31 diciembre, 2006

Feliz 2007, amigos

No soy muy dado a toda esta parafernalia de las felicitacines y los eslóganes navideños, pero hoy me pide el cuerpo mandar un abrazo con buenos deseos a los amigos que tanta compañía me han hecho aquí, obligándome a menudo a reflexionar más, a corregirme, a aclararme las ideas, compartiendo alegrías, cabreos, penas y consuelos, prolongando a veces la amistad más allá de lo virtual.
Ya vamos camino de las setenta mil visitas y este año han sido cincuenta y cinco mil. De ninguna otra manera podríamos tantos haber hablado tanto.
Así que un abrazo para todos y que el nuevo año nos mantenga activos y contentos. Que tiemble el mundo, que allá vamos.

30 diciembre, 2006

Atentado

La tentación de no decir nada sobre el atentado del que habla hoy todo el mundo es fuerte. Pero ya que hace meses escribí aquí para mostrarme escéptico y algo crítico con el llamado proceso de paz, debo decir ahora al menos que lamento de verdad que las cosas hayan acabado así, de momento. Por muy truhán que Zapatero me parezca, y me lo parece, sería consuelo de muy tontos alegrarse de que la jugada le haya salido mal, pues ese mal lo será seguramente más para los ciudadanos que para él mismo, que ya se inventará otro lema para ganar elecciones o ya buscará maneras de ponerse a salvo de toda culpa.
Tampoco le veo especial gracia a hacer leña de ese fracaso. Para los que no creemos gran cosa en sus optimismos forzados ni en su sonrisa postiza no resulta gran sorpresa. Pero, al fin y al cabo, la política se ha convertido en cuestión de fe y los que siguen al hábil iluminado de prosa esquiva y consigna fácil seguirán confiando en sus dotes de negociador visionario y político con baraka. De todos modos, por qué no escribir algo sobre todo esto, sin acritud, que decía aquél.
Acabo de escuchar sus declaraciones de las seis de la tarde y observo que se le ha mutado la semántica. Ha dicho tres o cuatro veces que hay que ganar la batalla al terrorismo. Caray, pasamos sin transición al lenguaje bélico, usual hasta ahora en la derechona y tan impropio de un pacifista con su talante. A las barricadas y no pasarán. Cualquier día lo veremos convertido en guerrero sin antifaz y no daremos crédito. Adaptarse o morir electoralmente, vaya por Dios. Ya es triste que en este país los ritmos electorales los marquen los terroristas, unos u otros. No sé si será indicio de madurez ciudadana, precisamente. Pásalo. Para colmo, una hora antes era el del flequillo y los cuellos redondos el que, hablando en nombre de una Batasuna a la que todos los periodistas se refieren como “la ilegalizada Batasuna”, insistía en que se debe seguir buscando la paz y anunciaba nuevas iniciativas de su grupo, que vaya usted a saber qué grupo es, y de la izquierda abertzale, que vaya una izquierda de los cataplines. Si tamaños cretinos cobardicas son izquierda yo debo de ser monje trapense, como mínimo. Pero es lo que hay, por lo visto.
También ha afirmado Zapatero que seguirá buscando el consenso con todas las fuerzas políticas para acabar con el terrorismo. Seguirá, dice. Si lo hace todo tan a conciencia como buscar consensos, echémonos a temblar. Hasta ahora parecía que el lema era divide y vencerás, vencerás en las elecciones. Pero seguro que todo esto son prejuicios míos, miopía pura. El otro día le ofrecí una manzana a uno y le dije la tomas o la dejas. La rechazó. No estaba por el consenso, qué talante tan jodido. Por tanto, entiendo a Zapatero, cómo no.
Pero dejémonos de frases propias de tertuliano barato y planteémonos enigmas. Porque tengo por enigmático casi todo lo ocurrido en estos meses. Vamos a ver. Zapatero tenía un plan, pero parece que no una estrategia, igual que Santa Marta tenía tren, pero no tenía tranvía. Había que negociar con ETA, con Batasuna o con el sursum corda el final del terrorismo, aprovechando, entre otras cosas, que los etarras estaban cayendo como moscas en manos de la policía, que ETA estaba infiltrada hasta los tuétanos y que el personal, incluidos los vascos, ya no lleva los atentados mortales con la paciencia de antaño, pues parece que se nos quitó la vieja miseria del “algo habrán hecho”. Bueno, ¿y qué negociamos? A lo mejor el Presidente, optimista donde los haya, pensaba de buena fe que sólo había que pactar las condiciones de una rendición honrosa: vosotros entregáis las armas, pedís perdón, juráis que nunca mais y el Gobierno os da indultos para unos presos y acercamientos y redenciones de pena para otros. Creer que alguien va a rendirse supone pensar que o perdió la fe en sus objetivos o se siente tan acorralado que da por perdida la batalla. Digo yo que después de unos cuantos contactos ya será posible detectar si la moral del adversario está tan decaída o si era el optimismo de uno el que se había desbordado sin ton ni son.
Sentado que los etarras no querían rendirse por las buenas, y bien claro que lo venían dejando sus portavoces legales ilegalizados, las alternativas parecían claras: o rompemos nosotros la baraja o les pagamos el precio que piden, al menos en parte. Puestas las cosas así, tienen más aspecto de compraventa que de donación al que se rinde. ¿Y qué precio les pensaba pagar Zapatero? ¿Se creía que los iba a engatusar con un par de espejitos y cuatro bisuterías? Supongo que sí, pues si quería o se atrevía a ofrecerles más (Navarra, referendum de autodeterminación...), tiempo tuvo para hacerlo. O el Otegui miente (cosa que sería para rasgarse las vestiduras, dada la estricta moralidad del sujeto y la pureza de su corazón) o el Gobierno no les había ofrecido nada más que algunos gestos a costa de Pumpido. Pues ha vuelto el batasuno a repetir que el Gobierno no había movido un dedo y que hasta se jacta de haber cedido menos que Aznar en sus tiempos. Entonces, ¿qué negociación era esa?
Zapatero se escudaba en que sin violencia no habría nada que negociar y con esa condición recibió el respaldo del Congreso. ETA declaró un alto el fuego permanente que ha dejado hoy mismo de permanecer, así es la triste condición de los asuntos humanos, que duran lo que duran. Pero pasó medio año casi sin violencia, pues la que ha existido al final en las calles del país vasco no parece que fuera obstáculo para el “proceso”. En ese tiempo, ¿Zapatero qué hizo?, ¿cómo negoció?, ¿qué ofreció?, ¿llegó a enterarse de lo que los otros pedían y a creérselo, o pensaba que iban de farol como él? Si no se enteraba, malo; si se enteraba y hacía como que nada, pensando que entre que haces como que negocias y renegocias se pasan tres o cuatro elecciones generales, peor.
Muchos peperos y asimilados venían advirtiendo de que el Presidente ni tenía un plan ni nada, que lo suyo era puro voluntarismo e improvisación a mansalva. A mí me parece que sí tenía uno, el de siempre, el propio de su condición profunda de frecuentador de los vapores de Mississipi baraja en ristre: metérsela doblada (con perdón; ya sé que tengo que reciclar mi lenguaje asistiendo a algún cursillo ad hoc), engañarlos a base de quiebros y requiebros, salirse con la suya a costa de movimientos de cintura y sonrisas amorosas. Le salió igual que las demás veces que lo ha intentado con otros, como en Cataluña: de puñetera pena. Pero si hasta Montilla se le subleva. Lo malo de los grandes jugadores es que a veces se ciegan y se creen tocados para siempre por la fortuna; o que confían en exceso en la habilidad de sus dedos y no piensan que, por mañoso que seas, siempre te vas a topar un día con alguien que te deje con el culo al aire.
Puestos a hacer planes para el siguiente proceso de paz (apuesto a que la próxima vez, si le toca a él, cambia el término y lo llama de otra manera, conquista de la paz o algo así) y para nuevas negociaciones, convendría escarmentar con esta experiencia (y las anteriores, desde luego) y que quedaran claros algunos puntos. Uno, que un plan es un plan y no un simple conjunto de buenas intenciones. Dos, que si queremos que la sociedad y todos los partidos respalden ese plan, deberán primero conocerlo, pues lo contrario es pedir un cheque en blanco, un acto de fe que, en su caso, requeriría verdaderos dioses y no esto. Tres, que la parte esencial de ese plan es el precio que se está dispuesto a pagar, el límite al que se puede llegar. Y, cuatro, que el primer día en que se negocia con individuos de la calaña de los etarras se les debe dejar bien clarito cuáles son esos límites, hasta donde puede alcanzar el precio, para que no se llamen a engaño ni se crean lo que no es, con la advertencia bien seria de que si no pasan por ahí nos vamos y nos vemos en la calle.
Dicho todo esto, quieran los hados que no vengan tiempos peores y ojalá pronto algún negociador serio consiga la paz por las buenas. Y si es Zapatero, albricias, se habrá merecido ese Nobel con el que dicen que sueña. Pero lo dudo, que decían los Panchos. Y ojalá me equivoque, palabra.

¿Individualismo católico?

Me dirán muchos que no soy quien para opinar sobre asuntos religiosos, dada mi condición de ajeno a la fe. Pero la curiosidad es libre y la reflexión sobre la religión actividad muy conveniente para cualquiera que tenga una mínima inquietud sobre los fenómenos que mueven el mundo. Y por qué no ha de interesar a los creyentes el punto de vista de los que no compartimos sus principios.
Publica hoy el Corriere della Sera un artículo de Bruno Fassani, sacerdote y columnista de dicho periódico, sobre el individualismo católico, asunto que me parece muy sugerente. Se refiere a la polémica desatada por la muerte el 20 de diciembre de Piergiorgio Welby, después de que un médico le desconectara, a petición suya, los medios que le mantenían durante años con vida forzada. Un caso claro de eutanasia. La autoridad eclesiástica, que condena tajantemente esas prácticas, se negó a realizar un funeral religioso por el fallecido, con lo que aumentó el debate sobre el significado de la fe católica y el papel de la Iglesia.
Muchos han reprochado la falta de piedad eclesiástica, con el argumento de fondo, erróneo según Fassani, de que “los Evangelios son una madre misericordiosa y la Iglesia solamente una madrastra”. Desde el “buenismo” (Fassani usa esta expresión) que inspira tal idea, se entiende que la opinión sobre temas morales como éste es puro arbitrio del creyente, guiado sólo por su personal sentimiento de misericordia, y no asunto en el que la Iglesia tenga derecho a imponer su disciplina. Ese “individualismo religioso” hace de los modos de la fe católica un tema de libre apreciación de cada creyente y niega el papel de la obediencia de los fieles en el seno de la Iglesia. La fe tendría un carácter puramente “sentimental”, sería cosa del sentimiento bondadoso de cada uno, sin más guía que el Evangelio, libremente interpretado por cada cual. De ese modo “se privilegia un qualunquismo new age, en el que todas las religiones se ven como equivalentes y donde todos los comportamientos acaban por ser equiparados bajo el paraguas de la misericordia”. Quedaría privada la Iglesia de todo derecho a mantener su propio proyecto y a dictar las reglas que gobiernan su identidad y la pertenencia común de sus fieles, convirtiéndose así la Iglesia en institución religiosa inútil y dejando a los partidos la competencia exclusiva para decir qué sea o no sea el bien en cada caso. Naturalmente, ese punto de vista individualista indigna a Fassani, que defiende la función que a la Iglesia le compete como intérprete supremo del dogma católico y guía moral de sus miembros.
Hasta ahí el breve artículo del cura Fassani. No me compete opinar sobre el fondo, pero sí me parece que hay mucha razón en su diagnóstico del modo que tienen de entender y practicar su religiosidad muchos que se dicen católicos. A menudo les digo a amigos católicos que su fe se parece mucho más a la práctica protestante de la libre interpretación y el libre examen que a la recia y jerárquica disciplina que el dogma católico exige por definición; que, todo lo más, podrán afirmarse cristianos a secas o, incluso, religiosos ligith, con una fe prêt-à-porter, de la talla de cada uno. Practican una religión a la carta, rechazando todo contenido dogmático de la fe que no se adapte a su manera de entender el mundo y, sobre todo, a sus personales gustos e intereses. De ahí la sorpresa que uno experimente tan frecuentemente cuando observa con qué desenvoltura gran parte de estos supuestos creyentes del catolicismo viven como quieren, se divierten como más les agrada y se otorgan a sí mismos todas las indulgencias, a base sólo de proclamar que es su conciencia, inspirada en una pura sensibilidad personal con leve inspiración esotérica, la que les dicta en cada ocasión qué sea el pecado, qué verdades de fe “oficiales” les merecen consideración o desprecio y qué comportamientos resultan pecaminosos o compatibles sin tacha con su credo. Es tan fácil, egoísta y superficial esa actitud que acaban muchos de ellos por profesar una moral personal mucho menos exigente, mucho más versátil y personalmente placentera, que la de otros que cultivan una estricta moral laica exenta de pretensiones trascendentes y de arraigo en textos sagrados o iglesias.
No es mi problema y allá cada cual. Pero reconozcamos que a veces resulta molesto verlos disfrutar con tanto salero, tan buena conciencia y tanta convicción de que hacen lo debido mientras se comportan como les da la gana. Religiosidad a medida, ley del embudo, unidas a una profundísima ignorancia de los fundamentos mismos de la religión que dicen que profesan, la católica. Hace bien la Iglesia católica en mantenerse en sus trece, al menos para que a los que no creemos en ella se nos pueda diferenciar por algo más que las cuestiones puramente nominales. Y para que los que se dicen sus fieles no se la tomen por el pito de un sereno, mientras se lo pasan estupendamente con la conciencia más tranquila que nadie.

