08 septiembre, 2007

El ojo de las instituciones

Allá por los albores de la juventud era en el grupo de amigos tema recurrente el de por qué las chavalas acababan morreando siempre con el más cabronazo, que nunca era ni el más inteligente, ni el más aseado ni la mejor persona. En cada grupo y en cada pueblo había un descarado que se las llevaba de calle, mientras los demás veíamos pasar los días a dos velas y con un primer convencimiento de que en este mundo no hay ni justicia ni providencia ninguna. Luego supimos todos que las chicas tenían conversaciones paralelas, pues su enigma estaba en por qué eran mejor pretendidas las más guarras y más dispuestas para el magreo apresurado.
En fin, aquellos tiempos pasaron, por fuerza todos nos hicimos de orden y las partidas de más nivel comenzaron a jugarse en la clandestinidad. Pero a mi la sensación se me renueva cada dos por tres, si bien no a propósito de las equívocas relaciones entre los sexos, donde ya va uno sabiendo que no hay reglamento ni estadística que valga, sino en lo referente a las instituciones. Sí, ha leído bien, he dicho instituciones.
Si me apuran, los devaneos institucionales son mucho más raros que aquellos otros, propios de la edad y de las pulsiones en sazón. Unos y otras lo que en el fondo buscábamos era el ayuntamiento carnal, por mucho que se comenzara siempre por los veinte poemas de amor y se acabara en la canción desesperada. Pero la relación entre la mente y el cuerpo de las instituciones es mucho más compleja y esquiva al análisis facilón, pues díganme si no por qué ese empeño de las instituciones en que se las beneficien los más incapaces. A los humanos nos posee el instinto de sobrevivir y reproducirnos, y de ahí que cuanto más se nos embota el seso más busca el sexo el macho impulsivo o la hembra receptiva. Luego nos hacemos racionales y tal y descubrimos que la familia es célula básica de la sociedad y que el amor hay que santificarlo y todo eso. O sea, la edad. Pero, repito, ¿y las instituciones? ¿Por qué su empeño en la autodestrucción, su afán por que las posean y les saquen el jugo los más incapaces?
Sí, ya he contado aquí que ando estos días con dolor de huesos porque me toca hacer de juez en habilitación para cátedras. Pero palabra que no me refiero a esas vivencias; o solo a ésas. Ni mucho menos. Llueve sobre mojado, diluvia en plena inundación. ¿Qué de qué hablo, pues? Veamos.
Últimamente he tenido diversas y variadas ocasiones para repasar currículos de profesores universitarios. Dramático. Uno se topa de tanto en tanto con la trayectoria de magníficos profesores e investigadores que no se comen una rosca. Ahí van escribiendo sus trabajos con calidad y esmero, sobreponiéndose a la soledad del corredor de fondo y exponiéndose cada tanto a que una comisión cualquiera o una anequilla de chupatintas les diga que muy bien pero que al peso se les ve pobretones y pelín apocados. Lógico, si no hacen más que estudiar y elaborar su obra con espíritu artesanal y más vocación que habilidad para el marketing. ¿Qué usted sólo escribió un libro en siete años y no fue ni siquiera secretario de la comisión de convalidaciones de su facultad? Inútil, que es usted un inútil y un perezoso incorregible. Sí, el libro será bueno, no digo que no, pero tampoco nos vamos a poner a leerlo. Si al menos nos presentara un esquema del mismo en power point…
Y luego están los otros. Madre mía, cómo se lo montan. Han desarrollado los atributos faciales del oso hormiguero. Escriben mucho, lamentable en la forma e incomprensible en el fondo. Tienen una antena muy sensible para detectar los tópicos de moda, lo que mejor se vende en el mercadillo académico: que si globalización, que si multiculturalismo, que si nuevas tecnologías y sociedad de la información, que si derechos humanos de octava generación, que si adaptación al espacio de Bolonia. Mucho ruido, muchísimo ruido, y pocas nueces, batiburrillo de lugares comunes y faltas de ortografía, bazofia adobada para alimento de burócratas, posturitas para la galería, vacías entelequias de exquisito diseño. Son los que se llevan el/la gato/a al agua. Becas, ayudas, proyectos de investigación, cargos, subvenciones, viajes a porrillo con dineros públicos, publicaciones de tapa dura y letra blanda.
