20 diciembre, 2006

Multiculturalismos y libertad

Sigo pensando que es bueno y enriquecedor que en una sociedad convivan en libertad personas distintas, variadas, plurales, con diferentes gustos, distintos credos, costumbres heterogéneas y maneras diversas. Eso favorece al ciudadano, pues una sociedad plural es como un restaurante a la carta, donde cada uno combina los platos a su gusto, según su dieta y sus apetencias. Las sociedades monolíticas, pétreamente homogéneas, son como restaurantes de plato del día. Qué digo del día y qué digo restaurantes: como comedores sórdidos de menú obligatorio y castigo sin postre para el que no se trague los primeros platos. Ni siquiera como aquella Cocina Económica de Oviedo en la que Aquilino y yo comimos durante buena parte de nuestra carrera, donde, al menos, las monjas eran amables y con un poco de conversación permitían repetir de la rala fabada o tomarse un yogur extra.
Por eso me parecen apetecibles las sociedades multiculturales, que disuelven esencias nacionales, remueven tradiciones anquilosadas y enseñan que el sentido común suele ser el sentido de unos pocos, apenas viajados y temerosos de toda innovación que fuerce a pensar y ayude a escoger el diseño de la propia biografía. Pero ya sabemos que lo del multiculturalismo es un berenjenal teórico en el que conviene discernir y moverse con tiento, no vayan a darnos gato por liebre o no vaya a servir la libertad que se predica para darle alas a los liberticidas autoritarios y nada pluralistas, nada multiculturalistas en el fondo. Así que precisemos un poco.
La doctrina multiculturalista puede resultar un campo minado de paradojas. La convivencia de culturas en un territorio tiene que justificarse desde una determinada idea de sociedad y de ciudadanía y desde una concepción precisa del ser humano. La filosofía multicultural vale en cuanto alabanza de la pluralidad al servicio de la libertad de los individuos. Pero en el seno de las corrientes del multiculturalismo asistimos a la enconada lucha entre individualismo y grupalismo. No hay escapatoria teórica coherente a ese dilema entre la prioridad de la persona individual y su capacidad de elección, por un lado, y la férrea dictadura de los grupos sobre sus miembros, por otro. Por eso las culturas no son en sí algo bueno ni malo, sino que el veredicto dependerá siempre de qué consideremos prioritario, si la autonomía individual o la subsistencia intocada de tradiciones y reglas atávicas. Conviene huir de lo que Habermas ha denominado la concepción ecológica de las culturas. Nada hay de lamentable en que ciertas culturas se extingan, no debemos tratar los grupos culturales como se trata a las especies animales en peligro de extinción. Que nuestra cultura medieval teocrática, que los modos de vida feudales o que la organización estamental o esclavista se hayan perdido en el tiempo no es algo que tengamos que reprocharnos. Que la “cultura” machista que nos era propia se esté acabando no constituye un drama que debamos sentir.
Tendrán razón los comunitaristas cuando sostienen que no existe el ser humano en sí, no imbricado en un sustrato cultural determinado, no arraigado en usos heredados y tradiciones, no inserto en un particular mundo de la vida, no acotada su mirada por un horizonte. Pero de ahí a entender que toda cultura vale por la pura razón de sí misma, de ser como es, va un largo trecho. Por mucho que toda planta deba crecer en un determinado terreno y que en el aire (casi) ninguna pueda mantenerse, no todo terreno permite por igual el crecimiento de las plantas, de la vida. En las arenas del desierto no florecen los rosales ni medran los rododendros. Y no hace falta que expliquemos que la delicada planta de la que estamos hablando es el ser humano libre y autónomo. No es casual que haya sido una muy determinada cultura la que ha permitido, aquí y ahora, que podamos ser impunemente, tranquilamente, ateos, o cultivadores de la pintura abstracta, o poetas surrealistas, u homosexuales, u objetores de conciencia o mujeres dedicadas a la ciencia o a la empresa. Y lo que nos queda por andar.
A fin de cuentas, la convivencia multicultural dentro de un Estado sólo puede entenderse por la ventaja que representa para que a cada ciudadano se le muestren bien de cerca modelos de vida alternativos entre los que pueda escoger. Por contra, si de lo que se trata es de permitir que dentro de un mismo país cada grupo haga de su capa un sayo y trate a sus propios miembros como mero objeto al servicio de metafísicos objetivos suprapersonales o de los intereses bastardos de sus capas dirigentes, sean éstas los varones, los sacerdotes del culto oficial respectivo o de la casta económica de turno, el esfuerzo no merece la pena y acabaremos concluyendo que mejor estamos solos que mal acompañados. Lo que el multiculturalismo vale, y es mucho, lo vale por su relación con el pluralismo, porque supone asumir que no existe un único patrón de virtud personal ni un modelo exclusivo y excluyente de vida ni unas costumbres que puedan con autoridad racional afirmarse como las únicas verdaderas y justas. En una sociedad de individuos libres la interacción de culturas amplía los márgenes de la libertad de cada cual e introduce tolerancia ante las opciones ajenas. Pero el límite se halla donde ese mismo pluralismo sufra y se restrinja. No puede ser tal pluralismo excusa para que en el seno de algunas culturas se ejerza con mayor impunidad la opresión sobre sus miembros. El pluralismo, entendido como libre convivencia de grupos, no puede tornarse en negador de la libertad de ninguno de los miembros de cada grupo ni de la igualdad de todos en tanto que ciudadanos autónomos. No es admisible el pluralismo grupal sin la garantía del pluralismo individual; no hay justificación para la apología de la diversidad cultural donde no se garantice la diversidad individual basada en la libre elección de cada persona, haya nacido donde haya nacido, provenga de la cultura que provenga. Que se hablen muchas lenguas, que se profesen muchos credos, que se practiquen muchos ritos, que florezcan muchas estéticas, que alienten morales alternativas; pero que nada, tampoco los dictados de ninguna cultura alimentada de normas y represiones, impida que cada ciudadano elija sin miedo la lengua en que quiere expresarse, ni la fe en que amparar sus temores, ni los ritos con los que consolarse, ni la estética con la que solazarse, ni la moral que mejor se acomode a los dictados de su conciencia. O se nos permite ser libres antes que cualquier otra cosa, dentro de lo que a cada uno le ofrezcan sus horizontes, sus inquietudes y su valentía, o la protección de las culturas matará la libertad de todos, al menos de todos los que no gobiernen cada cultura.
Y esa misma claridad debería tenerse en lo tocante a las relaciones entre Estados. Ni obsoletas soberanías nacionales ni truculentas identidades culturales han de admitirse como excusa para dejar de denunciar la opresión, la discriminación y el abuso sobre las personas allí donde ocurran. Cada vez que una cultura opresiva se quiebre debemos celebrarlo las gentes de bien, igual que nos congratulamos de la muerte de los dictadores –sí, de la muerte- y del ocaso de cualquier dictadura. Y si somos consecuentes y en verdad creemos en lo que a menudo proclamamos –derechos humanos, por ejemplo-, no cedamos ante nadie –ni cultura ni Estado- que demande de nosotros, de nuestras instituciones y de nuestra cultura, lo que él no está dispuesto a darnos en la suya.
Tal vez algo de esto viene a cuento nuevamente, ahora que andan los ánimos de algunos revueltos por el proyecto de gran mezquita que se va a edificar en Córdoba con financiación de los petrodólares saudíes. Yo me alegro sinceramente de que se levante tal mezquita y de que se construyan muchas más, por si un día el cuerpo o el alma me piden abrazar la fe del Islam. Pero asegurémonos también de que podemos financiar y construir un catedral en Riad, por si alguno de los de allá quiere pasarse al cristianismo. Y preguntémonos si los ateos tenemos allí posibilidad de manifestarnos como somos con la misma libertad que en nuestra tierra estamos reclamando para los musulmanes a este lado, en este Estado no confesinal. Si resulta que no, no será razón probablemente para que deje de alzarse esa mezquita, pero sí para que llamemos a las cosas por su nombre, defendamos antes que nada lo que más importa y nos prevengamos, con firmeza y sin estridencias, frente a los que puedan abrigar la tentación de instaurar aquí poco a poco una teocracia hipócrita y explotadora que acabe con esta libertad –quizá escasa, pero sin duda mayor que la de los saudíes de a pie- de la que como humanos respiramos. Seguramente la fe de aquellos vale tanto como la fe o el escepticismo de los de aquí. Pero que nuestras generosas intenciones no sucumban ante los aviesos propósitos de los que por infieles nos desprecian, si es el caso. O, al menos, no babeemos cuando los jefes aquellos se vienen a sus palacios de Marbella a comprarnos con oro y encamarse con las putas más caras de esta casa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Magnífico. Supongo que es así como se sientan las bases: mirando muy hacia delante, partiendo de un individualismo no en su versión alicorta (que se acaba en el concreto sujeto), sino como modelo de construcción social.