29 diciembre, 2006

¿Quién responde por la mala suerte? 1.

Tengo pendiente y estoy con ganas de responder a la interesante pregunta de LazyGirl sobre asuntos de responsabilidad de niños y mayores. Será en el post en el que continúe éste. Y también hace falta escribir algo sobre el sentido de la motivación de las sentencias judiciales, vista la polémica que se ha organizado a propósito de la sentencia que el otro día se comentaba aquí. Todo se andará, si sobrevivimos a tanta cena y tanta cosa navideña. Pero hoy toca un poco de divulgación filosófico-política.
Quien no esté para quebraderos de cabeza que se salte este largo post tranquilamente, que ya vendrán otros más gratos.
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Nuestras vidas están condicionadas por la suerte, buena o mala, de múltiples y muy variadas maneras. Enumeremos algunas de las que dan lugar a sesudos debates jurídico-políticos.
Tenemos en primer lugar la suerte al nacer, que tiene dos vertientes: los dones naturales con que venimos al mundo y la cuna en que nacemos.
a) Los dones con que nacemos.
Cada persona nace con unos atributos y capacidades propios y con unas predisposiciones originarias que condicionarán sus posibilidades vitales: capacidad intelectual, prestancia física, fuerza, temperamento, etc. Luego vendrán la educación y el medio social a moldear esas características (esto tiene que ver con el punto siguiente), pero ya dicen en mi pueblo que de donde no hay no se puede sacar. Del mentalmente torpe no podemos esperar que triunfe en la ciencia, al mudo de nacimiento no le cabe hacerse rico cantando, el enclenque no será campeón mundial de lanzamiento de peso, del que posee un temperamento indolente o apático no podemos pedir enormes esfuerzos de voluntad para convertirse en ejemplo de self-made-man.
En una sociedad en la que las oportunidades vitales, el triunfo y la riqueza se reparten desigualmente, algunos tienen por naturaleza menos posibilidades que otros de convertirse en ganadores y de maximizar su bienestar con sus propias obras. Si usted ha salido mentalmente obtuso, débil, feo y con un par de taras corporales o psíquicas va a vivir con más pena que gloria. Es lo que algunos autores han llamado la lotería natural, en la que a cada uno le a tocado en suerte lo que le ha tocado, sin que en su mano estuviera cambiar esa parte de su destino. Y la pregunta es: ¿quién responde de esa mala suerte? ¿deben los que mejor viven gracias a sus dones y talentos naturales contribuir con sus ganancias para hacerle la vida mejor a los más desgraciados? ¿hasta qué límite, en su caso?
La filosofía política tiene uno de sus cometidos primeros en determinar cuál es la más justa organización de una sociedad, lo que equivale a establecer, en términos de John Rawls, cuál es la mejor distribución de beneficios y cargas, de ventajas y desventajas en un grupo social, por ejemplo entre los ciudadanos de un Estado. A propósito de esta primera suerte o lotería vamos a ver el primer enfrentamiento entre filosofías individualistas radicales (los que los norteamericanos llaman “libetarians”) y filosofías más sociales o socializadoras. Los primeros aplican a este asunto el lema de que al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Un ejemplo es Robert Nozick. Cada ser humano es único y su particular y específica identidad viene dada en primer lugar por sus atributos naturales y sus circunstancias –de las circunstancias sociales hablaremos en el punto siguiente- . El primer derecho de cada uno es ser lo que es, siendo dueño de sí mismo tal como es. Perdón por el galimatías. Quiere decirse que cada cual es dueño de su vida a partir de ser dueño de su atributos personales. Según su modo de ser, cada uno se forja sus planes de vida y los realiza en la medida en que sus personales condiciones se lo permiten. Puede que muchos sueñen con ser astronautas, pero no todos serán capaces; todos, o casi, querrán ser ricos y poderosos, pero pocos estarán en condiciones de lograrlo, ya mismamente por sus talentos, su capacidad de trabajo y esfuerzo, etc. Ser dueño de la propia vida significa usar la propiedad que uno tiene de sí mismo, de su ser con sus atributos, para elegir la vida que quiere y tratar de realizarla. Existe una vinculación ineludible entre propiedad de uno mismo, identidad y autonomía para realizar los propios planes de vida. Mis planes de vida y el grado en que los cumpla son parte de la propiedad de mí mismo. Si alguien me impide seguir mi camino en la medida que mis cualidades personales me lo permitan, me está expropiando de mi libertad, me está despersonalizando. ¿Deben pues los que más consiguen ser compelidos a repartir lo que obtienen con los que carecen de las aptitudes para lograrlo? Estos individualistas radicales contestan negativamente, en la idea de que tal obligación de repartir equivale a expropiar al sujeto de todo o parte de su ser. En una sociedad que fuerce a los más agraciados en la lotería natural a repartir el fruto de su capacidad, mérito y esfuerzo con los naturalmente menos afortunados tiene lugar una pérdida de identidad de los sujetos, que ya no serían tratados como personas distintas y autónomas, que son expropiados de todo o parte de su ser, pues componente elemental del ser de cada uno son esas capacidades y los frutos de su empleo. Un modelo uniforme de ser humano o ciudadano se impone frente a la diversidad natural que hace a cada persona un ser único.
¿Qué responden los no individualistas, como Rawls? Pues que lo justo es que cada cual tenga lo que merece. Pero ¿qué merece cada uno? Aquello que sea el mero resultado de una actividad suya que no resulte simple aprovechamiento de lo que le tocó en suerte sin haber hecho personalmente nada para lograrlo. Aquel al que le toca la lotería no puede decir que tiene los millones del premio porque los ganó merecidamente. No los merecía, le tocaron por azar. Lo mismo pasa con la lotería natural, pero con una peculiaridad adicional: al que le toca el premio en un sorteo puede al menos decir que él decidió jugar, jugar precisamente para tratar de obtener ese premio, y que gastó un dinero en comprarse el boleto. Con la que llamamos lotería natural no pasa ni eso, pues a nadie le piden permiso para nacer ni para venir con estos o aquellos dones o lastres. Y el que tiene buena fortuna ni siquiera la buscó apostando nada suyo.
Así que autores como Rawls mantienen que mis talentos son míos, sí, pero que no los merezco, pues nada he hecho para conseguirlos que pueda contar como fundamento de tal merecimiento. Yo no tengo por qué apuntarme como merecidos los regalos del destino. Por lo mismo, tampoco merece en ese sentido su desgracia aquel al que le vinieron mal dadas al nacer. En consecuencia, en una sociedad justa se deberán fijar unos estándares mínimos de vida digna y ese mínimo habrá de asegurarse por igual para todo el mundo, listos y tontos, hábiles y torpes, esforzados y perezosos de nacimiento. Esto implica redistribución de la riqueza, con su secuela inevitable de restricción de la libertad. Cuanto más altos sean esos mínimos de vida digna garantizados a todo el mundo, mayor será igualmente la redistribución de la riqueza, la intervención coercitiva del Estado sobre la capacidad de libre disposición de los ciudadanos y, por tanto, las limitaciones de la libertad; y mayor será el grado de igualdad material que entre los ciudadanos se establezca. Veamos esto con brevedad antes de pasar al siguiente punto.
En uso de mi libertad yo empleo mis cualidades para obtener bienestar. Estudio, discurro, invento, trabajo, me esfuerzo para lograr las cosas que ansío y que, de una u otra forma, se compran con dinero. Si mi pasión es la cultura, pongamos por caso, querré comprarme libros, tener un buen ordenador con el que escribir mis textos, pagarme carreras, cursos de idiomas, etc. También es probable que quiera vivir en una casa en la que quepa una buena biblioteca y donde el ruido no me moleste o la luz no me la tape un rascacielos a veinte metros. Pongamos que consigo con mi capacidad y esfuerzo los medios para tener todo eso en alta medida. Si viene el Estado y me arrebata una parte de mi ganancia para proporcionarle sanidad o educación o vivienda al que no nació muy apto para ganarse la vida y asegurarse tales condiciones vitales mínimas, mi libertad se ve restringida, pues parte de lo que en uso de mi libertad obtuve me es arrebatado por las malas y, con ello, he estado trabajando, en esa proporción, no para realizar mis planes de vida, sino para que otros tengan lo que no son capaces de conseguir por sí. Padece la libertad de los individuos mejor dotados por la naturaleza, pero gana en igual medida la igualdad entre todos los individuos. Pura dinámica de fluidos; de fluidos axiológicos, como si dijéramos.
Para los ultraindividualistas ninguna compensación de las suertes naturales justifica el sacrificio de un solo ápice de libertad de nadie, por ser la libertad, como se ha dicho, el componente esencial y único de la identidad humana, lo que propiamente nos hace personas y nos diferencia de los puros objetos que cualquiera maneja. Los menos afortunados en la lotería natural también son libres y allá se las compongan si no les da para más. En cambio, para los partidarios de hacerle sitio también a la igualdad, no es la restricción de la libertad lo que nos deshumaniza; también lo hace el hallarnos privados de toda expectativa que no sea la del puro padecer sin remisión hambre, frío, enfermedad o ignorancia.
¿Cuánto de igualdad preconizan, pues, los igualitaristas? Depende. La escala va desde los autores que han defendido un igualitarismo radical con fortísimas restricciones a la propiedad privada, al modo del viejo ideal comunista (de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades), hasta las posturas liberal-socialdemócratas, que se conforman con que el Estado asegure a los menos favorecidos por la suerte los estrictos mínimos vitales que permitan con propiedad y sin sarcasmo tenerlos por seres libres que no están a priori excluidos de toda participación real en la vida social.

