el del 11-S, sino mismamente de uno que sólo haya causado unos rasguños a alguien- nos lo lanzan como una bomba, informativa, eso sí. Un bombazo informativo. Ese mismo día murieron diez en las carreteras del país y no se entra en mayores detalles, para qué si son tantos cotidianamente. Ese mismo día palmaron media docena en quirófanos durante las operaciones, a manos de médicos sin pericia o que llevaban en el cuerpo algo más que la debida diligencia profesional, y ni mu. ¿Alguien negociaría con los médicos un aumento de sueldo a cambio de que no beban licores duros seis horas antes de tomar el bisturí –y no me lo tome a mal ningún médico, pues bien sé que tal cosa ocurre en menos de un cinco por ciento de las operaciones complicadas-? ¿Por qué no exigimos controles de alcoholemia a la entrada de los hospitales igual que admitimos los controles de equipaje y corporales en los aeropuertos? Y, por cierto, los conductores borrachos, los constructores chapuceros, los médicos imprudentes, los ingenieros de caminos que diseñan aquellas curvas de la muerte...¿qué son, terroristas o insurgentes?
Imaginemos qué pasaría si los medios de comunicación dieran muy poquito espacio a las informaciones sobre atentados y tramas terroristas, si los tertulianos no mareasen la pediz hasta matarla también, si a la gente no se la convenciera de que el mayor peligro que sobre ella se cierne al pasear por Santovenia de la Valdoncina o al tomarse un vino en Cacabelos -provincia de León- es que se la lleve por delante una bomba cobarde de ETA o de Al Queda. ¿Qué pasaría?
Mira que si, en vez de negociar con ellos o de limitarnos los derechos –y los dineros- a todos para perseguirlos, bastara pasar de ellos como de la mierda... Tratarlos como lo que son, vaya. Resultaría gracioso.

22 octubre, 2006

Facultades de Derecho y espacio europeo. Por Francisco Sosa Wagner

En la Universidad estamos de reforma, hace falta andar muy ducho en aritmética para saber por qué número vamos, cada ministro/a trae su reforma como cada otoño trae sus castañas. Naturalmente todo es un alarde de improvisación y superficialidad y, lo que es peor, el fruto de la influencia que ejercen a la hora de legislar los “colectivos” -como se dice ahora- universitarios. Hoy es muy evidente que este papel lo desempeñan algunos rectores quienes se cobran así su particular lucha contra la reforma anterior. Pero podían haber sido los catedráticos o los bedeles, da igual, quién más ruido arme y quien más incordio pueda causar al gobierno de turno. Esto es lo determinante: fundamental para el gobernante es que no haya turbulencias porque la Universidad tiene buenos altavoces y estos deben ser silenciados.
Esta forma de ¿gobernar? tiene en estos días en las facultades de derecho una prueba elocuente. Me explicaré: desde hace años se ha llegado a la conclusión de que los licenciados en derecho, para desempeñarse como abogados y actuar ante los tribunales, han de pasar unas pruebas, no basta pues la simple inscripción en el Colegio profesional. Esta cautela está bien pensada y coincide con lo que se practica más allá de los Pirineos. El gobierno actual ha aprobado una norma en tal sentido pero ... para su entrada en vigor ha establecido una moratoria ¡de cinco años! La ley pues tendrá una “vacatio” que se medirá por años, adiós pues a los veinte días del Código civil. La pregunta es: si lo que se dice en ella responde al interés general ¿a qué viene tal aplazamiento desmesurado para que sea efectiva? Evidentemente, a evitar el alboroto de los actuales estudiantes de nuestras facultades de derecho. A este fin se supedita todo lo que haga falta.
Como es frecuente que las desgracias vengan acompañadas, por si no tuviéramos poco con las internas, otras reformas nos amenazan desde Europa. El lector habrá oído hablar del “espacio europeo”, de la homologación de títulos, de créditos -que es como el papanatismo actual llama a las asignaturas y a las enseñanzas-, de la excelencia, la calidad y otra porción de bellas palabras que esconden enredos de grueso calibre y de dudoso gusto. Pues bien, también nos volvemos a topar con las facultades de derecho en este caso. Preciso es acomodar sus enseñanzas y sus pautas de exámenes a lo que demande ese espacio que nos rodea. Son -se dice- las exigencias de “Bolonia” pues en aquella hermosa ciudad italiana se fraguaron los acuerdos pertinentes.
Consecuencia de ello es que quienes ejercemos nuestro oficio en estas facultades andamos azacanados tratando de hacer los deberes para aplicar cuanto antes los designios “de Bolonia”: es de ver el trajín que, con la mejor intención, se llevan las autoridades creando comisiones y grupos de trabajo y la formalidad con la que casi todos nos tomamos estos esfuerzos.
Pues bien, debido a mi costumbre antigua de leer las revistas jurídicas alemanas, me encuentro en ellas la noticia de que en el documento programático que ha servido de base al acuerdo entre los partidos que forman el Gobierno de coalición alemán ¡nada menos que en tal solemne papel! se contiene la determimación firme de “rechazar la implantación de los acuerdos de Bolonia a las facultades de Derecho alemanas”. Alerto sobre ello a quien proceda con el objeto de enfriar tanto entusiasmo como padecemos por estos pagos y ese afán que nos moviliza para ser los primeros de la clase en cumplir nuestras obligaciones europeas. La cautela impone contemplar cómo se van aparejando los mimbres en otros países antes de dar pasos irreversibles. Calma, sosiego: no dilapidemos apresuradamente la herencia de la abuela.

