30 mayo, 2008

Impresiones mexicanas

Pues aquí estamos. Vuelo larguísimo ayer. Consigo asiento en salida de emergencia, todo un éxito. A mi lado, una monja robusta y con todo el uniforme, bien negro y abrigado. Me regaño a mí mismo por andar mirando raro a las musulmanas que me encuentro por ahí ataviadas con el pañuelo correspondiente. La monja duerme como un lirón casi todo el viaje, y, cuando no, lee un libro. Me retuerzo para cotillear de qué va y, sorpresa, ¡es un libro de autoayuda! Si yo fuera el Papa me preocuparía. Milenios de teología potente para esto, para que las monjas vayan leyendo sobre cómo alcanzar la plenitud vital mediante la meditación cósmica y la confianza en las propias energías. O a lo mejor es lo mismo, yo qué sé.
Me recibieron anoche amablemente los anfitriones y me llevaron a cenar a un restaurante servido por camareras cuarentonas con expresión de diosas llenas de orgullo místico. Se me informa de que hoy tendré el día libre y puedo quedarme aquí, en el D.F., pues los jueves los alumnos de la maestría de Puebla, donde tengo que contar cosas, no van a clase. Me conformo y no hurgo más en designios tan inescrutables y tan propicios para mi asueto turístico.
He pasado el día callejeando. Jamás había visto tantos policías en una ciudad, hay casi tantos como turistas. Los policías mexicanos son gorditos y de expresión bonachona. Como no parecen muy aptos para perseguir cacos a la carrera, ponen muchos, para disuadir al delincuente por saturación de los espacios.
Al caer la tarde regreso andando al hotel y, cómo no, el avispado de turno me ve la consabida cara de pardillo español. Se me acerca y me pregunta si no me interesa un buen local de señoras. Le digo que no y que muchas gracias. Aparte de que no porque no, me imagino a las vestales de turno bien adornadas de michelines, según el modelo nativo. El tipo se empeña en interrogarme y uno, educado a su pesar, le sigue respondiendo, aunque sea con monosílabos. Cambia de tercio y me cuenta que si ando en viaje de empresa y necesito facturas falsas de cualquier cosa, él me las proporciona. Mira qué bien. Debe de ser esa una industria floreciente. Pero tampoco gasto de eso. Mas el acoso no cesa y mentalmente calculo cuánto me falta para el hotel, mientras el sujeto me acompaña como si fuera un amigo de toda la vida. Que si de dónde soy, que si qué hago, que si adónde voy. De pronto, muy serio, clava la vista en mis zapatos. Sin poder evitarlo, me paro y me quedo yo también mirándolos, como si de mis pies fuera a surgir un genio maléfico o una peste de caminante acalorado. Antes de que salga de mi estupor y mientras sigo preguntándome por qué diablos me he parado a mirarme los pies, murmura que necesitan una limpieza, se agacha, me los impregna con una sustancia espumosa que no sé de dónde ha sacado y me dice que me siente. Cómo no me voy a sentar, si me ha quedado el calzado como si el mismísimo dios del submundo me lo hubiera llenado de babas. En mi desconcierto, tampoco llego a ver de dónde ha cogido los bártulos de limpiabotas, y en menos que canta un gallo azteca ya me está llenando de cremas y betunes y cepillando con saña. Mientras, habla y habla de un montón de cosas de las que no soy capaz ya de dar cuenta. Luego saca un frasquito con una pócima que me aplica para el brillo, mientras me cuenta que es el producto más caro y mejor del mundo mundial. En este punto mi cabeza ya va volviendo en sí y llego a la conclusión evidente: date por jodido. Termina, echo mano a las monedas del bolsillo, me mira como si fuera yo el más degenerado de los pecadores y me dice que son doscientos pesos. La madre que lo parió. Hago precipitadas cuentas, deduzco que son diez euros o más, sopeso y llego a mi conclusión habitual: bueno, los pringaos tenemos que pagar algún impuesto extra. Además, aquí eran dados a los sacrificios humanos y me siento tal cual prisionero enemigo. Le suelto la pasta como quien cumple con un rito obligado y me dice que no, que esos doscientos son por el cepillado, pero que doscientos más por el abrillantador mágico. Ahí ya me planto, para no avergonzar más a Hernán Cortés y sus valerosas huestes hispanas. Echa pestes, lo mando a la mierda y se va despotricando con cara de ofendidísimo. Putos europeos imperialistas y tal. En fin.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En la mayor parte del DF es impredeciblemente peligroso pararse a hablar con desconocidos, estimado anfitrión de estas líneas, incluso en el centro y a las dos de la tarde. No es aconsejable, pues. Un estropicio en los zapatos es lo de menos.

Para comer bien (no muy vegetariano, advierto, como por otra parte se colige del nombre) y recrearse la vista con el espectáculo sociológico (cero michelines, salvo los de la clientela), sugiero el Angus, en la Zona Rosa.

Salud y buenas experiencias,

Anónimo dijo...

Pero bueno, qué casualidad. Me enteré de todo ayer mientras paseaba con mis amigos académicos colombianos --brillantes, globalizados, sin problemas de ego, trabajadores, cultos e informados muy por encima de la media (si la media son mis amigos académicos españoles)--.

Esteban me lo contó mientras caminábamos por las calles aledañas al Zócalo, viendo precisamente los edificios y las escenas que aparecen en las fotos que cuelgas, letrinas incluidas. Y hoy le he echado un ojo a todo: al texto sobre el turismo académico-sexual en Colombia, a la reacción de César en el blog de Gargarella, a la columna de Daniel en Semana.

Me gustan las personas liberadas de la political correctness pero la verdad, lo que tus escritos sobre Colombia y México me provocan es bastante lástima y algo de vergüencilla ajena... Soy española como tú, llevo ocho años viviendo en el DF, y tus comentarios de españolito va-de-guays me resultan tristemente familiares. ¿Incurriría yo en el mismo tipo de análisis superficial y racistoide si decidiera expresar mis impresiones sobre los lugares que visito como académica por unos breves días? Con toda seguridad. La diferencia es que un residuo de sentido común y de digna cautela, adquiridas con esto del haber "salido afuera" un poco, frenarían cualquier impulso de publicarlo en un blog.

Veo que no te has animado a contarnos nada de Puebla. La parte académica me la imagino, pues yo también he sido invitada a dar clases en una de las maestrías que se hacen los fines de semana en esa ciudad, quizá la misma en la que has participado tú. Espero que hayas podido soportarlo, gracias a tu frescura habitual y el callo que a uno le da el haber pasado por tantas experiencias semejantes en los viajes a las Américas... En cuanto a las mujeres, me imagino que te parecerán mejor las colombianas. A los españolitos estas chicas bajitas, de rasgos toscos, ridículamente maquilladas, sin cintura, con poco culo, y a veces peludas, no os suelen gustar mucho...

Feliz regreso a León. Tus muchas responsabilidades docentes te esperan.