b) La cuna en que nacemos.
Aquí nos referimos al medio social en el que nace cada uno, medio que va a condicionar fuertemente su futuro, sus posibilidades y expectativas vitales. No va a ser igual de fácil o difícil la vida del que viene al mundo en una chabola de un suburbio misérrimo que la del que nace en la calle Serrano de Madrid, hijo del presidente de algún importante banco. ¿Alguien apuesta sobre cuál de los dos tendrá mayores posibilidades de llegar a banquero o arquitecto o ministro o funcionario público de alto nivel o presidente del consejo de administración de cualquier gran empresa? Y eso con bastante independencia de los dones naturales de cada cual. Es difícilmente discutible que en sociedades fuertemente desiguales es más probable que obtenga un trabajo importante y bien remunerado el hijo medio lerdo de una familia muy rica que el hijo inteligentísimo de una muy humilde. Podríamos llamar a esto la ley del mérito personal en las sociedades: cuanto menos igualitarias éstas, menos cuenta el mérito personal y más determinante resulta el status social, especialmente el estatuto económico.
Para el pensamiento individualista tradicional forma parte de mi libertad y de la correspondiente propiedad de mí mismo el trabajar y querer acumular medios o riqueza para transmitir a mis hijos. De ahí que el derecho de herencia, entendido como el derecho de cada uno de disponer libremente de sus bienes para después de su muerte, se tenga por un derecho fundamental que es mera prolongación o secuela de ese derecho de propiedad que es la otra cara de la libertad. Si lo que da sentido a mi vida, supongamos, es trabajar duro y esforzarme al máximo para que mis hijos mañana tengan su vida asegurada, gravar con fuertes impuestos la transmisión hereditaria de mis bienes o impedir que los transmita a quien yo quiera supone restarle a mi vida parte de su sentido, deshumanizarme de nuevo. Por otro lado, si lo que yo he ganado lo he ganado legítimamente, sin robar ni arrebatárselo de modo ilícito a nadie, es mi mérito, y no dejarme disponer de ello es no respetarme ese mérito. Aquí los individualistas resaltan el merecimiento del que obtuvo una posición social y económicamente ventajosa como fundamento de que se respete también su libre disposición de sus bienes, incluso post mortem. ¿Por qué –preguntarían- lo que yo gano con la vista puesta no sólo en mi personal disfrute, sino también en el futuro de mis hijos, va a tener que ir a parar, redistribuido por el Estado ahora –vía impuesto sobre la renta, por ejemplo- o a mi muerte –vía impuesto de sucesiones-, a mejorar la vida o las expectativas de los hijos de otros? El que quiera mejorar su suerte o la de sus hijos, que aplique el mismo esfuerzo o la misma inteligencia que yo apliqué.
Los igualitaristas van a echar mano también de la idea de mérito, pero de otro modo, preguntándose que con qué merecimientos va a disfrutar su desahogada posición económica y su bienestar el que recibe una fortuna de sus padres y se limita, por ejemplo, a vivir de las rentas o a multiplicar la fortuna heredada. Los igualitaristas ponen en juego un criterio complementario de la noción de mérito: el de igualdad de oportunidades.
Una sociedad competitiva y no perfectamente igualitaria, en la que la situación de cada sujeto no venga asignada autoritativamente por el Estado, se parece a una competición atlética, una carrera, por ejemplo. En una tal carrera reconocemos que ha de ganar el más rápido, que será normalmente el más dotado para tal esfuerzo y el que mejor y más celosamente haya entrenado. Pero la justicia del resultado final de la competición dependerá de algo más que de las dotes atléticas naturales y el esfuerzo de los competidores: dependerá también de las reglas que regulen la competición. Veamos cómo.
En una carrera así habrá una línea de salida y una meta. Gana el que primero llega a la meta. Pero ¿qué diríamos si el punto de salida es diferente para cada concursante? Imaginemos que para uno la línea de salida está a cinco mil metros de la meta y para otro está a cien metros. ¿Cuál de los dos tendrá mayor posibilidad de triunfar? Obviamente, el segundo. Si este segundo, en lugar de correr, se queda sentado, perderá, sin duda. Pero si los dos corren todo lo que pueden, la victoria será del segundo. ¿Podrá decir que venció por sus méritos, puesto que corrió todo lo rápido que fue capaz? Algo de mérito tendrá, sí, pero su triunfo será, con todo, escasamente meritorio, pues simplemente utilizó como era de esperar la enorme ventaja con la que partía. El resultado era perfectamente previsible en circunstancias normales, pues las muy inequitativas reglas de la carrera lo condicionaban casi por completo.
Ahora pongamos el caso en la competición social por el bienestar. Imaginemos que dos personas, con idénticas cualidades naturales (inteligencia, voluntad, fortaleza) desean igualmente llegar a la presidencia del consejo de administración de un importante banco, ya sea por lo que supone de realización personal un puesto así, ya por la gran ganancia económica que representa. Una de esas personas ha nacido en una familia muy pudiente, ha recibido una educación muy selecta, ha podido desde su infancia cultivar su cuerpo y su espíritu, ha tenido plenamente garantizados también la sanidad, la vivienda, el ocio, etc, y, además, ha recibido en herencia una importante fortuna y se ha codeado siempre con los grupos socialmente privilegiados. La otra, que ha venido al mundo en un medio mísero, apenas ha podido hacer más que luchar para sobrevivir al hambre, la enfermedad, la incultura y la desesperación. ¿Cuál de esas dos personas tendrá mayores posibilidades de consumar su aspiración? Parece indudable que la primera. ¿Por qué? Porque las reglas que presiden su competición no son equitativas, son tan inicuas como las de la carrera en el ejemplo anterior.
Los individualistas radicales mantienen que la consideración a la sagrada libertad de cada cual tiene el precio de que cada uno ha de apechugar con su suerte, con el resultado que le deparen las dos loterías: la lotería natural, que antes hemos visto, y la lotería social, de la que ahora estamos hablando. Los igualitaristas, por el contrario, consideran que la suerte de cada individuo en sociedad no puede estar al albur de loterías, pues tal cosa equivale a dar por bueno que sea el azar el que gobierne el destino de cada ser humano. Y ni siquiera la libertad se cumple cuando cada uno compite bajo condiciones desiguales en las que no puede influir. ¿De qué me vale plantearme objetivos que en teoría –igualdad formal o ante la ley- puedo alcanzar, si en la práctica las reglas de organización social me los hacen inviables? No soy libre si mi libertad es meramente la libertad de desear, mientras que otros, no superiores a mí en capacidad o méritos, pueden conseguir lo que se proponen y hacer de sus deseos realidades mucho más fácilmente que yo.
¿Cómo podemos introducir equidad en la competición? Procurando que sean justas las normas que la rigen. En el ejemplo del atletismo, estipulando que todos los corredores arranquen de la misma línea de salida. En el caso de la vida social, procurando que las diferencias de partida debidas a la suerte social de cada uno se amortigüen en grado suficiente para que cada uno tenga idénticas posibilidades de alcanzar la meta con el solo concurso de su mérito y su esfuerzo. Aquí es donde opera el principio de igualdad de oportunidades.
Igualdad de oportunidades en el ejemplo de la carrera quiere decir que los corredores deben partir de la misma línea de salida, que sus posiciones al inicio deben estar equidistantes de la meta. A lo que se añade que en ninguna de las calles por las que cada uno corra debe haber obstáculos que no estén en las otras. La distribución de oportunidades será perfectamente equitativa cuando sea exactamente la misma la distancia para todos y las calles de todos sean idénticas; será tanto más equitativa esa distribución de oportunidades cuanto menor sea la diferencia en el punto de partida y cuanto más parejas sean las calles. Igualdad de oportunidades en la competición social significa que las posibilidades de cada uno en una sociedad competitiva, que admite la desigualdad de las posiciones de sus miembros, no pueden estar determinadas por la lotería social, por circunstancias tales como el haber nacido en un barrio o en otro, en una clase social o en otra, en una cultura o en otra, en una familia u otra, en una localidad o en otra; o de ser varón o hembra, blanco o negro, etc.
Seguramente tienen razón los ultraliberales al afirmar que o admitimos la desigualdad social o matamos la libertad. La única vía para conseguir que todos tengamos lo mismo y que la lucha por la igualdad de oportunidades no sea necesaria es instaurar un Estado autoritario que asigne coactivamente a cada sujeto su posición social, idéntica a la de los otros, sin permitir a ninguno “levantar cabeza”. Y, además, esa pretensión sería internamente incoherente, pues ese Estado dictatorial presupone por definición la diferencia entre los que gobiernan y los que obedecen. Ahora bien, una cosa es admitir que en sociedad unos puedan tener más que otros y otra regular el modo en que se acceda a esos distintos repartos desiguales, asumiendo que lo que hace la injusticia no es la desigualdad en sí, sino la regulación de la manera en que unos puestos u otros se obtengan. No es injusto que en una competición atlética uno quede el primero y gane la medalla de oro y otro quede el último y no gane nada. Pero para que la victoria del primero pueda considerarse justa por merecida, el reglamento de la carrera tiene que asegurar la equidad y limpieza de la competición.
En la competición social entienden los igualitaristas que la justicia de los resultados requiere como condición ineludible la igualdad de oportunidades entre todos los ciudadanos, lo que es tanto como decir, unas equitativas condiciones de la contienda. ¿Cómo se alcanza esa igualdad de oportunidades? Para los que la defienden no hay más que un camino: que el Estado quite a los que han tenido más suerte para dar a los que la han tenido peor. En el caso de la prueba deportiva se trataría de retrasar al que pretende partir muy por delante de la línea de salida y en adelantar al que ha sido situado muy por detrás de ella. En lo referido a la competición social, habrá que detraer medios de los que tienen de sobra para asegurarse –o asegurar a sus hijos- alimento, sanidad, vivienda o educación, para dárselo a los que no tienen con qué pagar esos bienes sin los que no podrán jamás competir equitativamente. Y sin olvidar que durante la competición ninguno debe ser favorecido por trampas como la que en la vida social representa el corrupto favoritismo: que lo que para unos es obstáculo se convierta en ventaja para otro, por ser “hijo de” o “amigo de” o del partido X.
Frente al respeto absoluto a la propiedad que los ultraindividualistas preconizan, los igualitaristas defienden la restricción de la propiedad en pro del –de algún grado de- reparto. Frente a la libertad como pura autodeterminación personal, tal como los ultraindividualistas la conciben, la libertad como posibilidad real, no meramente nominal o teórica, formal, de hacer. Frente un Estado que se limite a asegurar a todos frente al riesgo de homicidio o de robo, pero que no interfiera de ninguna otra forma en la vida social y económica, un Estado que redistribuya y reorganice los resultados de la interacción social cuando éstos se convierten para algunos ciudadanos en destino fatídico. Frente a una idea de los derechos fundamentales de cada uno como derechos a que nadie le arrebate la vida, la libertad y la propiedad, una concepción de los derechos que incluye en la lista de los fundamentales la satisfacción de las necesidades básicas, que son aquellas de cuya satisfacción depende que cada ciudadano no esté condenado por el destino a la inferioridad personal y social. En suma, frente a la pretensión individualista de que cada cual cargue con la suerte que su cuna le depare, la pretensión igualitarista de que la suerte de cada uno no dependa de factores aleatorios que no puede en modo alguno controlar, que no dependen de él.
¿Cuánto han de aproximarse las condiciones sociales de todos los ciudadanos a través de la puesta en práctica de la igualdad de oportunidades? Aquí resurge una de las claves de la polémica entre individualistas e igualitaristas. Los primeros usan dos argumentos principales contra el Estado social e intervencionista. El primero es el ya mencionado de que las políticas sociales redistributivas son incompatibles con el respeto al individuo, cuyo derecho primero, absoluto, es la libertad, entendida como autodeterminación irrestricta en lo que no tenga que ver con el respeto a la vida, la libertad y la propiedad de los otros. El segundo es el argumento de la eficiencia, que podemos resumir del modo siguiente. La interferencia que el Estado lleva a cabo en el mercado, con propósitos igualadores y redistributivos, es ineficiente, en el sentido de que las limitaciones que impone a la iniciativa privada y al espíritu de superación de cada sujeto, disminuyen la productividad y la generación social de riqueza. Y esto por dos motivos: porque los ciudadanos se acomodan cuando la garantía de subsistencia les viene dada por las políticas sociales del Estado y porque dichas políticas tienen unos altos costes de gestión que absorben gran parte de los recursos supuestamente destinados a los más desfavorecidos. Esto último quiere decir que las políticas sociales requieren un extenso aparato burocrático, cuyo mantenimiento es caro, antieconómico. Al final son los burócratas, los profesionales del reparto, el aparato estatal, los que se comen la mayoría de esos recursos supuestamente orientados a mejorar las oportunidades sociales de los más desfavorecidos. De este modo, el problema de la redistribución y la igualdad de oportunidades se transforma en un problema de gestión pública eficiente de los recursos.
Los individualistas piensan que la riqueza que puede producir un mercado no intervenido es tanta que, aun distribuida desigualmente por la única vía de la mecánica espontánea del mercado, acabará por repercutir en una mejor situación para los más desfavorecidos que la que tendrían si el Estado interviniera redistribuyendo para favorecerlos. A más intervención estatal, menos riqueza genera la iniciativa privada en el mercado y menos hay para repartir, con lo que menos les tocará también a los más necesitados. En cambio, los igualitaristas piensan que, aun siendo genuinos los problemas de gestión, la gestión eficiente de los recursos públicos en favor de los más débiles es posible y, además, es fuente de mayor riqueza global, puesto que son más los ciudadanos que se hallarán en condiciones adecuadas para consumir e invertir en actividades productivas.
Tenga quien tenga en esto la razón, lo cierto es que queda establecido un objetivo teórico muy importante: que las políticas públicas para la igualdad de oportunidades deben tener una medida tal que no dañe la mecánica productiva propia de las sociedades que dejan la productividad y la generación principal de riqueza a la iniciativa privada. Esto indica que, al menos como hipótesis, puede ser más beneficiosa, para la sociedad en su conjunto y para los más desfavorecidos en su conjunto, una política de igualdad de oportunidades no plena que una política de total igualación social de las condiciones de partida de los contendientes. Se trata de encontrar el más conveniente equilibrio, en términos de interés general, entre dos polos: el puro abstencionismo del Estado y el total reparto de la riqueza por obra de un Estado autoritario y opresor de las libertades.
Contiuará. La próxima vez nos preguntaremos quién debe pagar por los accidentes y las desgracias que a lo largo de la vida nos pueden ocurrir.