Carta a Francisco Sosa sobre Bolonia y otros cuentos universitarios

Querido Paco:
Bien está tu llamada a la mesura en las reformas de nuestras facultades de Derecho, tu invitación, incluso, a la resistencia frente a la nueva “frivolité”, la que viene esta vez de Bolonia. Pero sabes muy bien que no hay nada que hacer, que en ese campo todas las batallas están perdidas. Te está costando mucho, como a mí y como a un puñado de colegas entrañables, hacerte a la idea de que la casa donde nos ganamos la vida, la casa de nuestros sueños y nuestra vocación, ésa que comenzaron a edificar nuestros tatarabuelos a base de mucho esfuerzo y mucho estudio, se ha convertido irremisiblemente en un lupanar. Sí, querido Paco, la Universidad se nos ha vuelto una casa de mala vida y eso no hay quien lo pare. Lo único que a unos pocos nos queda es resistir y cocear para que a nosotros no nos metan en el negocio y no nos pongan a ejercer el oficio con los clientes más guarros.
Porque dime, si no, cómo calificaríamos lo que está pasando a nuestro alrededor, creo que en todas las universidades del país. ¿Cómo se ganan los votos nuestros excelsos rectores, por ejemplo? ¿Acaso garantizando una buena calidad de las enseñanzas, el prestigio de los títulos, la mejor cualificación de los profesores? No, vade retro, planteando tales cosas en serio –las palabritas con la boca pequeña y el guiño picarón son otra cosa, coquetería de peripatética, declaraciones de amor eterno en boca de fulana- no se ganan votos ni para rellenar un pocillo de café. En esas elecciones se vence asegurando ascensos a los más mantas, prometiendo cargos inverosímiles a los más inútiles, garantizando al personal de administración y servicios (¡personal de servicios ya parecemos todos!) jefaturas de negociado y nivel no sé cuántos, donando a los estudiantes aprobados por compensación o a cambio de tres etiquetas de bollicao. Como quien dice, abaratando el polvo o regalando el arriendo del cuarto por veinte minutos.
Desengañémonos de una vez, la guerra está perdida y los daños colaterales los seguirán aguantando los que sólo quieran enseñar en serio o investigar como es debido. Iremos de cabeza a esta nueva reforma tontorrona con el mismo entusiasmo oficial con que se acometieron las anteriores. Es una ocasión de oro para nuevos favores y nuevos ajustes de cuentas, para nuevas venganzas. Cada vez que hay oportunidad para una reestructuración de lo que sea, de los planes de estudio, de los títulos, de los departamentos, de las facultades, es ocasión para favorecer a amiguetes, para vender favores, para colocar parientes, para blindar el poder frente a la razón, para intercambiar cromos con los compinches. El que se mueve no sale en la foto, al que protesta se le aísla, al que resiste se le fuerza.
¿Recuerdas cuando la reforma aquella del PP? No era gran cosa, es cierto. Pero hay que ver el cisco que montaron los rectores porque se sorteaban los siete miembros de los tribunales que habían de dirimir los concursos para la habilitación de cátedras y titularidades. Qué espectáculo tan tierno ver a los magníficos y excelentísimos convocando manifestaciones y alzando pancartas en nombre de la autonomía universitaria y la excelencia del saber. Y nadie se engañaba sobre los verdaderos móviles, lo que les molestaba era el riesgo de que no se hicieran con esas plazas sus protegidos o los mantenidos de sus amigos. Y eso que la misma norma contra la que protestaban se ocupaba de asegurar que en ninguna Universidad se hiciera con puesto de funcionario docente ninguno que sus mandos no quisieran. Pero no bastaba ese control negativo, pues se trata de procurar otra cosa, se trata de que los que asciendan en cada lugar sean exactamente los que quienes manden en cada universidad señalen con su imperial dedo. Por eso no han parado hasta cambiar la ley y ahora, por fin, lo van a conseguir, gracias al nuevo sistema. Ahora habrá una comisioncita -que la ley no dice cómo se elige, pues queda ese asunto menor pendiente de desarrollo reglamentario, fíjate qué democrático todo- que va a habilitar, sin luz ni testigos, a todo el que lo solicite, pera que ya, siendo candidatos habilitados todos los posibles, sea cada Universidad la que promocione a los suyos, a los dóciles, a los fáciles, a los que se dejen hacer y le den gustito al que les paga.
Iremos a esta nueva reforma frívola que viene de Bolonia (¡de Bolonia, nada menos, con lo que significa ese nombre en la historia de las universidades!) de cabeza y marcando el paso de tres en fondo, nos esforzaremos por ser los primeros en estar a la moda y nos revestiremos de nuevas comisiones, grupos, juntas, reuniones, proyectos, borradores, libros blancos y de colorines, con mucho power point y mucha lírica chusca y facilona. Como esos nuevos ricos que visten de marca sin haber aprendido antes a combinar los colores ni a lavarse los sobacos. Haremos felices a esos padres que quieren ver con título bajo el brazo a sus torpes hijitos malcriados, llenaremos de gozo a tanto estudiante que no quiere aguantar explicaciones de una hora ni leer libro ninguno ni pararse a pensar en nada que no sean los juanetes de Ronaldo o el anillo besuqueado de Raúl. Eso sí, nuestro silencio lo comprarán computándonos como horas de docencia las pasadas en fantasmagóricas tutorías a solas y declarando profesores ejemplares a los que vayan a clase a leer en voz alta los periódicos o a pedir a sus alumnos que busquen en internet información sobre el comercio de remolacha en Uzbequistán. Todo muy mono y apañado, muy de diseño, muy a la medida de los más lerdos.
Esos alemanes que mencionas en tu escrito quedarán como unos reaccionarios, unos conservadores sin escrúpulos, unos nostálgicos del saber autoritario y antidemocrático. Aquí somos de otra manera, somos modernos y muy chulis, democratizamos la ciencia, popularizamos el aprendizaje, somos la mismísima monda. Ampliaremos los salones, pondremos más luces rojas, cambiaremos los viejos camastros por camas de agua y enriqueceremos nuestras prestaciones con masajes de nueva gama.
Y el que quiera investigar o darse con propiedad a la ciencia, que lo haga en su casita. Al fin y al cabo, no hace tanto que un rector dijo en público que la investigación es cosa personal de cada uno y que aquí nos pagan para otra cosa. La virtud universitaria, querido Paco, ya no es una virtud pública. Lo público es aquello otro. Toca pasar a la clandestinidad. Y en público, cerrar los ojos y apretar los puños. Al fin y al cabo, si te mentalizas y te acostumbras, dejará de dolerte tanto.

Echándole cuento. Sin título

Úrsula, ¿cómo estás? Me alegra tanto volver a verte. ¿Me oyes? Había soñado tanto este momento. Úrsula, ¿me oyes?