Hasta es diferente el estilo con que los logros de presentan. El friqui académico nunca expone sus méritos, tan abundantes como dudosos, diciendo que se presentó a tal convocatoria o consiguió con esfuerzo y mucha suerte publicar tal cosa, sino que usa siempre las siguientes expresiones: me invitaron, me ofrecieron, me pidieron. De alguna forma han de explicar por qué se pasan la vida viajando y obteniendo fondos a espuertas, y lo cuentan, así, orgullosos, pletóricos, satisfechos. No dicen me arrastré, engañé, aparenté, fingí, aproveché que tenía un primo con mando en la subsecretaría de turno. Y los más trabajadores y esforzados, los que de verdad dan el callo y producen obra seria, los oyen y se quedan con cara de alelados, preguntándose por qué a ellos nadie los llama, los invita o les ofrece una pasta por decir cuatro paridas ante auditorios amaestrados y de pega. Misterio.
En el estercolero los que mejor se las componen son los gusanos, eso es bien sabido. Pero, caramba, no resulta fácil asumir que nos movemos en ciénaga tan putrefacta. Mas es lo que hay. A ver, si no, cómo explicamos que las instituciones académicas y científicas –con las consiguientes excepciones, escasas- otorguen sus más generosos favores a los más inútiles y desmelenados. Chalados que se han pulido cantidades mareantes de dineros públicos en proyectos de investigación absolutamente inverosímiles, atrevidos que se han ido a gobiernos autonómicos con propuestas para digitaliizar las danzas regionales o para hacer un archivo con las lavanderas que frecuentaban en el siglo XIX la fuente del pueblo, y que han recibido el apoyo entusiasta y generoso de la consejería oportuna, linces que lo mismo convierten en euros el género que la memoria histórica de una parroquia de tercera.
El buen investigador, el profesor honesto, el autor de investigaciones cuidadas y que vienen a cuento, se pudre entre libracos y se deja las pestañas en su despacho o en su casa, mientras que los más osados se pasan toda ciencia por el arco del triunfo y se dedican a ordeñar la idiotez institucionalizada.
¿Y todo eso por qué? Porque son analfabetos los políticos y burócratas que deberían velar por la excelencia y los buenos rendimientos del personal universitario, porque cuenta sólo lo que pueda venderse al peso en el zoco de las modas y de la corrección política, porque las instituciones juegan nada más que a coser los imaginarios trapos con los que piensan disimular que el rey está denudo. Simbiosis perfecta entre el político sin luces y el cínico que come en su mano a cambio de mejorarle los réditos simbólicos.
En España las universidades y las instituciones políticas que se ocupan de la investigación de consuno están consiguiendo levantar una casa muy aparente que por fuera va cobrando pinta de palacio y que por dentro no es más que una cacharrería de mala muerte. Es lo que hay. La gallina de los huevos de oro descubre su íntima vocación de meretriz y aprende a buscar los gallos que le convienen.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El nuevo sistema de acreditación es una nueva humillación: ahora la excelencia en Macroeconomía la podrá juzgar un no economista. La excelencia en Derecho tributario la podrá juzgar un no jurista. Merecida humillación, consecuencia del desprestigio de unos sistemas conforme a los cuales gana casi invariablemente el candidato previamente vinculado a los decisores. Hagan estadística.

CASO PRÁCTICO:

Calcule el grado de desviación de las decisiones respecto de la excelencia académica:

a) En el viejo sistema 3+2

b) En el agonizante sistema de Habilitación nacional.

c) En un eventual sistema de acreditación organizado por académicos no necesariamente expertos en la materia.

d) Con un dado: seis candidatos por plaza, numerados del uno al seis.

Anónimo dijo...

Aunque supongo que contestarán desde el Lado Oscuro algo así, por Agustín Lara:

Todos los hombres más feos conquistan las hembras más guapas,
Agustín Lara y un tal Sinatra.
En cambio yo que nací un pollopera,
aquí me veis con la lengua fuera.

He visto gordos y flacos sin sal ni talento
lucir del bracete de un monumento.
Ah! yo quisiera ser feo
para lucir del bracete una chica gachis. Que si!

Voy a ver un cirujano especialista en lo facial,
para que me cambie a mi este perfil que tengo yo, angelical.
Y de ser así, voy a lucir super gachis,
la gente dirá que soy un adonis.

Cuando termine de cantar este chotis.