27 diciembre, 2006

Revistas científicas y más de lo de siempre

Puesto a explorar a ratos lo que en materia de ciencia jurídica y teoría del derecho se produce por el mundo, pocas cosas me impresionan más últimamente que las revistas jurídicas norteamericanas. Y no me refiero ahora solamente a la calidad y cantidad de la producción, sino a que la gran mayoría de las revistas jurídicas estadounidenses son ya de libre acceso a través de internet. Quien tenga curiosidad y paciencia puede echar un vistazo pinchando aquí encima. Verá una larguísima lista de enlaces que remiten a todas o casi todas las revistas de derecho de aquel país. Como digo, ahí mismo se puede comprobar que los contenidos de los números actuales y recientes son del libre consulta en la mayor parte de ellas.
Se nos acabó el rollito ese de que no investigamos porque nos falta bibliografía extranjera. Que tomen nota especialmente muchos latinoamericanos. Y aquí no digamos: con los medios bibliográficos de internet, más el magnífico funcionamiento de las bibliotecas universitarias, que a través del préstamo interbibliotecario le consiguen a uno cualquier artículo o libro del mundo en poco más de una semana, a ver por qué no escribimos más cosas y mejores.
Estamos quedando en evidencia por todos los lados. Antes decíamos que no podíamos dar buenas clases por culpa de la masificación. Ahora hay cuatro gatos en las aulas y siguen muchos dictando apuntes amarillentos como antes. Nos quejábamos de falta de medios para la investigación y no es que sean muchos, pero alcanzan más que de sobra para que de cada disciplina en cada universidad salgan al año un par de monografías muy bien documentadas. No curramos porque somos unos zánganos y porque la institución nos quiere así. Y punto. Naturalmente, hay en cada universidad unas pocas excepciones, profesionales que investigan con un pie en la clandestinidad y a base de no perder el tiempo haciendo el chorras en juntas, comisiones o charlas explicativas sobre el proceso de Bolonia. Ay, Bolonia, cuánto pretexto nos estás dando para no hincarla.
Volvamos a las revistas estadounidenses. Es fácil imaginar que una política así repercutirá en una mayor influencia del pensamiento jurídico norteamericano en todo el mundo. Pocas políticas más inteligentes que ésa para la difusión de la producción intelectual de un país. ¿Cómo es posible? Supongo que una razón muy principal se encuentra en que casi todas esas revistas son editadas o financiadas por universidades e instituciones que ponen en ellas gran parte del esfuerzo para procurarse prestigio académico y científico. No hay facultad de derecho que se precie que no cuide esmeradamente su revista. Como aquí. Ay, que me troncho. Cómo es posible que le resulte a uno hoy más fácil conseguir un artículo de la Harvard Law Review o de la University of Chicago Law Review que de cualquier revista nacional de derecho civil, administrativo, penal o filosofía del derecho? Pues porque las nuestras no están en manos de universidades doctas y largas de miras, sino de editoriales privadas que buscan sólo el dinerete de las suscripciones y a las que en muchos casos les importa un bledo lo que allí dentro se escriba. O bien las financia un Ministeiro y entonces sí que apaga y vámonos: ni internet, ni suscripciones bien administradas, ni cumplimiento de plazos, ni difusión de ningún tipo ni nada de nada. Por supuesto, también aquí hay alguna que otra excepción, como la revista Doxa, tan bien llevada por mis estimados colegas de Alicante, con Manuel Atienza a la cabeza. Conste lo que es de justicia.
Claro, uno compara más cosas y no se extraña de que por aquellas salvajes tierras yanquis las universidades se disputen los profesores de mayor solvencia, en lugar de seleccionarlos por ser naturales de la parroquia en la que se ubica el campus, por hablar alguna lengua aborigen o por hacer unas felaciones magníficas.
En fin, que no nos invada la melancolía y no perdamos de vista que a los que aquí somos funcionarios docentes de la universidad nos pagan sólo por dar tres o cuatro clases semanales de promedio –algunos bastantes menos- y a cambio sólo de que achantemos y nos acojamos al principio de to er mundo e güeno (y los rectores más güenos entoavía). ¿Cómo dice usted? ¿Que nos pagan por más cosas, tales como investigar? Por favor, hombre, que me conozco el paño. Si nos pagan también por investigar, ¿por qué no ponen de patitas en la calle al que no investiga ni da palo al agua ni aparece por su puesto de trabajo más que un día o dos cada dos o tres semanas? ¿Que está en casa investigando? Pues a ver, que nos enseñe lo que investigó. No, no vale que nos muestre los trajecitos de ganchillo que les hizo a sus polluelos ni que nos cuente el último capítulo de Amar en tiempos revueltos ni el último pleito que firmó su sobrino. A la puta calle la mitad de la plantilla y luego comenzamos a hablar en serio.
Vuelvo a lo de las revistas y así. Alguien debería ponerse a estudiar en serio la política universitaria, y pública en general, de publicaciones científicas. Mientras las editoriales universitarias sean ese cajón de sastre –y desastre- donde se mete todo lo que nadie más acepta –insisto en que para todo hay excepciones, pero una golondrina no hace verano-, y mientras sea el negocio privado el que dicte qué se publica y qué no –y cómo- seguirá teniendo nuestra labor “científica” e investigadora ese carácter aldeano y miope que ahora la caracteriza. ¿Qué tal un vistazo a los catálogos de las editoras de Oxford, Cambridge, Princeton, etc.? Ya sé que León –v.gr.- no tiene entidad para tan altos vuelos, pero algo se podría intentar. Y no digamos otras universidades de este Estado, que tanto pisto se dan.
Y si no tenemos material decente para rellenar revistas o catálogos, hagamos al menos antologías de las actas de nuestras juntas, comisiones, consejos o claustros, que de eso sí sabemos un güevo.

26 diciembre, 2006

La Monda Juridica. Una de niños imposibles y padres que pagan.

Entre las obsesiones de este blog se cuentan el descontrol infantil y el despendole judicial, amén de otras que no necesito mencionar. Para seguir con el propósito de comentar de vez en cuando una sentencia curiosa, traigo esta vez a colación la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala Primera, de 10 de noviembre de 2006. Enésima demostración de que el oficio de padre es de alto riesgo en estos tiempos de incertidumbre.
Los hechos del caso se resumen así. Un menor de edad agrede sexualmente a otro menor. Los padres de éste, de la víctima, reclaman a los padres del agresor una indemnización por los daños sufridos por el agredido. La base legal de la discusión se encuentra en el artículo 1903 del Código Civil, a tenor de cuyo párrafo segundo “Los padres son responsables de los daños causados por los hijos que se encuentren bajo su guardia”. O sea, que en circunstancias normales usted, padre o madre, responde por los daños que su hijo cause a otros con su comportamiento. Que el niño rompe un cristal de una pedrada, usted paga. Que la criatura le parte la crisma a un compañerito en el parque, usted paga. Y paga con independencia de que su retoño haya obrado por esa mala leche que le entra cuando el otro no le deja por las buenas la playstation o por un desgraciado accidente, paga tanto si su hijo es un buenazo que tuvo mala suerte un día como si es un cretino con malas pulgas y aviesas intenciones. La obligación de desembolso va en el mismo lote que los pañales, los petittes-suisses y la propina de los domingos. Ahora bien, según el párrafo sexto del mismo artículo 1903, esa responsabilidad de los padres no obrará cuando éstos “prueben que emplearon toda la diligencia de un buen padre de familia para prevenir el daño”.
Ahí están la madre y el padre del cordero, en qué se entienda por “buen padre de familia” y en qué consista la diligencia, el cuidado, que pueda y deba emplear ese padre modelo para prevenir los males que el hijo menor a su cuidado pueda causar. En este caso que se juzga queda probado que los padres estaban hasta el gorro del chaval, pues éste era “un caso de personalidad inadaptada y socialmente peligrosa” y hasta lo habían llevado al Centro de Salud Mental del Servicio Valenciano de Salud. Sin embargo, la Administración sanitaria se limitó a diagnosticar el problema psicológico del muchacho y no propuso ninguna medida especial ni decretó su internamiento en un centro especializado. Transcurrió el tiempo y pasó lo que tenía que pasar. Cuando fue la madre la que solicitó de la Administración expresamente ese internamiento, la agresión sexual al otro menor ya había ocurrido.
¿Quién debe responder, si es que alguien, de los daños sufridos por la víctima? La contestación dependerá de si se estima que los padres hicieron todo lo debido para prevenir el daño causado por su hijo desequilibrado. Por supuesto, en estos tiempos queda excluido que entre esas medidas que ha de tomar un “buen padre de familia” se cuente el encerrar en casa al mocoso o el arrearle un par de sopapos terapéuticos. Dios nos libre, acabarían encerrando a los progenitores, o poco menos. ¿Entonces?
El juez de primera instancia consideró que no había existido la debida diligencia paterna y condenó a los padres a indemnizar con siete millones de las antiguas pesetas a la víctima. Recurrida la sentencia, la Audiencia estimó el recurso y los absolvió, en atención a que “la madre del menor que cometió la agresión sexual impetró repetidamente, con el conocimiento y consentimiento del padre, el auxilio de las instituciones ante su impotencia para controlar a su conflictivo hijo, sin que por éstas se hubiera (sic) adoptado las medidas necesarias para hacer frente a la patente peligrosidad social del menor derivada de su notorio trastorno de conducta". Dice la Audiencia que hubo “desidia y error” de las instituciones comunitarias y municipales, por lo que la falta de la debida diligencia no fue precisamente de los padres.
Por contra, el Tribunal Supremo vuelve a condenar a los padres a los mismos siete millones de pesetas, más los intereses correspondientes, con el argumento, otra vez, de que no hicieron todo lo necesario para prevenir el comportamiento dañoso de su hijo. Y la pregunta que aquí toca hacerse es ésta: ¿qué más debían haber hecho que no hicieron? Según la sentencia, no cumplieron adecuadamente con el “deber de vigilancia”. ¿Se supone que deberían haberlo acompañado todo el día, sin perderlo de vista ni un instante? ¿Que le tendrían que haber puesto un guarda jurado de escolta? ¿Debería regularse un permiso especial de paternidad o maternidad para vigilancia de hijo problemático? Habla la sentencia de “una insuficiencia de las medidas adoptadas por los progenitores, en cuya mano estaba promover de las instituciones una pronta solución”, “si es que se sentían incapaces de controlar la conducta de su hijo”, y de que “no puede decirse que los hechos consignados en la sentencia recurrida avalen la afirmación de que excitaron prontamente y con la debida insistencia la actuación de los organismos públicos, pues desde que el menor acude al Centro de Salud Mental del Servicio Valenciano de Salud en abril de 1993 hasta que en el mes de julio de 1994 su madre reciba el informe para solicitar su internamiento, solicitud que tiene lugar de forma efectiva cuando se dirigen a la asistencia social en el mes de octubre de ese año –ya consumados los hechos-, no consta la adopción de otras medidas que la de haberse acordado llevar a cabo un seguimiento psicológico en el centro escolar donde cursaba los estudios, no obstante estar plagado ese periodo de tiempo de múltiples incidencias escolares por causa de la pasividad, desidia, desobediencia y agresividad del menor, que condujeron a la apertura de dos expedientes disciplinarios en el colegio –meses de octubre y noviembre de 1993- y a su expulsión del centro escolar, la última vez el 11 de marzo de 1994”. Recordemos que en la sentencia queda fijado que la agresión sexual la perpetró el muchacho en agosto de 1994. Por cierto, la Justicia española anda a velocidad de vértigo: hechos de 1994 que el Supremo resuelve definitivamente en 2006. Muy bien.
Volvemos a la cuestión central: ¿qué más tendrían que haber hecho esos padres para no tener que pagar como negligentes cuidadores de su hijo? Sabemos que fueron a buscar ayuda a un centro de salud mental y que no se la dieron ni hicieron nada. Sabemos que en el colegio le habían puesto un psicólogo a vigilarlo. ¿Qué les faltó? En la Sentencia queda claro: les faltó insistir ante la Administración. Les faltó rogar y rogar, ellos, lo que la Administración sanitaria por sí no acordaba a la vista del estado mental del menor: que lo internaran. Lo que el psiquiatra no capta, aun con todo su distanciamiento profesional, tienen que percibirlo los padres. Lo que la Administración no ordena, tienen que rogarlo ellos: que se interne a su hijo porque está como un cencerro y es un peligro público. Ejemplar. Tiene bemoles la cosa. Así que ya sabe usted, si es padre o madre de un niño que se maneje con malas artes: pida a tiempo que lo metan en el manicomio y si le dicen que no, que no es para tanto, insista. En caso contrario, le van a costar caras las fechorías de esa joyita de sus carnes. Y la Administración fumándose un puro.
Otra cosa, mucho más técnica y con la que no quiero aburrir al amigo lector, es el embrollo teórico que se gasta el Tribunal Supremo por querer sumarse a la moda de la responsabilidad objetiva y de que todo quisque pague por sistema y haga lo que haga. Aunque sé que la expresión es problemática, me parece que habría que empezar a estudiar esta ola de punitivimo civil, paralela a la obsesión con el punitivismo penal: a castigar, de una manera u otra, a todo el mundo en nombre del progreso, la seguridad y la paz. El lector no jurista puede detenerse aquí si no quiere arriesgarse a una cefalea considerable.
Veamos, muy brevemente. Según el Tribunal Supremo, la responsabilidad que el artículo 1903 imputa a los padres es cuasi objetiva, es decir, independiente de la culpa de los padres u operando una “presunción de culpa”. Vean este párrafo de la sentencia: “debe tenerse presente la constante doctrina de esta Sala conforme a la cual la responsabilidad declarada en el artículo 1903 del Código Civil es directa y cuasi objetiva: aunque el precepto que la declara sigue a un artículo que se basa en la responsabilidad por culpa o negligencia, no menciona tal dato de culpabilidad, y por ello se ha sostenido que contempla una responsabilidad por riesgo o cuasi objetiva, justificada por la transgresión del deber de vigilancia que a los padres incumbe sobre los hijos sometidos a su potestad, con presunción de culpa, por tanto, en quien la ostenta, y con la inserción de ese matiz objetivo en dicha responsabilidad, que pasa a obedecer a criterios de riesgo en no menor proporción que los subjetivos de culpabilidad, sin que sea permitido ampararse en que la conducta del menor, debido a su escasa edad y a falta de madurez, no puede calificarse de culposa, pues la responsabilidad dimana (...) de la culpa propia del guardador por omisión del deber de vigilancia”.
¿En qué quedamos? ¿Hay culpa, no hay culpa o la hay meramente presunta? Enésima muestra de la esquizofrenia teórica de nuestros tribunales en materia de responsabilidad civil, pues al tiempo que extienden con saña los mecanismos de objetivación de la responsabilidad, no son capaces de prescindir de la terminología culpabilística asociada a la responsabilidad no objetiva, a la responsabilidad por culpa. No se avienen a llamar a las cosas por su nombre: que en casos como éste pagas porque te toca y te pongas como te pongas, y que los esquemas de la responsabilidad civil han cambiado de modo tal que hagas lo que hagas es igual, pagas de todos modos, pues la perspectiva se desplaza del viejo principio de el que la hace la paga al nuevo de el que la sufre la cobra. De ahí la incoherencia teórica y conceptual que encierran sentencias como ésta, llevadas a tener que afirmar negligencia en comportamientos de padres a los que difícilmente se puede exigir mayor cuidado y a considerar culpable la pura impotencia y la situación de total falta de auxilio por parte de las instituciones que lo deben y de las que, además, se había requerido. Llamemos a las cosas por su nombre si se considera que lo justo es que la víctima reciba indemnización en todo caso: los padres pagan, por los daños que sus hijos ocasionen, siempre y en todo caso, actúen en su cuidado con diligencia o sin ella. Y punto. Y discutamos a calzón quitado el verdadero problema teórico de fondo: si es justo o no reorientar así el funcionamiento de la responsabilidad civil; o en qué casos lo es y en cuáles no. Aquí no estamos ni ante actividades que generen beneficio ni ante acciones asociadas a la creación de riesgos especiales, sino ante el ejercicio normal de la paternidad. Pero dejémoslo ahí y señalemos una última incongruencia de la Sentencia.
¿Cómo se puede afirmar que el artículo 1903 no menciona el dato de la culpabilidad al establecer la responsabilidad de los padres, cuando su último párrafo afirma que quedan exonerados de ella si prueban que emplearon la debida diligencia? Una cosa es la inversión de la carga de la prueba –no tiene que probar el demandante la falta de diligencia, sino el demandado que sí la hubo- y otra cosa que el elemento subjetivo, culpabilístico, no cuente al establecer la responsabilidad. Los padres probaron, como la sentencia declara, que habían intentado cosas para que su hijo fuera tratado y vigilado, pero no les hicieron caso. ¿Qué más podían hacer y probar para que constara su diligencia? Probablemente es el afán por objetivar su responsabilidad lo que lleva al Tribunal en casos como éste a hacer de la prueba requerida una prueba imposible, y lo que nos deja esa desazonadora sensación de absurdo: opera una presunción diabólica. Si el daño ocurrió se presume que los padres no hicieron lo necesario para evitarlo y, por tanto, la prueba de su diligencia es una prueba imposible. Queda, así, sin sentido y vacío de contenido el último párrafo del 1903.
Dicho sea todo lo anterior a salvo de opinión mejor fundada y desde un sonriente respeto a esos altos magistrados que son la monda.