21 octubre, 2006

La pertinaz corrupción

Cualquier día nos vamos a morir de pura náusea, nos va a ahogar el vómito. Qué espectáculo tan repulsivo, los partidos echándose en cara recalificaciones a tanto alzado más comisión y pelotazos de hormigón. Y esas caras de sorpresa, esos gestos de indignación, esas miradas de pureza, esos dedos admonitorios que amenazan al otro con condenas eternas, en el más allá, por tanto. Gentuza, basura, sinvergonzonería, roña. Salta en el ayuntamiento de acá el escándalo de un concejal venal o un alcalde que puso la mano y recalifica lo que haga falta, y contraatacan los del otro partido con un consejero que hizo negocio inmobiliario hace un año o un primo de diputado que trincó a base de vista para intuir a pelo qué pedazo de monte se iba a recalificar próximamente. Es uno de los juegos más hipócritas de esta política nuestra, política que hasta sin eso se las trae, de tan cutre, llena de oradores babositos y de chorizos horteras hasta decir basta.
Porque seamos serios: aquí la corrupción urbanística campa por sus respetos porque no ha existido ni existe ni el más mínimo propósito de cortarla. A cualquier ciudadano de cualquier pueblo de este Estado (o lo que sea) le piden ahora mismo que señale al menos a un par de conciudadanos que se estén forrando a base de dar el palo, a golpe de cohechos y manoseos, y no se equivoca ni un ápice, hace diana al primer intento. Pero si los conocemos a todos, carajo, si ha llegado a ser tan evidente, tan descarado, que lo ven hasta los ciegos.
¿O no? Meditemos sobre la siguiente historieta, real como la vida misma y archisabida. En las afueras de una ciudad cualquiera hay un monte que no vale ni dos duros para el particular que es su propietario, pues allí ni se puede plantar nada, de tan pedregoso el suelo, ni hay agua ni cosa ninguna que valga un pimiento. Un día, aparece por casa de ese propietario un opulento señor que viaja en Mercedes y le compra el monte por cuatro perras que, sin embargo, al hasta entonces dueño le parecen una bendición. Ésa es la primera casualidad de una cadena de acontecimientos providenciales. La segunda es que unos meses después el ayuntamiento correspondiente recalifica aquellos terrenos montunos y hace legalmente posible que allí se pueda levantar una urbanización de adosados con cancha de pádel y todo. En ese momento, el intuitivo comprador del monte lo revende por cien veces más de lo que le costó o construye con su propia empresa los adosados y se hace de oro hasta extremos que un mortal común no puede ni imaginar.
Y ahora viene la pregunta: ¿en alguna de las miles de ocasiones en las que cada año se da en nuestro país un encadenamiento de acontecimientos como el anterior rige la casualidad? Respuesta que dará sin dudar ni un segundo cualquier persona simplemente normalilla, es decir, que no sea tonto de remate o no tenga algo que ocultar: EN NINGUNA. Ergo, están pringados prácticamente todos los ayuntamientos, prácticamente todos los concejales de urbanismo, prácticamente todos los partidos con mando suficiente para que su voto recalifique algo. Chapotean todos y todo el rato en el mismo lodazal.
¿Será que no caben instrumentos legales para cortar el abuso? ¡Vamos, hombre! Nos sentamos cuatro ahora mismo delante de una botella de vino y antes del segundo trago hemos inventado diez medidas que acaban con semejantes pelotazos o los reducen al mínimo en un periquete. Lo que pasa que trinca casi todo el mundo y somos muchos los que buscamos al menos la migaja, incluido el que, consumado el latrocinio urbanístico, compra un apartamentito para revender ganando algo, reventa que se hace a otro que va con el mismo propósito; y así sucesivamente, hasta que el juego de la pirámide alcanza su perfección final dejando en bolas al último pescador de río revuelto, al más incauto. Pero a cada uno lo suyo, y estábamos con lo de alcaldes, concejales, consejeros y demás ralea. Y a lo que íbamos antes que nada es a que jueces, fiscales, políticos y demás detentadores de poderes públicos están perfectamente al cabo de la calle de lo que se cuece en cada esquina con solar libre. Y que unos cierran los ojos por vil cobardía o para no caerse de las listas en las próximas elecciones, otros por callada admiración ante ésos piratas que se hacen de oro a base de alimentar a los cerdos con cargo y otros pillan por de lado las propinas que les caen para que se estén calladitos, propinas en forma de mira, compra en tal sitio que ahí se va a revalorizar, o de a ti te dejo elegir sobre plano el ático que quieras antes de sacarlos a la venta y me lo vas pagando al paso que te venga bien.
Así que cuando aparecen cantamañanas como los de Cienpozuelos, sin dos dedos de frente pero con una infinita capacidad para prostituirse en el cargo, y vemos a los fiscales iniciar investigaciones con el ceño fruncido o los jueces instruir con aires de vehementes justicieros y a los políticos ponerse sus mejores máscaras de fariseos profesionales, no debemos dejarnos engañar. Es una ceremonia de confusión, un rito de despiste, el simple sacrificio ritual del ladrón más chapucero a manos de sus semejantes, la venganza contra el que por su torpeza dejó en evidencia al gremio entero.
Nunca, jamás, bajo ningún concepto se le va a tocar ni un pelo a un constructor bien enfangado. Porque, si quiere, se lleva por delante hasta al palo de la bandera. Eso sí, cada tanto harán de chivos expiatorios un par de concejales, los más idiotas de los miles que trincan.
No es un problema de la democracia como sistema. Es algo más profundo, algo transversal, como diría un pedagogo. Se debe al tipo de políticos que tenemos adosados, el tipo de políticos que la mayoría merecemos.