Dentro de este marco caben aún muchos modelos distintos. Por deformación profesional, me interesa el fenómeno de las conductas ilícitas condicionadas por culturas foráneas. Aquí también caben dos extremos y, entremedias, multitud de matices. Un extremo liberal jacobino, que niega toda toda influencia del sistema de creencias del infractor (y su grupo); un extremo ultraindividualista, que les otorga gran juego (en tanto que creencias del concreto sujeto); y jugando en toda la cancha, un factor galaico, que dice que home, depende de cómo se vexa. Me apunto más al jacobinismo, pero desde el factor galaico.
Hay ámbitos donde el Estado no admite ningún cuestionamiento de la prohibición por este tipo de cuestiones. Si a usted no le gustan las mujeres empresarias, los judíos, los árabes, los negros o los homosexuales, y les va a la cabeza, nos la bufan sus creencias: usted se apañe para cumplir con las leyes. A usted le vemos como "individuum", como "sistema indiviso" que no se puede separar entre "Parte interna" y "Parte externa". Para nosotros es usted una "black box": nos importa sólo qué estímulos entran en su cabeza y cuáles salen de su cuerpo. Cómo se las apañe usted es cosa suya.
Sin embargo, no todo es así de radical. En infracciones de carácter menor, la responsabilidad puede matizarse (no eliminarse) atendiendo a las presiones, sobre todo grupales, que se dan en el sujeto que opta por la infracción. En especial cuando se trate de "infracciones sin víctima".
(La subespecie de la "infracción por motivos de conciencia" tiene más miga. Y no creo que se base en nada de lo anterior, ni en un valor superior de "la coherencia con la propia conciencia" -que puede ser una cosa peligrosísima para los demás, como demostró Calvino en "EL Vizconde Demediado"-, sino con ciertas conciencias. No la del nazi, sino la del resistente a la guerra. A fin de cuentas, le debemos lo bueno a nuestros predecesores delincuentes de conciencia "resistentes a la guerra", entre los cuales jugaban algunos tipos tan curiosos como los Testigos de Jehová).