24 diciembre, 2006

Cómo apoyar la investigación en las universidades latinoamericanas. Diez reglas elementales

1. Prohibición terminante de que las universidades españolas vendan títulos (maestrías, especializaciones...) con el único propósito de hacer caja y marcar paquete. Me refiero a esos títulos que por cada tres horas de docencia incluyen un viaje a Toledo o a Segovia o un pase para un tablao flamenco, todo por el mismo precio.
2. Selección estricta de los profesores que imparten docencia en las titulaciones en que se matriculan mayoritariamente los latinoamericanos. La enseñanza en tales eventos suele ser una salida cómoda para que los más inútiles finjan el saber que no poseen, convencidos de que a "esos pobres indios" con cualquier baratija se les engaña.
3. Prohibición radical de que viajen a Latinoamérica a impartir clases o conferencias profesores de aquí que no tengan acreditado un importante bagaje investigador y una formación esmerada. Da vergüenza comprobar una y otra vez por aquellos pagos esa actitud de muchos que van a cambiar espejitos por dólares y hoteles de primera. El que no tenga curriculum serio que se quede en su casita haciendo lo mismo de siempre: nada. Y punto. Alguien debería hacer un ranking de profesores y divulgarlo por aquellos pagos, para evitar engaños y estafas.
4. Exigencia terminante de que las clases, ponencias y conferencias que allá impartan los de aquí no versen sobre temas especiales para engañabobos, retóricas fáciles con las que se fingen progresistas los docentes y, a cambio de poner la mano para una remuneración no escasa, explican a aquéllos que todos sus males se deben a la globalización, las multinacionales, la lucha de clases o el capitalismo no sostenible. Que hablen de ciencia de verdad y se dejen de pendejadas que sólo sirven para acrecentar la impresión de que estudiar es perder el tiempo y de que ya se es intelectual sólo con repetir cuatro tópicos gastados y adoptar estudiadas poses aparentemente -sólo aparentemente- alternativas. Y, si hablamos de Derecho, el primer compromiso tiene que orientarse a la construcción de una buena dogmática o una teoría general profunda, en lugar de perder el tiempo con planteamientos pseudocríticos que ni sirven para diagnosticar los males del mundo ni, mucho menos, para solucionarlos.
5. Acabar con o controlar muy esmeradamente los convenios de doctorado entre universidades latinoamericanas y españolas. Los de aquí solemos usarlos, especialmente los más incapaces, para viajar de gorra a impartir programas sin ningún interés y montados para la ocasión, y a dictar clases sin la más mínima preparación. A cambio, les otorgamos el título nuestro por tesis doctorales sobre temas profundamente estúpidos y apenas trabajados. Mi propia universidad tiene en esto una amplia experiencia y hay que ver qué sandeces resultan del pacto entre desaprensivos de aquí y descarados de allí.
6. Restringir al máximo el otorgamiento de títulos y titulitos a los latinoamericanos que acuden a nuestras universidades, a fin de que con esos papeles no vendan allá un saber que no tienen ni simulen una formación que no han recibido. Que todo título suponga trabajo real y seriamente controlado. Conozco a muchos que se hacen pasar por doctores allá sólo con el papelito que atestigua que han superado los cursos de doctorado. El título para el que lo trabaja, no para el farsante o el ventajista.
7. No bajar el nivel de exigencia de doctorados y maestrías por consideración a la deficiente formación –real o supuesta- del candidato de Latinoamérica. No interesa que aquellos países se llenen de doctores a precio de saldo, sino de investigadores auténticos que eleven el nivel de la ciencia en sus países. Las únicas interesadas en esos títulos rebajados son ciertas universidades e instituciones de allá que operan con criterio puramente burocrático y que carecen de todo interés real en el cultivo de la ciencia, ciencia en la que, por cierto, no invierten ni un euro.
8. Asegurarse, en la medida de lo posible y aunque sea difícil, de que todo latinoamericano que se ha doctorado en nuestras aulas va a continuar en su país una carrera científica, en lugar de perder su tiempo y malgastar sus capacidades trepando, gracias a tu nuevo título, en Administraciones corruptas o haciéndose decano o vicerrector en universidades sin luces. Para eso tal vez habría que hacer un test psicotécnico y no admitir a ninguno que resulte sospechoso de querer su título para medrar en puestos académicos incompatibles con cualquier cultivo real del intelecto.
9. Por lo anterior, otorgar prioridad para la obtención de becas y ayudas a aquellos candidatos que vengan avalados por una universidad o centro que posea una verdadera política de investigación y no sea una empresa privada que sólo busca el beneficio o una tapadera de otras cosas.
10. Poner en marcha una política generosa de becas para investigadores latinoamericanos, pero con muy estrictos controles a fin de otorgarlas a quienes realmente carezcan de medios económicos para pagarse sus estudios aquí. Resulta sangrante comprobar cómo muchos de los que vienen becados son, por obra de la corrupción suya y nuestra, los hijitos consentidos de la élites sociales y económicas de aquellos países, mientras que otros, con más méritos, superiores capacidades y mejor disposición, no reciben ayuda ninguna.

Cursi

Ayer en ABC Ignacio Camacho , quizá la mejor pluma (ideologías aparte, no hablamos de eso) de los periódicos españoles, y más ahora que nos falta Umbral, defendía su gusto por la navidad, con sus colores y sus ritos, pero dejaba caer de paso la siguiente frase: “... por mucho que se interfieran las comidas de empresa y los excesos derrochones, las luces laicas y los árboles de fibra óptica, las felicitaciones cargadas de vacua retórica y los sms cursis, los papás noel colgados de los balcones y las horrendas figuritas de los bazares chinos”.
Vivimos un auge inaudito de la cursilería y no sólo navideña. Vean esas felicitaciones que les están aventando a través de sus móviles y que parecen redactadas todas por el sindicato de castrati o la asociación de arcángeles equívocos. También hacen furor en internet las postales ñoñas, los poemas bobalicones, los dibujitos pueriles para mayores con poco seso.
Hace poco me contaban un caso significativo, uno de tantos. Una señora de las que ligan en la red (nuca más a cuento el doble sentido de la expresión) con cibernautas hambrientos de camastro y travestidos de varones sensibles se lamentaba de que había sucumbido a los encantos literarios de un sujeto que día tras día le mandaba poemas de lírica desmelenada. Una amiga, seguramente harta de que le reenviara la muy incauta semejantes mensajes de rima con merengue, se fue a google y pasó lo que tenía que pasar: que en cuanto metió en el buscador una simple estrofa apareció la fuente en una de esas páginas que ofrecen trucos literarios baratos para la pesca con red. La pobre víctima creía que era el alma exquisita de su enamorado virtual (virtual hasta que trinca carne de veras) la que le dictaba esos ripios que la sobrecogían y le dejaban un cosquilleo juguetón como que así. Le estuvo bien empleado, seguramente, pues hace falta tener atrofiada la percepción para dejarse hechizar por semejantes patochadas llenas de edulcorante para almas a dieta. Una cursi de verdad que cae en brazos de un funcionariete disfrazado de Lord Byron.
Antiguamente los pretendientes acudían a los escribidores profesionales de cartas para que pusieran negro sobre blanco palabras capaces de ablandar a la recia amada que sueña con encamarse con algún Espronceda del pueblo de al lado. Ahora es la web la que proporciona munición lírica para la caza de ingenuos/as. Pero seguramente tiene más culpa de tales desaguisados la pieza que el cazador. Una señora que seguramente cerraría a machamartillo las piernas y las entendederas ante el varón que la acometiera a base de proclamar honestamente que quiere darse un alegre revolcón con ella y que para qué andarse con lindezas a estas edades y después de tres divorcios, acaba entregándose, tan contenta, a un postizo poetrasto de tarifa plana.
Será tal vez que es común a la mayoría de los humanos la necesidad de lírico solaz y que cada cual pone el nivel de su exigencia en consonancia con las costras de su espíritu. Pero también es una lástima que en esta sociedad, en la que tanto se nos adoctrina, desde la escuela hasta los consejos de ministros, no sea capaz de hacer a la masa distinguir entre un regüeldo perfumado de enjuague bucal y un poema auténtico.
La calidad de esos productos suele ser del tenor de esto que perpetro por si a alguno le sirve para pillar algo en estas entrañables fiestas:

Sale el sol
en Sebastopol
cuando me abres tus jambas,
ambas.
Mi canario canta,
y se levanta,
si te toco
como loco
bajo la manta.
Se queda estrecho
nuestro lecho
para tu pecho.
Qué aventura
esa abertura
que convoca
a mi boca.
Que placer
cuando me vengo
porque te tengo
para yacer.

