04 diciembre, 2006

El pozo de las palabras

Los años se notan en cómo se van escapando las palabras. Algunas no vuelven o cuesta una barbaridad recuperarlas. Llevo años intentando acordarme de cómo se dice luciérnaga en asturiano. De niño veía muchas por la noche al lado de una fuente que llamábamos del Recebonío. Otras se muestran renuentes, se resisten, amagan pero no vienen hasta muy tarde. Vamos perdiendo la memoria de los términos, y no digamos de los nombres. Es como si todo eso que en nuestra cabeza estaba se fuera hundiendo en un pozo, perdiéndose en la oscuridad. El fondo del pozo debe de ser el Alzheimer.
Antes, allá por los veintitantos, era distinto, se nos grababan los diccionarios, cazábamos al vuelo cada nueva expresión y nos la quedábamos, repetíamos cualquier nombre de persona o lugar con sólo oírlo una vez. Y cree uno en su juventud y pese a las advertencias que permanecerán todas esas palabras grabadas a fuego en nosotros, indelebles, duraderas, compañeras seguras para siempre. Mentira, un día, hace tiempo, se nos marchó una, luego unas pocas más; a partir de cierto instante, no sé cuál, tal vez con la cuarentena bien cumplida, se percibe cómo se alejan en multitud, casi se siente el ruido que hacen al desfilar hacia afuera, al abandonarnos.
Y uno va cambiando ciertas técnicas sociales. Aprendemos a sonreír a cualquiera que con efusividad nos salude, aunque no tengamos ni la mínima idea ya no meramente de su nombre, ni siquiera de si alguna vez lo hemos visto y de por qué diablos ha de conocernos él. Cuando presentamos a un recién llegado decimos que es un gran amigo o una persona muy querida, en lugar de dar su nombre al otro, como mandan los cánones. A los/as amantes, quien los tenga, ya no se les repite su nombre al oído con voz ardiente, sino que se usan las manidas fórmulas estandarizadas e intercambiables, no vayamos a liarla por una jugarreta de la memoria.
Será que se van muriendo neuronas, será que las vías cerebrales se deterioran y se llenan de baches y charcos, no sé. Pero a veces sospecho que nuestra memoria no se empobrece porque en sí se debilite, por el mal que ella misma carga, sino que la causa es externa a ella, está en el mal funcionamiento de otras partes. ¿Cuáles? La reflexión y la imaginación, tal vez. Con los años, los pensamientos se vuelven repetitivos, obsesivos, cada vez menos variados, machaconamente los mismos. Pensamos con monótona repetición de unos pocos temas, vueltas y vueltas a lo mismo. Es un horizonte que se empobrece, un campo que se estrecha. Y al pensar en menos cosas, son muchos menos los datos que repasamos, los recuerdos que traemos al presente, las palabras que necesitamos para explicarnos las cosas. Es ese pensamiento-noria que marca la vejez, son las rancias obsesiones que desplazan a la fresca exploración con la mente. El pensamiento deja de ser aventurarse y se torna repetirse, abandona lo incierto y se encierra en lo seguro, lo fijo, lo inmóvil. Las otras cosas, los recuerdos diferentes, se van porque apenas les damos ya cabida en nuestra reflexión.
Antes, uno se esforzaba por repetirse a sí mismo los nombres de aquellas calles de la ciudad en qué vivió, los apellidos de los compañeros de antaño, la lista de las estaciones por donde transitó. Era revivir, era seguir allí de alguna forma. Ahora, cada vez más, nos concentramos en exclusiva en darle vueltas y repasos a lo cabronazo que es el jefe, lo caros que están los riojas o que el niño este no acaba de echarse novia y no sé yo. Y con el anquilosamiento de los recuerdos se abotaga también la imaginación. Cuando uno mira a su espalda es para calcular cuánto le falta para llegar a su destino al frente, para seguir corriendo hacia ese horizonte que se aleja y se aleja. Cuando uno ya ni recuerda ni sueña, es como si se hubiera sentado. Como si esperara la muerte, como si de las retadoras incertidumbres no quedara ya nada más que unas pocas dudas elementales. Es triste. Por eso, mecachis, hay que recordar para seguir haciendo, hay que jugársela para volver a ganar, hay que salir para volver a encontrarse. Eternamente; es decir, hasta la muerte . Para que no se nos vayan para siempre las palabras, para seguir hablando. Para seguir siendo.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Brillante.

Anónimo dijo...

¡¡Qué bonito, oiga¡¡ Emociona y... da mucho que pensar.
Amado, que sus palabras nunca se pierdan, que nos sigan deleitando, por favor.

Luis Simón Albalá Álvarez dijo...

http://mas.lne.es/diccionario/index.php?palabra=luci%E9rnaga&buscardesc=on

Si funciona este enlace, a lo mejor encuentras la luciérnaga asturiana que tanto buscas.

Por lo demás, texto brillante y emocionante.

Anónimo dijo...

Según María Moliner, libélula proviene del latin "libéllula", diminutivo de "libella", que lo es, a su vez, de "libra", balanza, porque la libélula se mantiene en el aire como en equilibrio. ¿no le parece una imágen hermosa? Ah, en Colombia la llaman chapul, y gallito en Costa Rica. En España la llamamos también caballito del diablo -lo he oído en el bajo Aragón-, y matapiojos, esta no sé dónde.
Quízás algo de todo esto le resulte útil para recordar el nombre asturiano de la libélula, pues a veces unas palabras tiran de otras como las cerezas que sacamos de un cesto.
Magnífico su blog.

Anónimo dijo...

¿Por qué me confundí de insecto? El maldito cerebro ya no me funciona como antes, tenía ud. razón.
A la "lampirys noctiluca" o luciérnaga se la llama también candela, candelilla, gusano de luz, luciérnago y noctiluca. El nombre deriva del latín lucernula, diminutivo de lucerna, lámpara, es decir, "lamparita". ¿algo que ver con el nombre asturiano?

Juan Antonio García Amado dijo...

Gracias, Antón. Pero sigo sin acordarme de lo de la luciérnaga. Y en diccionario de bable de La Nueva España tampoco sale, amigo Luis Simón.

Anónimo dijo...

He encontrado algunas más:
cucucernandu,
buxano de luz,
guxán de seda,
nochérniga,
viérbene,
vieya,
xastre,
foufatu,...
Suerte.