11 mayo, 2007

¿Viagra para los funcionarios?

Qué carácter se le pone a uno, hija. Pero es lo que hay. Esta mañana he hecho una nueva incursión en las oficinas del registro civil. Ahí te quiero ver. Había estado antes dos veces. La primera hace cerca de un año, cuando fui a inscribir este matrimonio de lujo en el que he incurrido. Todo transcurrió con bastante normalidad y sólo me sorprendió que me emplazasen para tres meses después para recoger el libro de familia. Se ve que le dan la vuelta al mundo o lo orean un poco en alguna era vecina antes de entregárselo al paciente ciudadano. Pero sin problema, no me quejé ni me quejo de eso.
La segunda visita fue hace un par de semanas y ahí sí me empezó el mosqueo. Voy a inscribir las capitulaciones matrimoniales que hemos hecho mi media naranja y yo para tener separación de bienes y que esté claro lo que es de cada uno si en nuestras vidas se cruzan el conde Lecquio o Gema Ruiz, pongamos por caso. Tuve que aguantar casi una hora porque tenía tres personas delante y las funcionarias del lugar no se daban prisa mayormente. Eso sí, animada charleta entre ellas, salidas de la oficina para lo que uno se imaginaba primero hacer aguas menores pero que, por la tardanza, debían de ser labores de mayor dedicación, una que a media mañana coge el bolso y dice que hasta el día siguente, chicas, otra que me informa mal y me hace gastar media hora en la cola que no es...
Y hoy, para rematar. Me voy a recoger los documentos que ya debían estar listos. Nadie en la sala, qué alegría, me imagino una gestión rápida y todos tan amigos. Me acerco al mostrador donde está la primera señora. No levanta la vista al sentirme llegar, mal asunto. Digo hola, buenos días, y sigue sin levantar la vista, aunque me pregunta que qué deseo. Le cuento. Me dice que es en la sala de al lado. Voy para allá y sigo tranquilo, pues veo una funcionaria sin clientela e intensamente concentrada en la contemplación de las musarañas. Le explico a lo que voy y me dice que eso es con su compañera. Que donde está, pregunto. Que salió, me contesta, que puedo esperarla. Salgo y espero quince minutos. Empiezo a inquietarme y le pregunto de nuevo a la de las musarañas si no podría buscarme ella ese papel que debo recoger y que se supone que ya está listo. Me asegura que imposible, que esa sección no es la suya. ¿Y cuánto tardará la que lleva la sección?, interrogo. No sé, tal vez media hora, me contesta.
Salgo y vuelvo a la del mostrador en la sala general. ¿No podría usted arreglame este asuntillo de nada? Yo no, me dice, pero pregunte a esa funcionaria que está ahí dentro, tal vez ella se lo resuelva. Es que me dice que no, le explico. Ah, y se encoge de hombros. Vuelvo para adentro. Que me dice su compañera que usted tal vez... Ah, no, eso no es cosa mía. Ya me habían puesto caliente. En el sentido de enfadado, quiero decir, que de otra manera es imposible, con aquellas faldas de teresianas, esas gafas de culo de botella y esa mirada extraviada, como de rinoceronte que vivió su último orgasmo el siglo pasado.
Así que paso al ataque: ¿puede decirme si su compañera está en su hora del café? No, estará haciendo algo, contesta. ¿Algo como qué? Puede que algún trámite. ¿Qué trámite? Pues estará con algún fiscal. Vaya, pues no le arriendo la ganancia al fiscal, pienso, y me pongo a repasar la lista de los fiscales de allí que conozco. ¿Me puede decir con qué fiscal está? Levanta la cabeza la mujer, que tendrá treinta y tantos años, gafas de concha y un pelo antinaturalmente negro, y en su bizqueo acentuado intuyo que la pelea se va a poner buena. No tengo por qué decirle más, me explica saliéndose de sí misma, como yéndose. No, si yo se lo pregunto porque sospecho que su compañera estará tocándose los cojones simplemente. La descoloco y se queda quieta con la boca abierta. Antes de que le salgan las babillas, le aclaro la situación: es que quiero escribir una queja y voy a decir que no me han atendido porque están ustedes tocándose los cojones, ¿sabe?, pero tengo antes que asegurarme de que su compañera también anda en eso. Noto cómo le sube el color a esas mejillas que ya no lo recordaban y me voy justo cuando empieza a vocear no sé qué.
Ahora ando averiguando cómo diantre se presenta una queja por una cosa así en un lugar como ése y ya me han dicho que si quiero se me disculpa un jefe. Demonios, no es eso. A ver, para qué necesito yo zumbarle a un jefe, dígamelo usted. Pero ¿es que no tenemos defensa contra funcionarios/as sinvergüenzas, prepotentes, impotentes y frígidos?
A propósito, en el periódico Die Welt de anteayer venía la noticia de que en Alemania los tribunales han reconocido el derecho de los funcionarios a que la seguridad social les proporcione viagra siempre que lo necesiten. ¿Será ésa la solución? ¿O bastaría echar a unos cuantos a la puta calle, para general escarmiento y que no anden jodiendo a los ciudadanos, con viagra o sin ella?

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