Pruebe, pruebe, que se lo regalo. Mándelo por correo electrónico a un puñado de amigas de la ofi y, si es posible, añádale una musiquita, tipo Balada para Adelina. Verá cómo caen al primer tiro un par de tórtolas borrachas de sidra El Gaitero.

23 diciembre, 2006

Lechazos y cochinillos: adios. Por Francisco Sosa Wagner

Aproveche, lector, aproveche estas navidades para comer el lechazo y el cochinillo, que dan gloria gastronómica a estas tierras. La gloria gastronómica es de las mejores glorias que existen, la de mayores quilates, siendo las demás evanescentes y superficiales. El cuidado en la cocina, el mimo que se pone en los guisos, en los asados, en la repostería, es cosa fina que presupone esmero, imaginación y el gusto por el placer de boca, gran asunto este del placer de boca, asociado como está a momentos de deleite, de compañía familiar, de amenidad entre los amigos.
La razón por la cual exhorto a disfrutar de esos magníficos asados es porque ya nos queda poco tiempo. Comprendo la tristeza de quien me lea pero así es, tal como suena, el lechazo, ese que sale de los hornos de la ribera del duero entre lujos crepitantes, o el cochinillo, que en Segovia es arte depurado y filigranesco, todas estas manifestaciones de maestría amasada en siglos, purificadas por el fuego, tienen, ay, sus días contados. Porque si el toro ya no podrá morir en la plaza pues el espectáculo de su muerte afecta a los aquejados por el dengue y a quienes se solazan en el melindre, no hay ningún motivo para que nos comamos unos animalillos que apenas han comenzado a vivir, solo por el gusto de paladear sus carnes tiernas y esponjadas. Animalillos indefensos, apartados de sus madres, introducidos en mataderos fríos con un veterinario al frente, como sumo sacerdote del sacrificio, animalillos que nos han mirado con afecto, ignorantes del destino que les íbamos a proporcionar, animalillos que deseaban corretear y jugar por los prados, saltar y brincar mecidos por las luces ecológicas de los días, para ellos, estreno de los estrenos.
Segar vidas infantiles de esa manera solo por celebrar un cumpleaños o la llegada del año nuevo, por probar una añada entre risotadas y charlas banales, es una violación patética de la ética, de la estética y de la cosmética. Todo junto y seguido. Sencillamente no puede ser y yo llamo a la ministra del ramo para que extraiga de su carcaj las flechas del progreso y redima a estas criaturas indefensas. Que saque una ley, un decreto, un estatuto, lo que sea, el prontuario jurídico es rico y barroco, pero que por favor tome cartas en el asunto, cuanto antes, mejor. Están en juego miles de vidas inocentes. El medio ambiente lo exige y, sobre todo, lo exige el rigor de nuestras conciencias.
Es verdad que estas, nuestras conciencias, tienen enormes tragaderas y agujeros negros como cuevas de fieras, que miramos para otro lado cuando nos peta y la ocasión de la defensa de nuestros intereses así lo exige. Todo eso es verdad, como lo es que la hipocresía y el tartufismo son plantas de crecimiento rápido en el jardín social, pero admitir el animalicidio al que vengo refiriéndome, esto traspasa todas las fronteras de la decencia, la clemencia y la fosforescencia.
Así que lo siento por los restaurantes, por los figones estrellados, por los grandes artistas que saben aprestar el lechazo y el cochinillo, por quienes gustan de celebrar efemérides con un infanticidio, todos deben renunciar a estas costumbres delictivas. ¿Por qué, por qué? gritarán coléricos los afectados, desde lo alto de esta columna ya les oigo cómo gesticulan y se mesan los cabellos en sus desesperanzas.
Pues muy sencillo: porque así lo impone la Orden andante de la progresía. Ya sé que he defendido muchas veces que el “progre” nada tiene que ver con la persona de izquierdas, alicatada de lecturas, reflexiones y austeridad, merecedora de todos los respetos. El progre es sencillamente un botarate. Pero es que también el botarate tiene derecho a la vida, la que negamos a los lechones, sí señor, el botarate tiene derecho a trepar por la ladera de su ignorancia para llegar al verde prado de su cursilería. Así que fuera lechazos y fuera cochinillos. Sálvenos, ministra.

21 diciembre, 2006

Ciudadanos acongojados.

Me parece que uno de los más claros indicios de la infantilización galopante de nuestra sociedad es el pavor de los ciudadanos al riesgo. Crece la predisposición al susto, la propensión al pánico. Por lo mismo, aumentan las posibilidades de ser manipulados por quienes manejan los resortes de las noticias y saben cuáles pueden llenarnos de terrores estúpidos. Que nadie se mueva. En función de esas noticias cambiamos de mes en mes lo que comemos, hoy vacas no porque están locas, mañana vacas ya sí –sin que conste que se hayan vuelto más cuerdas-, pero nada de peces porque tienen anisakis, al día siguiente peces de nuevo, pero no pollos, que están todos contaminados por un canario que vino de la China. Lo mismo a la hora de viajar, de frecuentar barrios o bares, de tomar el sol o ir a la nieve y de tantas y tantas cosas.
Los temores del ciudadano común se hacen esperpénticos a menudo. Hasta los actos más triviales se someten al test del miedo: esto que voy a hacer, ¿será malo para mi salud, para mi seguridad personal, para mi bolsillo, para mi equilibrio psicosomático, para mi rendimiento sexual, para la dosis precisa de yin y yan, para el ecosistema, para la paz entre los hombres de buena voluntad, para el PIB, para mis hijos, para mis padres, para mis tíos, para... Y de lo que se trata es de decidir si se baja la basura a las nueve o a las diez de la noche o si se toma uno una humilde cerveza y unas aceitunas en el bar de la esquina. Rediez, nos estamos convirtiendo en una síntesis de homo calculator y homo cagator.
Nos fuerzan a pasar a la más estricta clandestinidad. Comentas en familia o entre amigos que vas a visitar a un amigo en Vallecas y siempre va a haber alguien que salte con que mucho cuidado, que por allí atracaron a un asturiano el fin de semana pasado; presumes de que te vas de viaje a Berlín y te explican el terrorífico peligro de que te asalten unos neonazis, con esa pinta de moro que se te ha puesto en la playa; que, por cierto, no sé si sabes que corres inminente riesgo de cáncer de piel por esos veinte minutos que has pasado al sol sin ponerte protección del 45. Nuestra buena vida se vuelve una permanente congoja. Acongojados todo el día. Y si te quedas en casa, atención también, que mira lo que le ocurrió a aquel de Torrelodones que se olvidó de cerrar bien la llave del gas; o a aquella señora a la que se le hundió la terraza mientras regaba las macetas. El Caso en casa, todo el día. ¿Que suspiras fuerte por causa de tu desesperación? Ojo, no te vaya a reventar la aorta, que ya dijo el otro día en la tele el doctor Bacterio que debemos suspirar con mesura.
Va a ser verdad que vivimos en la sociedad del riesgo, pero no en el sentido en que lo explica el bueno de Ulrich Beck, que no existe mientras no salga en el programa de Ana Rosa Quintana, sino en plan de andar por casa. Hagas lo que hagas, miles de peligros te acechan y se trata de que no te relajes ni disfrutes en ningún momento. Lo que no mata engorda y cada gesto se convierte en una aventura vital del copón. Uy, ¿te estás tomando una copita de vino tinto? Fatal para el ácido úrico, mira lo que le dijo a Pepe su sádico de cabecera. El español sedentario le echa emoción a su vida a base de precauciones y encuentra disculpas más que sobradas para no mover el culo del sofá, que ya bastante peligrosos son estos sofás de espumas no ecológicas y de incierta trazabilidad. Y si encima nos ponen una ministra histérica a darnos lecciones y prohibirnos placeres, para qué queremos más.
Pero, ay, amigo, el miedo es un bien social. El miedoso no es feliz si no logra expandir sus terrores. Lo que, en el fondo, significa que no disfruta si no es viendo a todos en idéntica actitud a la suya: sin hacer nada, por si acaso. No bebas, no fumes un cigarrillo –de un porrete ya ni hablamos-, no practiques el sexo si no es una vez al mes y con siete condones de amianto, no viajes ni pasees, no te eches amigos que no sean de tu portal y bien rubios y blanquitos, no hagas deporte, no comas pipas, no juegues la partida con los amigotes. ¿Pero qué carajo podemos hacer sin que nos lean la lista de las siete mil plagas de Europa?
Una secuela de ese miedo socializado es que este ciudadano infantiloide tampoco está dispuesto a asumir que el riesgo es componente ineludible de la vida. Ante la duda, no vive; pero, si hace algo y pintan bastos, la culpa siempre va a ser de los demás. Si me va mal, alguien tiene que pagar por mis desgracias. ¿Que me compro un parchís para estar tranquilito en casa jugando con la abuela y un día la pobre señora se traga una ficha azul porque la confundió con la pastilla para la tensión? Pues a reclamar al fabricante del parchís por pintar las fichas del color de las pastillas y no darnos un libro de instrucciones de ochocientas páginas que nos indique que son indigestas; o al fabricante de pastillas por no hacerlas helicoidales e incitar al error, o por no advertirnos de que se pueden confundir con las fichas y que debemos hacer que la abuela se las tome en la cocina y con buena iluminación. ¿Que te revienta una rueda de tu coche por atropellar un gato a ciento ochenta en una recta? Que pague el Ministerio de Fomento por no colocar en las carreteras sistemas antigato. ¿Que te has puesto hasta arriba de ducados y ahora toses que da pena verte? Exígele a las tabaqueras ocho mil millones de euros por haber fabricado los cigarrillos. Y, si no cuela, que responda el del estanco.
Mi mala potra o mis errores tienen que ser fallo y mala fe de alguien; yo, tan majo, no me equivoco ni asumo las consecuencias de mis acciones. Lo que sea con tal de hacer del miedo negocio, de la mala suerte culpa ajena y de la incapacidad personal virtud y martirio lucrativo. Todos inimputables y quietecitos. Qué peligro.