20 octubre, 2006

Nazis y bobadas

Vamos a ver, algo tendré que decir, por no quedar como anfitrión en exceso morigerado, para que algunos silencios no se me malinterpreten. Casi nunca entro al trapo de la matraca de los nazis, mientras que alguna vez la he tomado un poco con los que se ponen otros apellidos. Alguna vez se me ha reprochado aquí esa tolerancia, tildándola de excesiva o equívoca, y lo comprendo. Con todo y con eso, tampoco ahora voy a gastar demasiadas líneas en el tema.
Me parece perfectamente admisible toda crítica que se quiera hacer a los defectos de las democracias realmente existentes, a los partidos, a los políticos, a la sociedad, a la gente, a los futbolistas, a los fontaneros, a los profesores, a cualquier cosa. Es un sano ejercicio el de la crítica, el debate siempre nos enriquece, las ideas y las convicciones están para ponerlas a prueba en la discusión. Todo eso está muy bien. Pero todo auténtico debate tiene unas reglas de juego, unos presupuestos sin los cuales lo que iba para discusión se convierte en diálogo de sordos. No veo cómo se puede dialogar con quien, por ejemplo, diga que no es cierto que se contiene información genética en la cadena de ADN o que es falso que cuando llegaron los españoles a América había allí población indígena o que en los mares hay peces o que los planetas del sistema solar giran alrededor del sol. Qué vas a decir, no hay nada que decir.
Con quien niegue que Hitler y sus secuaces fueron unos criminales salvajes tampoco caben muchas vueltas. O con quien se empeñe en que Stalin fue un bienhechor de la humanidad o niegue el gulag. La tentación más fácil es pedirle a quien eso haga que estudie sobre el tema, que se documente, que vea los lugares, las pruebas, los testimonios. Pero en ocasiones hay una decisión previa que bloquea la capacidad de asimilación de los datos o las informaciones. Si uno se empeña en que América estaba desierta antes del 1492 y que toda la historia de la conquista es un montaje de un puñado de españoles para hacerse los héroes y colgarse medallas, y si desde tal prejuicio se niega alguien a creer una sola letra que diga lo contrario, apaga y vámonos, perdemos el tiempo.
Cualquiera puede pensar que Hitler y los nazis no fueron los únicos asesinos en masa de la historia del siglo XX, y tendrá razón, pues hubo más. Pero no por eso dejan de ser lo que fueron. Muchos opinan que de la historia del holocausto hubo quien trató después de aprovecharse para su medro o el de cierto Estado, y algo de verdad habrá en ello, pero no por eso el holocausto deja de ser lo que fue.
Contra determinados tipos de fe no valen las razones. Una vez, hace años, me tocó organizar un debate en la Universidad con creacionistas, ésos que se empecinan en que de la Creación a hoy sólo han pasado unos pocos miles de años, que es verdad literal que Dios hizo a Eva de una costilla de Adán y que es mentira interesada, falsedad pura y dura todo lo que contra la lectura literal y pueril de la Biblia afirmen paleontólogos, geólogos, biólogos, químicos o el sursum corda. Aquella velada con los creacionistas acabó como tenía que acabar, preguntándonos todos qué carajo hacíamos allí. A ellos no los apeaba nadie de la convicción de que una conspiración universal pretendía desvirtuar las verdades incuestionables de su libro sagrado tomado al pie de la letra. No se enfrentaban en la discusión distintas verdades posibles, hipótesis respetables, era un litigio absurdo entre la razón científica y otra cosa que no podemos llamar razón mientras no hayamos perdido por completo la razón. Y no se piense que fueran meros zotes aquellos creacionistas. El promotor del acto era un reputado oftalmólogo. Tal vez la única réplica inteligente hubiera sido la de negar los ojos y mantener que el sentido de la vista no existe, que estamos todos ciegos y que los oculistas se lo montan a base de inventarse córneas y retinas para seguir viviendo del engaño. Si toca teatro del absurdo, más madera, concurso de gilipolleces. Pero a ninguno se nos ocurrió.
Tiene que haber razones muy profundas para ciertos empecinamientos radicales, razones psicológicas. No digo que sean puros locos los que defienden el creacionismo o niegan los asesinatos de Hitler o de Stalin. Pero algún peculiar resorte los lleva a afirmarse a sí mismos negando que sea verdad lo que todo el mundo sabe. Y no menciono juntos a Hitler y a Stalin por el mero gusto de buscar analogías o paralelismos, sino por la extrañeza que me causa el que los mismos que niegan los asesinatos del primero consideren perfectamente probados e indiscutibles los crímenes del otro. Puestos a negar los hechos históricos más patentes, parecería los más lógico desconfiar de todos los hechos, negarlos todos. Pero tampoco es una cuestión de lógica, es una cuestión de fe, es la decisión gratuita, previa, apriorística, de creer todo de un lado y nada del otro. Extraña manera de hacerse notar. Y contra esas decisiones no valen los datos ni las demostraciones. Ahora mismo se me dirá que por qué no demuestro el holocausto, entre otras cosas. Lo único que ante esa demanda se podrá hacer será remitir a una bibliografía de decenas de miles de volúmenes, con pruebas históricas, testimonios personales, confesiones, fotos... Y se replicará que todo mentira, todo falsedad, conspiración monstruosa. Y se traerán a colación quince o veinte panfletos que sostienen lo contrario. Igual que los creacionistas van con sus cuatro folletos y sus dos experimentos de laboratorio infantil.
Perdemos el tiempo. Por eso no merece la pena entrar a ese trapo. Ni a ése ni al de otras muchas supersticiones chabacanas que nos rodean y nos atosigan. Tomarlos en serio es faltarles al respeto.
Otra cosa sería que lo de Hitler (o lo de Stalin) sí se lo creyeran y les gustase, les diera morbo, los excitase. En ese caso el silencio sería la suprema expresión del asco.
Y, dicho esto, trataré de no hablar más del tema.

19 octubre, 2006

Prestaciones matrimoniales

Venía el otro día en un periódico (El País, 7 de octubre, pág. 34) la noticia de que un hombre ha sido condenado a indemnizar a su esposa por ocultarle su homosexualidad. La sentencia la ha perpetrado la Audiencia de Palma de Mallorca. No es sólo que se haya decretado la nulidad del matrimonio civil por error en una condición esencial del matrimonio. Es que el marido ha de pagarle a la mujer seis mil euros por haber ocultado de mala fe su condición gay a la señora ya antes de casarse y por los consiguientes "graves perjuicios morales y psicológicos" que ella hubo de padecer por esa causa. Al parecer, el tribunal equipara la situación a otras ocultaciones maliciosas por uno de los cónyuges de cosas tales como la condición de alcohólico, toxicómano, tener o padecer anomalías psíquicas, enfermedad mental grave, enfermedad física contagiosa, impotencia, enfermedad degenerativa y otras lindezas similares.
Nada he visto sobre protestas de colectivos homosexuales por tales analogías, pero sí cuenta el diario que el marido se lo confesó a su señora cuatro años después de la feliz ceremonia nupcial. Y el sabio Tribunal apostilla que, puesto que el varón se casó a los 31 años, edad a la que "ya está definida la propia sexualidad u orientación sexual", la perversidad de tal caballero al casarse sin decir ni pío de lo suyo es más que evidente. No consta, al menos en la información periodística, que el señor tuviera amantes de su gusto ni que se diera a la ostentación descarada de sus tendencias. Tal parece que, más bien, se hace verdad nuevamente el adagio de que por la boca muere el pez.
Pues vaya, menudo ejemplo. Tal como se cuenta el suceso, da la impresión de que si él se hubiera callado para siempre habría pasado como un sujeto falto de ganillas, reticente ante el débito, flojillo en los menesteres de la coyunda, renuente a los placeres del tálamo. Y supongo que, como mínimo, se habría ahorrado la compensación monetaria por los daños morales. Porque a ver cuándo se animan los jueces a disponer indemnizaciones por el escaso esmero o la falta de entusiasmo al encamarse con la pareja legal. Ya se imagina uno las colas ante los juzgados para demandar pago por lo que hacen sufrir las jaquecas frecuentes, las cefaleas sobrevenidas de noche, los desgastes provocados por las fatigosas comidas de trabajo o el sueño placentero que sobreviene después de ver en la tele el partido de fúbol en que ha ganado tu equipo y ha brillado Raúl como en los viejos tiempos.
No es que vea mal la medida tomada para este caso, no. Pero la gracia está en las analogías. No parecen muy políticamente correctas aquellas que el tribunal invoca. Más bien cabe pensar que el daño padecido por la buena mujer se debe al poco rendimiento de su hombre en el camastro hogareño. Porque por la vergüenza del qué dirán las de la pelu no ha de ser, si pasaron los años y el marido llevaba su atormentada condición con suma discreción. Tanta, que hace pensar que ni ella misma se entera si él no se lo llega a cascar en un alarde de sinceridad que le ha costado dinero, aunque no demasiado, todo hay que decirlo. Eso sí, si él no se lo había contado a nadie más, la ha armado buena, ahora lo saben hasta en el Alimerka.
Se nos llena la sucia cabeza de interrogaciones. ¿Estaba consumado el matrimonio por vía y modo legal? ¿Se animaba el señor de vez en cuando a la cópula hogareña? Cabe creer que sí, pues si ella esperó cuatro años a cantarle las cuarenta con abogado y procurador será porque no lo tenía por incapaz del todo para el menester. ¿O será que con el simple gatillazo frecuente no hay razón bastante para el daño moral y la ocasión la pintaron calva cuando él le explicó que la preferiría con bigote y aroma de cargador de muelle? ¿Y si él era bi? Porque, insisto, si de vez en cuando, de tarde de sábado en tarde de sábado, se aplicaba al sexo con ella, algo de bi tendría, aunque fuera en proporción dispar. ¿Y sería tierno? Pues, caray, uno ya se ha convencido, de tanto oírlo, de que mejor un tipo tierno y poco aplicado que un salvaje de aquí te cojo, aquí te mato. Y, por cierto, ¿no deberían estos últimos también pagar algo por el daño moral y el daño todo que provocan?
¿Y las relaciones prematrimoniales? ¿No tendrían que ser obligatorias para evitar estas sorpresas y el apoquine ulterior? ¿No se coscaba ella al verlo tan comedido, o lo tenía todo por entrañable respeto a la antigua? ¿No hacía ella por animarlo en ese tiempo, aunque fuera a base de gintonics y bailes arrimaos en locales decadentes? Que no, que no, que no juego a ser el machista que echa las culpas a la dama, para nada. Pero, hombre, que haya tenido él que confesarse homo para que ella caiga de la burra y arranque demanda en ristre suena a historia de otros tiempos. ¿Y si hubiera sido ella la que le confesara a él, al cabo de los cuatro años, que no eran jaquecas sino lesbianismo? ¿Y si cualquiera de los dos le hubiera reconocido al otro que es un rijoso promiscuo y orgiástico y que vaya rollo lo del uno con sólo una o una con sólo uno? ¿Y se hubieran confesado unos cuernos de antílope? ¿También habría indemnización por daño moral? Hay que pensar que sí, y más vale. Porque, si no, habría discriminación contra los homosexuales en el fondo de la sentencia, y hasta ahí podríamos llegar, ya te digo.
Y ya veo a algún amigo de este blog echándome en cara que no defino qué sea homosexualidad y que vaya cháchara vacía si no hay definición. Pues yo qué sé, chico, yo qué sé. A falta de claridad conceptual, quedémonos al menos con la penetración jurisprudencial.

