17 junio, 2009

Criaturas del campus

La infancia nos determina, para bien o para mal. Aunque, bien mirado, yo no sé cuáles de las ideas que en la infancia me hice y me marcaron eran simplemente prejuicios mamados, tomados de mi medio, o en qué medida había algo de cierto entonces y lo que pasa es que el mundo cambió después. Lo digo porque el ambiente humilde en que me crié era extraordinariamente homogéneo. Había entre aquellos queridos labriegos personas más inteligentes para sus cosas y menos, cómo no, pero la experiencias eran muy comunes y los estándares de comportamiento y de pensamiento sumamente parejos. Y el niño o adolescente de entonces, ingenuo en grado sumo, pensaba que aquella era buena gente, pero que había mucho que estudiar, vivir y experimentar para pasar a otros estratos sociales, en los que se suponía que las personas sabían mucho más, se manejaba con superiores artes y hacía gala de una mucho mayor amplitud de miras. Mentira cochina. Al menos a día de hoy, existen campesinos -o taxistas o albañiles o electricistas...- mejor informados, con opinión más autónoma y mayores luces que muchos profesores universitarios.
El conocimiento, la inquietud intelectual, la altura moral, el buen gusto son cosas que se han hecho transversales a los grupos sociales. A lo mejor hasta es bueno que así sea, no digo que no. Pero, si me permiten el pequeño desahogo, he de manifestar mi continua y creciente perplejidad. Concreto más: si tuviera que sintetizar la razón de mi profundo desencanto con el medio universitario, pondría ahí la clave, en la síntesis penosa de mezquindad moral y pobreza intelectual que se respira de puertas adentro en la universidad. Naturalmente, en todas partes hay de todo y toda generalización es sólo eso, un apresurado promedio. Pero uno mira alrededor y, como promedio o tendencia suficientemente preocupante, encuentra una descorazonadora pobreza, pobreza de espíritu, pobreza moral, pobreza intelectual.
Mi padre, campesino sin estudios ni más maestro que la vida, leía el periódico con ansiedad y fruición y apresuraba las faenas para no perderse el telediario. Hoy, una gran parte de los profesores universitarios que conozco son absolutamente impermeables y ajenos a lo que pasa en el mundo y que no afecte a su nómina o sus más elementales y prosaicos intereses. Mi padre, antifranquista convencido y perseverante, echaba pestes de aquel régimen infame y conspiraba contra él en la medida de sus muy limitadas posibilidades. Una gran parte de los profesores universitarios que conozco son rotundamente indiferentes a los manejos de cualquier poder o a cualquier injusticia, aunque en nombre de la justicia y los principios que vengan al caso claman como posesos contra cualquier medida que les rebaje sus expectativas de ganar cien euros más al año o de trabajar cuatro horas menos. Y no regatean su bovino apoyo a cualquier gobernante que les asegure una elemental ventaja. Mi padre presumía, el pobre, de cuánto había viajado y cuántos lugares había pateado, aunque todos sus viajes los había hecho fusil en mano durante la guerra civil o en el servicio militar que tuvo que prestar después en Burgos. Hoy, muchos de los jóvenes profesores que conozco (no todos, insisto) aspiran a no moverse de su parroquia y observan con una mezcla de estupor y desprecio las enormes posibilidades que la vida universitaria ofrece para ir de un lado a otro y relacionarse con otros medios y otras culturas.
Lejos de mí, palabra, cualquier tentación de convertirme en ejemplo de nada ni para nadie, ni el deseo de ser lapidado por soberbio, pero no puedo evitar algunos recuerdos y no sé cómo tomármelos. Antes de los treinta años había aprendido unos pocos idiomas, había vivido dos años en Alemania, había recorrido media Europa con la mochila al hombro, había dormido en trenes, estaciones y garitos inmundos, había tenido un hijo, me había partido el alma leyendo, me había jugado el futuro para abrirme horizontes, no me perdía congreso de mi disciplina, no rechazaba jamás dar unas clases adicionales y me entusiasmaba con cada nueva iniciativa de mi Facultad, aunque me supusiera más trabajo y me quitara más tiempo para estar en casa o ir al supermercado. Y, de propina, algunas juergas mayúsculas. Creía, pobre de mí, que todo ello era parte del oficio y servidumbre de una vocación. Hoy las cosas ya no son así, por lo general.
Los ves atados a sus cositas, esclavizados por sus cálculos, sumisos, leves, fungibles, apocados, medio escondidos cuando hay algo importante que dirimir, convencidos de que el mejor sitio para estar es su salita de estar, embebidos de rutina, refugiados en las tareas familiares, enviciados de televisión-basura y fútbol, esforzándose para hacer su esfuerzo mínimo, acoquinados ante los más tenues desafíos, poniendo en euros y céntimos el balance de su existencia y bebiendo agua para que la vida merezca la pena por ser una vida sana, como si hubieran nacido para geranio o florecilla de ventana. Se van, pongamos por caso, a Sevilla, comisionados por el carguete y de gratis total, y vuelven contando maravillas de cómo es Andalucía, pero asegurando que el tren es agotador y que no piensan repetir la aventura en una buena temporada. ¡Cielo santo!
Si algún viejo profesor se explaya un rato en su presencia sobre libros o vivencias, ponen cara de tierra trágame y ya vuelve este pelma a hablar de sandeces. Adoran la paz de los conformes, la placidez de la medianía, la almohada de casa y el ruido acogedor de la cisterna de su baño cuando su pareja hace pipí antes de poner la cena o de acostar a los niños. Se pasan tres o cuatro meses consultando internet para conseguir a precio de saldo un apartamento en Torremolinos para una semanita de agosto y, a nada que te descuides, te castigan el bazo con el pormenorizado recuento de los precios y los metros cuadrados y con su satisfacción porque se han ahorrado cincuenta euros por reservar antes de mayo y porque el piso aquel tiene dos teles y arcón congelador.
Si a su Facultad llega un conferenciante de postín no sólo no van a escucharlo, para qué, sino que fingen un dolor de muelas para no encontrárselo y que no se lo presenten, no vaya a ser que les salga con historias de libros y teorías o que hable en un idioma raro. Pero si es tiempo de elecciones universitarias, se dejan ver y se ponen a tiro por si cae un carguito con doscientos euros de complemento al mes y, por supuesto, van a votar a quien les prometa tan suculenta canonjía.
Eso sí, luego todos estamos muy de acuerdo en que los estudiantes nos llegan muy mal preparados, en que son muy conservadores, en que se han pasado su corta vida pegados a las faldas de mamá o en que no tienen hábitos de lectura. Ya te digo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No sólo en el sector que usted nombra.

Los he visto. He visto el cambio. Hacen lo mismo. Quieren lo mismo. Pierden la vida en las mismas cosas. Y aunque no les toque tan de cerca hablan también de los alumnos en los mismos términos que los profesores. Son capaces de poner como ejemplo a sus propios hijos, ya desde los de 4 o 5 años, atados aún en sus sillitas de paseo, porque "no puedo con él. ¿sabe?". Los he visto.

Gaviota dijo...

Aunque tiendo a estar de acuerdo con la apreciación sobre los estudiantes, no lo estoy con la de los viejos profesores. Por el contrario, observo que las ansias de los más jóvenes se ven truncadas en múltiples ocasiones por la terquedad o la soberbia de los mayores.

Sin embargo, preocupa la decadencia de la pasión por el saber y por el aprender. Muy buen ingreso.