20 diciembre, 2006

Multiculturalismos y libertad

Sigo pensando que es bueno y enriquecedor que en una sociedad convivan en libertad personas distintas, variadas, plurales, con diferentes gustos, distintos credos, costumbres heterogéneas y maneras diversas. Eso favorece al ciudadano, pues una sociedad plural es como un restaurante a la carta, donde cada uno combina los platos a su gusto, según su dieta y sus apetencias. Las sociedades monolíticas, pétreamente homogéneas, son como restaurantes de plato del día. Qué digo del día y qué digo restaurantes: como comedores sórdidos de menú obligatorio y castigo sin postre para el que no se trague los primeros platos. Ni siquiera como aquella Cocina Económica de Oviedo en la que Aquilino y yo comimos durante buena parte de nuestra carrera, donde, al menos, las monjas eran amables y con un poco de conversación permitían repetir de la rala fabada o tomarse un yogur extra.
Por eso me parecen apetecibles las sociedades multiculturales, que disuelven esencias nacionales, remueven tradiciones anquilosadas y enseñan que el sentido común suele ser el sentido de unos pocos, apenas viajados y temerosos de toda innovación que fuerce a pensar y ayude a escoger el diseño de la propia biografía. Pero ya sabemos que lo del multiculturalismo es un berenjenal teórico en el que conviene discernir y moverse con tiento, no vayan a darnos gato por liebre o no vaya a servir la libertad que se predica para darle alas a los liberticidas autoritarios y nada pluralistas, nada multiculturalistas en el fondo. Así que precisemos un poco.
La doctrina multiculturalista puede resultar un campo minado de paradojas. La convivencia de culturas en un territorio tiene que justificarse desde una determinada idea de sociedad y de ciudadanía y desde una concepción precisa del ser humano. La filosofía multicultural vale en cuanto alabanza de la pluralidad al servicio de la libertad de los individuos. Pero en el seno de las corrientes del multiculturalismo asistimos a la enconada lucha entre individualismo y grupalismo. No hay escapatoria teórica coherente a ese dilema entre la prioridad de la persona individual y su capacidad de elección, por un lado, y la férrea dictadura de los grupos sobre sus miembros, por otro. Por eso las culturas no son en sí algo bueno ni malo, sino que el veredicto dependerá siempre de qué consideremos prioritario, si la autonomía individual o la subsistencia intocada de tradiciones y reglas atávicas. Conviene huir de lo que Habermas ha denominado la concepción ecológica de las culturas. Nada hay de lamentable en que ciertas culturas se extingan, no debemos tratar los grupos culturales como se trata a las especies animales en peligro de extinción. Que nuestra cultura medieval teocrática, que los modos de vida feudales o que la organización estamental o esclavista se hayan perdido en el tiempo no es algo que tengamos que reprocharnos. Que la “cultura” machista que nos era propia se esté acabando no constituye un drama que debamos sentir.
Tendrán razón los comunitaristas cuando sostienen que no existe el ser humano en sí, no imbricado en un sustrato cultural determinado, no arraigado en usos heredados y tradiciones, no inserto en un particular mundo de la vida, no acotada su mirada por un horizonte. Pero de ahí a entender que toda cultura vale por la pura razón de sí misma, de ser como es, va un largo trecho. Por mucho que toda planta deba crecer en un determinado terreno y que en el aire (casi) ninguna pueda mantenerse, no todo terreno permite por igual el crecimiento de las plantas, de la vida. En las arenas del desierto no florecen los rosales ni medran los rododendros. Y no hace falta que expliquemos que la delicada planta de la que estamos hablando es el ser humano libre y autónomo. No es casual que haya sido una muy determinada cultura la que ha permitido, aquí y ahora, que podamos ser impunemente, tranquilamente, ateos, o cultivadores de la pintura abstracta, o poetas surrealistas, u homosexuales, u objetores de conciencia o mujeres dedicadas a la ciencia o a la empresa. Y lo que nos queda por andar.
A fin de cuentas, la convivencia multicultural dentro de un Estado sólo puede entenderse por la ventaja que representa para que a cada ciudadano se le muestren bien de cerca modelos de vida alternativos entre los que pueda escoger. Por contra, si de lo que se trata es de permitir que dentro de un mismo país cada grupo haga de su capa un sayo y trate a sus propios miembros como mero objeto al servicio de metafísicos objetivos suprapersonales o de los intereses bastardos de sus capas dirigentes, sean éstas los varones, los sacerdotes del culto oficial respectivo o de la casta económica de turno, el esfuerzo no merece la pena y acabaremos concluyendo que mejor estamos solos que mal acompañados. Lo que el multiculturalismo vale, y es mucho, lo vale por su relación con el pluralismo, porque supone asumir que no existe un único patrón de virtud personal ni un modelo exclusivo y excluyente de vida ni unas costumbres que puedan con autoridad racional afirmarse como las únicas verdaderas y justas. En una sociedad de individuos libres la interacción de culturas amplía los márgenes de la libertad de cada cual e introduce tolerancia ante las opciones ajenas. Pero el límite se halla donde ese mismo pluralismo sufra y se restrinja. No puede ser tal pluralismo excusa para que en el seno de algunas culturas se ejerza con mayor impunidad la opresión sobre sus miembros. El pluralismo, entendido como libre convivencia de grupos, no puede tornarse en negador de la libertad de ninguno de los miembros de cada grupo ni de la igualdad de todos en tanto que ciudadanos autónomos. No es admisible el pluralismo grupal sin la garantía del pluralismo individual; no hay justificación para la apología de la diversidad cultural donde no se garantice la diversidad individual basada en la libre elección de cada persona, haya nacido donde haya nacido, provenga de la cultura que provenga. Que se hablen muchas lenguas, que se profesen muchos credos, que se practiquen muchos ritos, que florezcan muchas estéticas, que alienten morales alternativas; pero que nada, tampoco los dictados de ninguna cultura alimentada de normas y represiones, impida que cada ciudadano elija sin miedo la lengua en que quiere expresarse, ni la fe en que amparar sus temores, ni los ritos con los que consolarse, ni la estética con la que solazarse, ni la moral que mejor se acomode a los dictados de su conciencia. O se nos permite ser libres antes que cualquier otra cosa, dentro de lo que a cada uno le ofrezcan sus horizontes, sus inquietudes y su valentía, o la protección de las culturas matará la libertad de todos, al menos de todos los que no gobiernen cada cultura.
Y esa misma claridad debería tenerse en lo tocante a las relaciones entre Estados. Ni obsoletas soberanías nacionales ni truculentas identidades culturales han de admitirse como excusa para dejar de denunciar la opresión, la discriminación y el abuso sobre las personas allí donde ocurran. Cada vez que una cultura opresiva se quiebre debemos celebrarlo las gentes de bien, igual que nos congratulamos de la muerte de los dictadores –sí, de la muerte- y del ocaso de cualquier dictadura. Y si somos consecuentes y en verdad creemos en lo que a menudo proclamamos –derechos humanos, por ejemplo-, no cedamos ante nadie –ni cultura ni Estado- que demande de nosotros, de nuestras instituciones y de nuestra cultura, lo que él no está dispuesto a darnos en la suya.
Tal vez algo de esto viene a cuento nuevamente, ahora que andan los ánimos de algunos revueltos por el proyecto de gran mezquita que se va a edificar en Córdoba con financiación de los petrodólares saudíes. Yo me alegro sinceramente de que se levante tal mezquita y de que se construyan muchas más, por si un día el cuerpo o el alma me piden abrazar la fe del Islam. Pero asegurémonos también de que podemos financiar y construir un catedral en Riad, por si alguno de los de allá quiere pasarse al cristianismo. Y preguntémonos si los ateos tenemos allí posibilidad de manifestarnos como somos con la misma libertad que en nuestra tierra estamos reclamando para los musulmanes a este lado, en este Estado no confesinal. Si resulta que no, no será razón probablemente para que deje de alzarse esa mezquita, pero sí para que llamemos a las cosas por su nombre, defendamos antes que nada lo que más importa y nos prevengamos, con firmeza y sin estridencias, frente a los que puedan abrigar la tentación de instaurar aquí poco a poco una teocracia hipócrita y explotadora que acabe con esta libertad –quizá escasa, pero sin duda mayor que la de los saudíes de a pie- de la que como humanos respiramos. Seguramente la fe de aquellos vale tanto como la fe o el escepticismo de los de aquí. Pero que nuestras generosas intenciones no sucumban ante los aviesos propósitos de los que por infieles nos desprecian, si es el caso. O, al menos, no babeemos cuando los jefes aquellos se vienen a sus palacios de Marbella a comprarnos con oro y encamarse con las putas más caras de esta casa.

19 diciembre, 2006

Lo dijo Rubalcaba, no me lo invento.

09:20 de hoy mismo, martes 19 de diciembre de 2006. Hace menos de una hora cuando esto escribo, cariacontecido. En Onda Cero entrevistan a Rubalcaba. Le preguntan por los cambios habidos en los altos mandos de la policía desde que él es Ministro del Interior. Los justifica y entre los méritos de la nueva situación menciona lo siguiente: "ahora tenemos en la policía española la primera mujer alto cargo, alta carga". Palabra de honor, lo dijo de ese modo, y al fondo se oía el descojone de Herrera y los otros periodistas de la tertulia.
O de cuán fácil es cagarla cuando uno va de tan políticamente correcto, tan exquisito y tan así. Les presento a Fulanita, alta carga de mi Ministerio. Cuando la obsesión por la política de género nos hace del género tonto pasan estas cosas.

18 diciembre, 2006

Poema

La cabeza fecunda de los niños
se llena de dragones, dinosaurios,
devoradores lobos, duendes, trasgos,
noches sin remisión, perpetuas, duras,
gigantes contrahechos desalmados,
espías que acechan cada sueño,
jorobados de aviesas intenciones,
guerreros que no duermen ni perdonan,
inusitadas bestias alienígenas,
fantasmas que torturan por despecho,
venenosas madrastras y serpientes.
Luego crecemos. Huyen, se evaporan,
irreales, aquellas compañías.
Sólo el miedo perdura, puro miedo,
ese miedo acezante que nos guía,
ese miedo adherido cual mortaja.

Emilio Alarcos y los motes. Por Francisco Sosa Wagner

Con motivo de la lectura del libro de Ignacio Gracia Noriega sobre Emilio Alarcos (publicado por la Diputación de Valladolid) me acordaba yo de la agudeza que tenía Alarcos para poner motes. Eran los suyos motes que gozaban de la fuerza de derribar divirtiendo y el condecorado por Alarcos ya no podía vivir sin su sobrenombre. Hay afortunados por Oviedo y por media España a los que puso varios y hoy los llevan cogidos en un pasador como los militares muy medalleados. Debería hacerse un desfile de los así distinguidos porque el mote une como une haber participado en la batalla del Ebro. Pienso que sería oportuno hacer una recopilación de los motes de Alarcos como hay recopilaciones de las máximas de Pascal o de Chamfort. Podrían publicarse ya que, en sus motes, Alarcos afirmaba su condición de maestro de diagnósticos humanos. Pocos botarates y pocos pedantes escapaban a su mirada buida.
El mote es así una flor de ojal como las que llevaban los dandis para captar la atención de las mujeres que se acercaban y olían la flor y quedaban prendidas por el aroma, siendo lo demás coser y cantar para el galán. El mote es lo que distingue porque quien lleva un mote muestra la prueba de que no pasa desapercibido en la sociedad, que es un sitio donde hay que llamar la atención porque la tal sociedad es muy distraidilla y anda siempre a lo suyo. No tiene nada que ver con el seudónimo pues quien lo usa es porque así lo ha decidido él, mientras que el mote viene de fuera. Por usar una terminología muy difundida, el seudónimo es autónomo y el mote es hetenónomo. Pocos saben que el escritor alemán Günter Grass -este que nos ha contado ahora que fue nazi en su juventud, después de habernos abroncado a los tibios a lo largo de varios decenios- publicó sus libros durante años bajo el nombre de Artur Knoff (en realidad, pertenecía a un tío suyo). Françoise Sagan no se llamaba así y Mark Twain es asimismo un seudónimo como lo es Stendhal o Pablo Neruda quien por cierto gastaba nombre rarísimo. No digamos Azorín, un diminutivo con retintín.
Es probable que el seudonimo sea propio de quienes creen que la sociedad celebra el carnaval, no en unas fechas determinadas, sino a lo largo del año entero porque todo lo que a su vista se extiende lo reputa carnavalada, payasada y astracán. Quien así discurre es lógico que prefiera aparecer con un antifaz ocultador, no los días previos a las cenizas purificadoras, sino de modo continuo. Hasta que ya no sabe distinguir entre él y su disfraz. Esto tiene ventajas porque la disociación de la personalidad proporciona ventajas. ¿Quién tiene el colesterol malo por las nubes: el ser real o el del seudónimo? Azorín se podía permitir tener alto el ácido úrico ya que él se limitaba a regañar: “Pepe, cuídate, que vas por mal camino”. Y, a renglón seguido, Azorín, se comía un bocadillo de sobrasada.
El mote es otra cosa. Como he adelantado ya en este discurso, nadie elige su mote sino que es Alarcos quien lo pone. Lo he comparado a una medalla porque quien capta la atención de una persona como Alarcos ya es alguien sobresaliente, aunque esta nota alta la haya obtenido en la asignatura de la estulticia. Por eso se debe llevar prendido con pasador para que no se pierdan en el trasiego de la maledicencia incruenta.
Debería de haber asociaciones de gentes con mote y, si hoy hubiera arrestos -que ya no los hay- se constituiría una Orden militar por las razones ya apuntadas de parentesco entre el mote y la laureada de san Fernando. El mote, cuando se lleva bien y con gracia, no cuando el afectado es un cenizo, tiene algo del halo que adorna la cabeza de los bienaventurados que velan por nosotros allá en el Cielo. Porque el mote es resplandor, una refulgencia, el trazo de subrayado en un relato. Quien así lo entiende dispone que en su esquela y en las coronas de flores figure el mote.
Los motes vibrantes tienen color, como tienen música, y emiten ondulaciones en la sociedad que los acoge. Etc, etc, no sigo porque el papel se acaba, pero habrá que volver al mote como elemento indispensable para la respiración acompasada.