17 octubre, 2006

Multiculturalismos. 1.

Me voy a meter en camisa de once varas y, además, en huerto ajeno. O, en otros términos, voy a chapotear un poco en aguas traicioneras y sin saber nadar. Pues, pretendo darle algunas vueltas a lo del multiculturalismo. Por ahí abajo algún anónimo hace ironía, creo, sobre mi supuesta condición multiculturalista. Y como no sé contestar a ciencia cierta si merezco o no tal calificación, respondo que depende: que depende de lo que entendamos por la tal palabreja. Por mucho que un servidor no lo domine, no debe de ser tema desatendido, pues uno le pone la palabra a google, así en castellano meramente, y las páginas a que remite ese nuevo dios omnisciente son doscientas setenta y tres mil. Solamente. Si se lo ponemos en inglés salen ¡seis millones ochocientos noventa mil! El acabose.
Así que, con tanta documentación, lo mejor es irse a wilkipedia donde figura la siguiente descripción:
Se denomina multiculturalismo a la política gubernamental empleada para incentivar la diversidad cultural en una sociedad multiétnica, acentuando oficialmente el respeto mutuo y la tolerancia a las diferencias culturales dentro de las fronteras nacionales. Como política que es, el multiculturalismo enfatiza las características peculiares de las diferentes culturas, especialmente en las relaciones entre unas y otras en las naciones anfitrionas. La palabra fue empleada por primera vez en 1957 para describir a Suiza, pero también se hizo común en Canadá a finales de los años 60, para posteriormente extenderse rápidamente a otros países de habla inglesa.
No es palabra de dios, pero sirve para saber de qué hablamos.
Creo que podemos hacer una escala de situaciones posibles en tema de tipos de convivencia entre culturas distintas. Y sin meternos en el berenjenal de qué sea una cultura, pues da la impresión de que esos problemas que se llaman ahora culturales son sobre todo problemas religiosos y problemas lingüísticos. Pero, insisto, dejemos eso y vayamos con las modalidades de convivencia entre culturas.
1.- Monoculturalismo.- Predominio de una determinada cultura que usa todo tipo de medios, incluidos los coactivos, para desterrar a otras o impedir que se desarrollen o que se manifiesten. En sociedades no homogéneas culturalmente el monoculturalismo equivale al dominio forzado de un grupo sobre otro u otros, a base de prohibir sus religiones, sus lenguas, sus ritos y costumbres, etc. En este sentido, nuestras sociedades fueron hasta hace bien poco sociedades monoculturales. A ese monoculturalismo tiende también el islamismo radical. Los Estados confesionales propenden, como parece obvio, a esta situación de monoculturalismo. También los Estados plurilingües con una única lengua oficial.
2. Pluriculturalismo con supremacía de una cultura.- Predominio de una cultura, pero sin prohibir ni reprimir abiertamente las otras. Ese predominio no se basa ni se nota, por tanto, en el uso de la fuerza o de la amenaza legal, sino en que las estructuras básicas del Estado y los puestos más influyentes en la sociedad están monopolizados por los miembros de una determinada cultura, que con sus acciones y comportamientos la difunden, la defienden y la mantienen en su situación de dominio. En estas situaciones los miembros de las culturas subordinadas suelen sumar a su discriminación cultural otras discriminaciones sociales y discriminación económica.
Para la defensa de ese preponderancia se invoca muchas veces el argumento mayoritario, en términos de que los más tienen algún “derecho” a que en su Estado se viva y se actúe en consonancia con su cultura. Otras veces se suma a ese argumento el del “derecho” a perdurar de las tradiciones de la comunidades originarias del lugar. De esa manera se intenta justificar, por ejemplo, que en las ceremonias de Estado se introduzcan ritos de la religión dominante o que el Estado colabore en la financiación de una determinada iglesia.
Otras veces los mecanismos de perpetuación de la superioridad de un grupo cultural son más sutiles e, incluso, perversos. Tal es el caso en muchos países latinoamericanos, cuyas Constituciones reconocen el derecho de las culturas aborígenes a mantener sus señas de identidad y a vivir según sus códigos propios. Lo que parece un reconocimiento igualitario de derechos se convierte en mecanismo de perpetuación de desigualdades sociales, pues a los miembros de las culturas minoritarias se los confina en “reservas”, so pretexto de que allí es donde libremente pueden vivir según sus patrones propios. En la periferia, que vivan “ellos” a su manera; en la capital, vivimos y “gobernamos” el Estado nosotros a la nuestra. Tal cosa viene a significar que el miembro de esas culturas periféricas o marginales queda atado a su aldea y a sus tradiciones sin posibilidades de pasar a la cultura dominante y de competir en igualdad con los miembros de ésta. Así ocurre cuando la educación de los niños se hace exclusivamente en la lengua y en las tradiciones de su cultura minoritaria y originaria.
3. Pluriculturalismo con reglas de juego supraculturales y neutrales.- Se respeta el derecho de cada cultura a manifestarse, sin que se reconozcan ni se permitan derechos superiores o prioridades de ninguna. El problema aquí está en establecer dos tipos de reglas: a) las reglas que gobiernen el conflicto intercultural y b) las reglas que dispongan la relación entre derechos colectivos y derechos individuales.
a) En cuanto a lo primero, se trata de sentar cuáles son las esferas de intangibilidad o inatacabilidad de cada cultura y cuáles son los márgenes de respeto que cada una ha de rendir hacia las otras. Con un ejemplo: ¿puede cada cultura criticar las formas de vida o las creencias propias de las otras o han de evitarse por igual tales críticas? Un supuesto más concreto: ¿prima con carácter general la libertad de expresión, de modo que quepa, pongamos por caso, hacer caricaturas por igual de los dioses o los fieles de una u otra fe de las que los ciudadanos cultiven o ha de extremarse el respeto a base de perseguir toda expresión que una cultura pueda considerar ofensiva?
En una situación de pluralismo cultural igualitario esas reglas de conflicto resultan ineludibles, como única manera de evitar la violencia o la anarquía incontrolable, como forma de asegurar un orden en la convivencia, cometido primero y razón de ser esencial de todo Estado, y también para atajar todo intento que cualquier cultura haga de hacerse con la supremacía y de imponer coactivamente sus planteamientos propios. Esas reglas de conflicto, que simultáneamente protejan a cada cultura y que a todas mantengan a raya en su respeto a las otras, han de tener necesariamente dos características: alcance general e imposición igualitaria. Ambas notas aluden a que esas normas que fijan límites no cumplirán la función que las justifica si se admiten excepciones en su aplicación y si no se imponen a todos los grupos por igual. Con el ejemplo anterior: si se admiten críticas o caricaturas de un grupo frente a otro, han de admitirse también a la inversa; y si no se admiten, no se admiten en ningún caso.
En esas reglas está la madre del cordero. Sin ellas, la convivencia entre culturas cambia a competición entre culturas y tenderá a acabar en lucha, incluso violenta, entre culturas. Pero, si admitimos la necesidad de esas normas, el problema más grave se halla en su posible contaminación cultural; es decir, en cómo evitar que esas reglas de juego común, que por definición han de ser culturalmente neutrales, si es que estamos en este tercer modelo y no en el anterior, no sean en realidad la expresión, más o menos camuflada, de los puntos de vista y los gustos de una cultura dominante. ¿Cabe tal cosa? Si no cabe, el pluriculturalismo o multiculturalismo igualitario se torna un imposible práctico y no queda más salida que la dominación o el enfrentamiento, enfrentamiento que siempre acabará, también, en el dominio de los vencedores. Toda doctrina multiculturalista que no proponga solución para este problema se queda en especulación vacía, en frivolidad a la moda pero con muy poca sustancia.
Al pensar en esas normas de convivencia intercultural normalmente nosotros nos imaginaremos cosas tales como el respeto a la libertad de conciencia religiosa o como el respeto a las diversas maneras de la organización de la vida familiar (monogamia, poligamia, poliandria...). Mas ¿no resulta eso expresión de la cultura occidental “liberal”? ¿no serían las normas que reconocen con carácter general esos derechos la manifestación suprema de esta cultura de aquí, de la visión del individuo, de los grupos, de la fe, etc. que es la propia de nuestro particular mundo? El relativista cultural radical dirá que sí y que no hay nada que hacer. El dogmático o radical de otras culturas dirá también que sí y que, puestos a imponer superverdades, que se impongan las de su grupo. El dogmático o radical de nuestra cultura dirá que no y que aquellas normas son expresión de una razón pura, incontaminada, ubicada por encima de todo dictado grupal y, por tanto, respetuosas por igual con todos los grupos.
b) Los dilemas y las aporías engordan cuando llegamos al otro punto que quedó pendiente, el de las reglas rectoras de las relaciones entre los individuos y los grupos.
Sobre este tema también podemos clasificar las distintas culturas en pugna en dos grandes grupos: las que afirman el supremo valor del individuo y de su autonomía, y las que sostienen la prioridad del grupo sobre sus miembros. Las primeras, por mucho que reconozcan la importancia de las culturas, las identidades comunitarias, las tradiciones y las prácticas comunes, ponen por delante el derecho de cada sujeto particular a entrar y salir libremente de los grupos, su derecho a elegir y por tanto, a recibir los medios materiales e intelectuales para conocer sus alternativas y hacer efectivas sus opciones; las segundas mantienen lo contrario y, por mucho que reconozcan la importancia de esferas de libertad individual, resuelven a favor de la colectividad cultural los conflictos entre la defensa de las señas de identidad colectiva y los intereses grupales, por un lado, y la libre opción de los individuos, por otro. Así que en un Estado donde se impongan cosas tales como el derecho de cada ciudadano a elegir su fe, a elegir sus prácticas sexuales, a elegir el tipo de su vida familiar, a elegir el modo de educar a sus hijos, etc., y donde se aseguren unos mínimos de educación pública igual y neutral para todos, se estaría optando por las culturas del primer tipo y discriminando a las del segundo. Y la opción contraria conduciría a la discriminación opuesta. Y, sea como sea, no cabe un Estado propiamente dicho, es decir, capaz de mantener un orden social mínimo, que no se incline por una de esas alternativas.
Sobre este último problema es muy ilustrativa la lectura atenta de muchos de los más importantes teóricos del multiculturalismo. Autores de la relevancia de Kymlicka o Raz, generosos en su defensa de las sociedades multiculturales, acaban por admitir que en el supuesto de conflicto grave entre derechos individuales básicos y derechos grupales debe la ley estatal defender la dignidad y autonomía individuales. Pensemos en el caso, tan manido, de la ablación femenina o en el de una cultura que admitiera la tortura en sus sistema penal. Y, paradójicamente, en lugares como Estados Unidos el Tribunal Supremo ha sentado a veces la prioridad del grupo, en algunas sentencias tan sonadas como la que reconoció el derecho de los amish a que sus hijos no recibieran la educación pública común (caso Wisconsin v. Yoder, 1972) y el de la familias de un pueblo indígena a concertar el matrimonio de sus hijas durante su minoría de edad (caso Santa Clara Pueblo v. Martínez, 1978), todo en nombre de la defensa de las señas de identidad de esos dos grupos culturales y en pro de que no se disuelvan por el ejercicio de la libertad indivudial de sus miembros.
Pensemos en casos que nos son cercanos. ¿Debe el derecho común del Estado amparar a la muchacha gitana que se niegue a casarse con el hombre que su familia le impone? ¿Es una falta de respeto a la cultura islámica la persecución penal entre nosotros de la ablación del clítoris? Y, más allá: ¿se puede responder afirmativa o negativamente a estas preguntas y tenerse, al tiempo, por multiculturalista? La respuesta dependerá de si somos capaces de hallar para esas reglas que resuelven los conflictos entre culturas o entre el individuo y el grupo un fundamento supracultural, de si podemos fundamentarlas como reglas realmente neutrales, no aquejadas de parcialidad.
(Continuará).