17 diciembre, 2006

Congreso razonable. Por Francisco Sosa Wagner

De vez en cuando se toman en España iniciativas bien encaminadas. Naturalmente pocos les prestan atención pues las que más atraen son las polémicas acerca de si somos nación, cáfila o simple partida de jugadores del parchís. Una de las ideas plausibles es la celebración de un Congreso para racionalizar los horarios españoles. Se trata de preguntarnos si nuestros hábitos son razonables o sería conveniente introducir cambios. Naturalmente no me refiero a la propuesta de uno de los partidos que gobiernan en Galicia -¡ah, tierra cercana y hermana!- de acomodar el horario de Lugo al de Manchester. A este asunto es preciso dedicarle la debida atención y así lo haré próximamente, añadiendo de mi cosecha algunas ocurrencias personales que pueden hacer muy emocionante la vida de los gallegos.
Lo del Congreso era otro asunto. Parece ser que el millar largo de empleadas de una empresa de fabricación de maletas y bolsos se plantó un día ante el jefe de personal para anunciarles que no estaban dispuestas a estar en la cadena de montaje por encima de las tres de la tarde. Entrarían a las siete, comerían de forma escueta y se marcharían en cuanto sonara la hora indicada. A regañadientes se aceptó la propuesta: dos años después, estas mujeres han aumentado la productividad, han reducido a un tercio el absentismo laboral y están contentas de cómo logran conciliar sus vidas laboral y familiar. Al jefe de personal lo ascendieron y le dieron la oportunidad de implantar el mismo régimen en otras dependencias de la empresa.
Este es el modelo tratado por los asistentes al Congreso. Sin duda porque es preciso convenir que vivimos en un disparate que carece de parangón en Europa. Un español viajado y cosmopolita como es Pedro Duque, que conoce bien lo que es la la curvatura del tiempo, ha tratado este asunto con ironía y certera expresividad: "Si llamas desde Alemania a cualquier empresa española a primera hora te dicen que aún no han llegado; a las 11, que están con el café; a las 14.00, que acaban de salir a comer, y a las cinco, cuando empiezan a regresar a los despachos, nosotros ya nos hemos ido porque acabó nuestra jornada laboral".
Esta es la realidad aunque tenga un punto de exageración pero la exageración siempre es conveniente cuando se trata de llamar la atención. Coincide con mi experiencia personal: en los años en que tuve que someterme a un horario bastante riguroso, cuando anduve en un cargo político en Madrid -entre finales del 82 y principios del 87, primeros gobiernos de Felipe González-, advertí el dislate que se practicaba en mi ministerio -en todos los ministerios- sobre todo por las tardes. Solía haber comida de trabajo que, como empezaba muy pasadas las dos, terminaba más o menos a las cinco. Comíamos bien, no en balde soportábamos el peso del Estado y este exige sacrificios en la dieta. Después había un rato de siesta, practicada en uno de los sofás del ministerio que cumplían así la misión para la que habían sido concebidos y traídos al mundo. La actividad se reanudaba a partir de las seis, hora en que se recibían visitas y personalidades venidas de provincias -que ya empezaban a abandonar esta aflictiva condición y pasaban a ser unas señoras Comunidades autónomas-. Hubo épocas en las que yo despachaba con el ministro los asuntos del Consejo de Ministros a partir de las diez y las once de la noche. No han cambiado mucho tales hábitos enloquecidos.
Esto es lo que tratan de cambiar unos españoles beneméritos. No lo conseguirán porque se trata de algo razonable y no estamos para excesos en este terreno. Cuando alguna vez se ha hablado de este problema en mi presencia y he expuesto la bondad del horario alemán -que conozco bien- he oído burlas y sonrisitas: “este quiere que nos vayamos a la cama como los lapones y que encima comamos carne de reno”. Así están las cosas de manera que seguiremos hasta horas avanzadas de la tarde e incluso noche perdiendo el tiempo.

16 diciembre, 2006

La televisión, célula básica de la familia.

Sé perfectamente la contestación que se suelta habitualmente en cuanto cualquier mindundi como un servidor empieza con la cantinela de que la programación televisiva es insufrible y de que hace falta estómago para aguantar noche tras noche de canal en canal, que es más bien de ciénaga en alcantarilla y de retrete en estercolero, en lugar de irse a la cama a echar de una maldita vez un polvo como Dios manda -me ha quedado bien esta licencia literaria, no me digan que no- o de ponerse a leer una buena novela o la serie completa del Capitán Trueno. Al osado que ataca la caja tonta se le responde que sí, sí, pero que si tanto habla es porque él también se da al vicio y que, si no, por qué se sabe qué pasos bailó la última tarasca de Mira quién baila o el nombre del penúltimo oligofrénico de veinticinco centímetros que salió de la casa de El Gran Hermano. Y razón hay para tales réplicas, pues gran parte de la gente hace trampas y niega las horas que pasa ante el televisor con la misma contundencia con que antaño le negaba al confesor las pajillas o los pensamientos lúbricos con el del quinto.
Hoy quiero ir a otra cosa, aunque relacionada, a un tema sobre el que se podrá meditar en estas supuestas fiestas que vienen, que nos van a regalar tantas oportunidades de convivencia familiar entrañable con los dedos cruzados. ¿Se han fijado ustedes que función terapéutica y lenitiva cumple en las comidas y reuniones familiares varias el hablar de las cosas de la tele? Ponga usted un banquete casero con nutrida presencia de (con)suegros/as, yernos/nueras, cuñados/as, hermanos que, calculadora en ristre, especulan para sus adentros sobre herencias futuras, hijos/as adolescentes dispuestos a colocarse su mejor cara de póquer cuando los mayores comenten que qué horror la litrona y que ahora hasta dicen que se fuman porros en los institutos, niños al borde de la primera comunión capaces de justificar con exquisitas razones por qué se les quedó desfasada y no reciclable la videoconsola que era el último grito y el mayor precio cuando su cumpleaños de hace dos meses, abuelas amenazando a su dios con perder la fe si les manda un nieto sarasa –y su dios que se lo manda para que deje la señora de joderle la paciencia-, primos pescadores empeñados en narrarles cuántos picaron anteayer a primos cazadores que desprecian a esos zánganos de la pesca y que contraatacan con atrevidas expediciones cinegéticas por los montes –bajos- de la pedanía vecina, la mujer de aquel primo que repite cada vez que durante el año que estuvieron buscando a su Borja Alejandro hacían el amor todas, toditas las noches y que si no es así no preñas –y en este punto mira para el matrimonio rival y sin hijos con postiza concupiscencia de hetaira de saldo-. And so on.
Luego, cada familia es un mundo. En muchas esta manera de tocarse sistemáticamente los/as cataplines/as es lo que se entiende por estar a gusto e, hija, como con los tuyos no te lo pasas con nadie, llegan estas fechas y es una paz y un afecto... En otras, más shakespeareanas, la tragedia se masca en cada giro de la conversación y las miradas se llenan de puñales, pero la sangre al río llega muy de tarde en tarde, sustituida por una amplia gama de sucedáneos en forma de mohines, desprecios sonrientes y larguísimas conversaciones de alcoba, ya a dúo, en las que cada par se repite en confianza todas las frescas que no tuvo bemoles de soltar en la entrañable reunión
Pero vengo observando un curioso fenómeno desde hace tiempo y aquí pido al lector experimentado su amable corroboración o su discrepancia fundada. Existe una solución mágica, un medio pacificador, un analgésico fulminante de los trastornos familiares, una manera de reconducir conversaciones y debates para convertirlos en constructivo intercambio de pareceres y orgullosa exhibición de sabidurías compartidas: hablar de los programas de la tele y de sus personajes.
Mano de santo. Así se recompone la armonía familiar cual si mano invisible tornara en afectos reales los vínculos consanguíneos, en convivencia afable el parentesco colateral y en dulce conciliábulo la áspera competición entre cuñados/as. Llegan los postres, pasan los cafés y hasta los licores de la sobremesa dejan de ser acicate de las violencias simbólicas cuando la conversación deriva hacia la manera que tiene la Franco Martínez Bordiú de marcar los pasos del tango -¿ven como lo de la memoria histórica es misión imposible?- las razones ocultas para que de El Gran Hermano hayan expulsado a aquella pelandrusca tan simpática o lo mucho que estará sufriendo Marujita Díaz sin el adminículo negro que se había comprado. Un grupo heterogéneo y mal avenido, como corresponde a lo artificioso de todo nexo meramente jurídico, se vuelve equipo solidario, comunidad de sentimientos y unidad de destino en las ondas hertzianas. ¿Eso por qué será? Se me ocurren algunas hipótesis que paso a exponer a este depurado auditorio de científicos sociales, antropólogos y filósofos que frecuenta este humilde blog.
1. Gracias a la televisión las relaciones familiares dejan de ser relaciones directas, personales, y se convierten en relaciones mediadas, relaciones indirectas, metarelaciones casi. Los individuos interactúan a base de conversar sobre peripecias ajenas, distantes, virtuales incluso. Las rivalidades de la vida real se reorientan gracias a la pasión compartida por eventos fantasmagóricos y chabacanos que la televisión crea y difunde. La enorme distancia entre el espectador y el personaje televisivo es una barrera de seguridad que ya no pueden traspasar ni los celos ni el sutil entramado de poderes, controles, vigilancias y represiones que hacen de la familia real una institución tan encantadora.
Antiguamente esa función la cumplía el cotilleo familiar sobre los vecinos y los conocidos comunes. Pero como ahora ya no se conoce al de al lado ni se comparten en el círculo social próximo ni modos de vida ni aspiraciones ni intimidades, el campo de los cercanos a los que despellejar o de los que compadecerse con íntima soberbia es reemplazado por esos seres de cartón piedra que se diseñan y se contratan en los estudios de televisión.
2. Los abundantes conocimientos sobre la vida y hazañas de los protagonistas de concursos, series, culebrones y programas del corazón (¡?) son consuelo de ignorantes y campo de exhibición para presumidos sin mejores recursos. Todos los que tuercen el gesto cuando algún despistado comenta los últimos sucesos del conflicto palestino-israelí o ponen cara de ausente desinterés si sale el tema de la Constitución europea o de la enfermedad de Fidel Castro, recobran el ánimo y el aliento en cuanto pueden meter baza sobre si la tal Chindasvinta se tiró o no se tiró al hortera aquel en El Gran Hermano o sobre si la Pantoja está o no pringada en los manejos de su Julián. Así, igualando por abajo, cesa el riesgo de que unos puedan saber más que otros u opinar con mejores argumentos en cosas que al mundo le importen para algo. Es más, si en la reunión se encuentra alguno que no esté al corriente de semejantes zarandajas de casquería se le puede mirar con comprensiva conmiseración, desde la compartida conciencia de que si tanto lee no puede ser normal, no me jodas, no saber quién es Manu Tenorio o que a Rosa le han hecho una liposucción en el bulbo raquídeo.
3. Se refuerza simultáneamente la confianza social y la intragrupal, por obra de la fe común en fenómenos inasibles para la razón. Gracias a que se amortiguan las distancias entre realidad y ficción, el grupo puede vivir en un mundo imaginario tenido por verdadero. Antes ese mundo, necesario como cemento de la vida social, lo formaban santos, duendes, vírgenes, trasgos, brujas y señores del saco. Ahora el ciudadano común ya no cree apenas en fantasías tales, sino en el sufrimiento real de Fran Rivera, las cuitas póstumas de Lola Flores o el orgasmo estrambótico de una Gran Hermana mientras se prepara unos macarrones sintiendo en el cogote el aliento con caries de un gañán de Tomelloso.
Pruebe usted a soltar en un momento de esos, de exaltada comunión familiar, que todo es artificio, guión, apaño, precio y manejo de gónadas bobas mediante mando a distancia y contratos de exoneración de responsabilidad. Esfuerzo inútil, contra la fe no se argumenta, los sueños no se razonan, a los consoladores no se les mira la fecha de caducidad. Esas mismas personas que no encuentran la postura cuando un par de cuñados las miran, viven firmemente convencidas de que lo que ocurre en la casa de El Gran Hermano bajo las luces de diez cámaras es real y espontáneo o de que los que en Dónde estás corazón se echan en cara eyaculaciones precoces, impotencias encadenadas y frigideces polares hablan sólo para desahogar su alma sensible y no pleitean por pura filantropía.
Al fin la gente tiene familia real. El mejor hermano: El Gran Hermano.