16 octubre, 2006

La razón y la fe

La conciencia está por encima de la religión. Al menos mientras se considere que la religión tiene su lugar en la conciencia de cada uno y que lo que le da valor al sentimiento religioso es la libre elección del creyente, su autónoma convicción, basada en lo que piensa y necesita. Si lo que otorga su importancia y, si es el caso, su mérito al credo religioso es que el individuo libremente lo abrace, la libertad de conciencia es un prius de la religiosidad misma, su condición necesaria, su presupuesto ineludible. De este modo se exaltan al tiempo dos cosas, la fe humana y el sujeto como ente que no deja de ser racional por el hecho de asumir la creencia. La vieja tensión entre fe y razón se resuelve así en un nivel más alto, allí donde la opción por la primera no parte de negar la segunda. Otra cosa es que los contenidos concretos de la fe se muestren inasibles o inefables desde el ejercicio mismo del razonar, con lo que la razón decide hacerle hueco en la persona a tesis o dogmas de los que por sí misma no puede dar cuenta. Una razón que se hace humilde para acoger el misterio, pero que no se niega a sí misma ni permite que se usurpe su legítimo lugar como clave de las elecciones. Si yo elijo creer lo que no entiendo, no deja de ser una elección mía, personal, de la que puedo dar cuenta en sus causas o móviles. Es convicción de que necesito algo más, sin que con ello abdique de mi condición de ser humano libre, racional y dueño de mis opciones.
Y todo esto tiene su contrapartida en que cualquier confesión religiosa que prefiera la sumisión acrítica, el forzamiento de las conciencias, la adhesión obligatoria de aquellos a los que ni siquiera se les permite imaginar alternativas a la fe es una religión que niega sus propios fundamentos, es culto a un dios de mala calaña, con caracteres de padre cruel y caprichoso, perverso, obsceno. Esos dioses que, al parecer, prescriben muerte y sufrimiento para los que no los adoren no pueden por definición ser dioses, son puros fantasmas sin sustancia, entelequias que resumen la malnacida catadura de los que en su imaginación los paren.
Por supuesto, hay otras maneras de entender la religión y se mantienen bien lozanas y vigentes. Son las que instrumentalizan a las personas para convertirlas en objetos, las que propugnan la castración de cualquier atributo humano relacionado con la razón y el pensamiento -y con el cuerpo muchas veces-, a mayor gloria de dioses imposibles o tan absolutamente depravados como para prohibir a sus supuestas criaturas el uso pleno de aquello que precisamente las diferencia de las piedras o los brutos: la razón y la elección libre. Dioses que nos dan lo mejor para recrearse en la prohibición de que lo usemos y en la fruición del castigo para el que no los obedezca. Dioses autoritorios, villanos, violentos, veleidosos, absurdos. Dioses hechos a imagen y semejanza de los más estúpidos de nosotros, de los menos humanos de los humanos. Divinidad de la que debe abominar cualquier ser humano que a sí mismo se quiera y se respete y que quiera y respete también a su prójimo. Dioses para tarados, para enfermos, para débiles mentales, para acomplejados, para resentidos, para psicópatas, para idiotas. Si esos dioses existen, todo está permitido, con tal de que se diga que es en su nombre.
Y decir libertad de conciencia es decir libertad de expresión y de acción. De nada vale poder forjar ideas en nuestra imaginación si no podemos expresarlas sin miedo a que nos amenacen o nos maten; de nada sirve la capacidad de análisis y discriminación si no se nos permite traducirlas en los actos de nuestra vida, en nuestras elecciones y en los comportamientos acordes con ellas.
Por eso impresiona tanto, para mal, lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Esta civilización, o cultura, o como queramos llamarla, que aprendió, a fuerza de muertos, a liberarse de las cadenas de la religiosidad más infame y opresiva, de la religión de la muerte y de las hogueras, de la religión que con mano de hierro dictaba las normas de todo, de la ciencia, del arte, del derecho, de la moral, de la política, del pensamiento mismo, esta civilización muestra ahora su más arrobada sensibilidad, su respeto más infame, su cobarde aquiescencia ante los credos de los que quieren matar todo pensamiento y toda libertad en nombre del pecado y de la interpretación más reaccionaria de polvorientos libros sagrados; esta civilización no se rebela ante los millones de hombres y mujeres a los que toda libertad se les niega, salvo que llamemos libertad lo que disfruta el ganado dentro de sus estrechos cercados; esta civilización no sólo se refugia con complacencia en su disfrute exclusivo de la autonomía y de los placeres que a otros habitantes del planeta les hurtan sus sacerdotes autoritarios; esta civilización, no contenta con eso, se arma de mala conciencia y se siente opresora por predicar la libertad, explotadora por demandar la liberación, irrespetuosa por ejercer de viva voz y sin complejos la peculiaridad que la caracteriza y le da lo más valioso de su ser, la libertad de crítica, la libertad de expresión. Esta civilización se está convirtiendo en una mierda. Esta civilización añora dictadores, ayatollahs, hogueras, sacrificios humanos. Esta civilización quiere perecer, para que vengan los bárbaros y vuelvan los relojes de la historia a ponerse a las cero horas. Parece que queremos acabar con todo para morir con la fruición de pensar que fuimos los últimos hombres libres.
No se trata de defender nuestras razones como las únicas buenas o las insuperables. Se trata de defender la razón. Porque los que matan por la fe no dan razones ni pretenden, por tanto, que se atienda a las suyas. Niegan la razón a base de pura fuerza. Niegan a cualquier dios que no provoque el vómito. Niegan la humanidad. Sus oraciones sólo puede entenderlas como blasfemia cualquier persona de bien: blasfemia contra los semejantes y blasfemias contra cualquier dios posible. Porque un dios que nos prefiera estúpidos no es un dios que merezca el nombre ni, menos, la adoración. Si en eso hemos de acabar, mejor sería morir, a qué tanto miedo. Y líbrenos el demonio de acabar en el paraíso, ese paraíso de siervos y sumisos con las manos manchadas de sangre inocente.
Y todo lo anterior lo escribe un ateo, conste. Un ateo que sólo aquí puede serlo y proclamarlo sin riesgo para su vida. Por eso siento como traidores a todos esos otros ateos que babean ante las atrocidades, los abusos y la inhumanidad de algunas variantes de algunas otras culturas. Idiotas, puros idiotas, renegados, nostálgicos del látigo. Cobardes más considerados con los verdugos que con sus víctimas. Ya me gustaría verlos cimbreando su cinturilla y con su porte decadente en Riad, por ejemplo, proclamando allí el respeto igual para todas las culturas o defendiendo, allí, el respeto a las creencias de los ateos. Les iban a dar de lo que les gusta, al parecer.

15 octubre, 2006

Mimosas

Cuánto sobresalto. Ayer abrí La Nueva España, periódico de mi tierra astur, y me topé con una noticia sorprendente: el Gobierno asturiano quiere prohibir las mimosas. Toma castaña, pensé, ya estamos otra vez con las cuestiones de género. Claro, me dije, esa actitud de mimo, esos pucheritos, esa manera de dejarse querer y buscar el arrullo del varón, degradan a la fémina a una condición subordinada, le dan aire de debilidad, hacen que se la vea vulnerable y que el macho se envanezca y acabe creyéndose cosas que no son. Que las prohíban a todas y seguro que desciende la violencia doméstica. El que quiera mimo, que lo busque clandestino. Ya me imaginaba los eslóganes de la campaña: “si tú mimosa, él tu oso”, “no mimo al memo”, “la que mima mama”, “mímate a ti sola: la masturbación es mejor que el mimo al malo”, “que lo mime su madre”, “si mimas eres mema”, “ponte borde por San Valentín”. Y así.
Parece que llega el tiempo de la mujer recia por prescripción legal, me dije ante la noticia. Damas hirsutas, señoras destempladas, bigotes disuasorios, artes marciales en lugar de amatorias, broncas de órdago, jaquecas permanentes y sin tregua. Ardía en deseos de leerme completa la norma legal asturiana. Igual que partió Pelayo de Covadonga para empezar la Reconquista, arrancan ahora de Oviedo las nuevas amazonas para evitar toda conquista nueva, para que no las aguante ni su padre, de tan antipáticas y distantes. Abajo el mimo, la ternura que se la busquen pagando, el que quiera arrumacos que se quede en casa de su mamá. Se llenaba mi cabeza de preguntas: ¿qué sanciones preverá la norma para la mujer que tenga algún momento de flojera y se pierda con su hombre en requiebros? ¿Habrá incentivos para la que aguante años sin sonreírle a un tío? ¿Créditos blandos para las tipas duras? ¿Estará permitido el amor romántico entre chicas o se castigará también? ¿Hay alguna medida contra los hombres mimosos? ¿Juega aquí la discriminación positiva? ¿Qué opinará el TC?
He de reconocer que el modo en que la noticia aparecía en el diario era un tanto extraño, cuando menos. Así rezaba el titular: “El Principado declara en extinción 4 aves y quiere prohibir las mimosas”. Sorprendente. Dándole vueltas, se me ocurría que a lo mejor lo de las cuatro aves era una ocurrente metáfora, referida a los pajarracos machistas, cuervos, buitres, que se aprovechan siempre de la bondad de las mimosas. Pasaba uno al desarrollo de la noticia en páginas interiores y resultaba que de las mimosas no se decía ni pío, mientras que se extendía el reportaje en consideraciones de este tenor: “El plan de recursos naturales elimina la protección a la nutria y a la rana común por considerar que su población ya está recuperada”. Ya entiendo, pensé, este asunto de las mimosas lo va a meter nuestro astuto Gobierno autonómico en una norma de tema ecológico. Al fin y al cabo, tiene que ver con las relaciones entre los géneros, por lo que toca el asunto de la reproducción de la especie y tal y cual. Más aún, está muy bien pensado, pues alguno se preguntará si la arisca disposición femenina que la ley propicia no rebajará a tal punto la continuidad de la especie como para que un día corramos tanto riesgo de extinción como las ranas esas. Otro eslogan al canto: “reprodúcete sin mimos, fría como rana”.
Así que lo parco de la explicación periodística me dejó con las ganas de saber mucho más. Hoy, sin embargo, fue a más mi desconcierto. Doy en el mismo periódico con un artículo de Javier Neira titulado “Mimosas libres” y que comienza de esta guisa: “El Gobierno astur quiere prohibir las mimosas. Buen motivo para declararse en rebeldía y a fecha fija: equidistantes entre el solsticio de invierno y el equinoccio de primavera, cuando la luz ya lleva mes y medio creciendo y el frío, sin embargo, alcanza aun su límite de crudeza, aparecen las mimosas como anuncio de mejores tiempos o lo que es lo mismo, por San Blas, la cigüeña verás”. Pura poesía, me digo, propia de un macho que, para colmo, asocia a las mimosas con la venida de la cigüeña. La vieja obsesión reproductiva del varón, que donde ve dama amable ya se imagina llevándosela al huerto para poner la semillita y toda esa parafernalia falócrata.
Cuando ya casi decido que me rindo es cuando, poco más abajo, descubro la siguiente explicación: que el Gobierno asturiano quiere prohibir las mimosas porque son originarias de Australia. Esto va a ser cosas de genetistas, como ésos que dijeron el otro día, después de detenidísimos análisis de ADN y de cosas peores, que los ingleses descienden de gallegos. Je, y los gallegos que andaban organizando festivales celtas porque se pensaban hijos de navegantes de allá arriba. Deberían ser los británicos los que cada verano organizaran romerías con muñeira y rapa das bestas. Y ahora nosotros con las mujeres lo mismo. Cada vez que una te da unos besitos -a escondidas, claro, no vaya a verla un guardia- deberías regalarle un cangurito de peluche y llamarla mi dulce aborigen australiana.
Pero, con estos gobiernos, puede que nos convenga más emigrar a Australia. Directamente.