15 febrero, 2010

Funcionarios

Algo se está moviendo y ya veremos si para bien o para mal. Hace un par de días, en El País venía un reportaje bajo este título: “Fijo para siempre, pero ¿inamovible?” Y en los subtítulos se mezclaban variadas cuestiones: “El empleo público, altamente protegido, sigue en expansión - Ser más o menos productivo no tiene consecuencias - El reto es evaluar al funcionario”. Hace falta debatir, ciertamente, pero aclarando más de una cuestión.
Una cosa es el estatuto jurídico de los funcionarios, otra distinta la de cuántos hacen falta y para qué, y una más la de a qué controles han de estar sometidos y hasta dónde deben llegar sus derechos.
En el Estado moderno se da una combinación entre el gobierno, en manos de políticos democráticamente elegidos, y Administración, a cargo de profesionales con estatuto estable y no a merced del capricho o los intereses personales y partidistas de los gobernantes, seleccionados por su competencia y capacidad de gestión. Los políticos han de aplicar los programas de gobierno encomendados por los electores; los funcionarios y demás trabajadores del Estado tienen su cometido en la aplicación de los medios técnicos para aquellos propósitos. Un Estado sin cabeza política carecería de guía o estaría al albur de otro tipo de poderes; un Estado sin cuerpo técnico capaz y permanente podría sumirse en la incompetencia o la inoperancia.
El político tiene que mandar más que el servidor profesional del Estado, pero éste está justificado por su saber y su peculiar capacidad. El político pasa, pero el funcionario queda, pues sus prestaciones no son políticas y su misión no es de gobierno, sino de salvaguarda de las estructuras y las labores del Estado, en cualquiera de sus esferas. Sustituir a los funcionarios por puros y fieles servidores de los partidos políticos equivale a suplantación del Estado. Bien se ven las consecuencias en algunos países con estructura funcionarial muy débil y en los que cada nuevo gobernante coloca a sus leales y somete el interés público a sus puros antojos. De ahí la justificación y la necesidad de la inamovilidad funcionarial. También cabe el defecto inverso, el de la hiperburocratización del poder y la política, cuando los funcionarios, convertidos en casta, usan su posición y sus recursos para labrarse privilegios, sabotear a los gobernantes y sustraerse a controles y exigencias.
Ante esos dos extremos viciosos, ¿cómo es la situación en España? Posiblemente de tensión, tensión que no sirve precisamente para acercarnos a un término medio que pudiera parecer virtuoso. Por una parte, es clara la tendencia de los partidos dominantes a hacer de los funcionarios un séquito de lacayos, sobre todo a través de procesos de selección poco transparentes y orientados a favorecer a compañeros de partido, amigos y parientes. Por otra, los cuerpos de funcionarios, que no paran de crecer, tienden a enquistarse y hacerse fuertes en la defensa de sus ventajas, sin consideración a cualquier otro interés colectivo.
La lealtad al Estado ha de presuponerse y exigirse a políticos y funcionarios. Desleales son los unos y los otros cuando de sus miras desaparece el interés general. Desleal con el Estado es el gobernante que sólo se guía por el propósito de ganar elecciones, sin más objetivo real que mantenerse en el sillón y tener bien atendidos a los suyos. Desleal con el Estado es también el proceder del funcionario entregado al escaqueo y convencido de que lo suyo es más un seguro de vida que un trabajo que haya de rendirse con esfuerzo y rigor. Naturalmente, como en España el Estado es visto con recochineo y tomado a chufla constantemente, las deslealtades de estos y aquellos se multiplican al grito de tonto el último y el que la pille, “pa él”. Ancha es Castilla.
¿Cabe arreglo? Difícil. De los políticos ya hablamos otras veces y sabemos lo que hay y que de nosotros dependen. Apechuguemos con las consecuencias de nuestros votos. Así que debatamos hoy sobre funcionarios.
Las alternativas que suelen invocarse son igualmente falaces o desaconsejables: privatización de la Administración pública, un auténtico oxímoron, versus mantenimiento de statu quo. Lo primero supone entregar el Estado y su Administración a la rapacidad de empresas y contubernios político-económicos; lo segundo ha de parecer inaceptable para quien sepa del bajo rendimiento y el descaro del funcionariado que tenemos, como promedio y salvadas las excepciones que haya que salvar.
Las soluciones que empiezan a apuntarse dan mucha risa. Parece que la situación se va a arreglar evaluando a los funcionarios e impartiéndoles muchos cursitos sobre equilibrio personal en el puesto de trabajo, ética pública o realización laboral, o haciéndoles rellenar formularios y aplicaciones en las que detallen cuántos papeles movieron el año pasado o a cuántas reuniones asistieron. Zarandajas. Más burocracia y pasto para descarados consultores, expertos en curvitas y powerpoints. Deben de estar los psicopedagogos y demás artistas y sableadores frotándose las manos.
Estudios serios hacen falta, sin duda, pero para otras cosas. Por ejemplo, para determinar el número de funcionarios que realmente se necesita en cada departamento o negociado. Lo que no es de recibo es que el número de funcionarios aumente sin tasa ni control. Estudios serios se requieren también para establecer el rendimiento mínimo, el volumen de trabajo correspondiente a cada puesto. Y, correlativamente, tiene que exigirse ese rendimiento. Con eso llegamos ya a uno de los núcleos del problema, a los famosos derechos adquiridos.
Un señor o señora (pongan el ejemplo de un catedrático, si lo desean) se hace con un puesto de un determinado nivel, acto seguido decide que no vuelve a dar palo al agua y el problema no lo tiene él, que se queda más ancho que largo, sino la Administración y el servicio correspondiente. No lo mueve ni El Tato y no lo toca ni el apuntador. ¿Que algún jefe intenta ponerlo firme y hacerlo producir? La solución tradicional es la baja por depresión o cualquier otra enfermedad imaginaria. En tiempos recientes esa salida se combina con la tentación de acusar do mobbing al osado superior. O sea, y en términos prácticos: ni regañarlo ni ponerlo a hacer fotocopias ni echarle un chorreo ni meterle una presión laboral que le pueda producir angustia, pérdida de apetito, disfunción sexual o alteraciones del sueño.
Los que somos funcionarios y hemos tratado con muchos funcionarios hemos conocido de todo. Naturalmente que los hay cumplidores y laboriosos. El problema se plantea con dos tipos de funcionarios-lacra. Unos son los capaces, pero firmemente decididos a echarse a la bartola. La tentación es muy fuerte y el cuerpo (no el cuerpo administrativo, sino el físico) se queda muy bien el comprobar que por muy pillo que se sea y muy zángano que uno se vuelva, no pasa absolutamente nada y nadie le tose. Los otros son los inútiles integrales, los incompetentes absolutos. De éstos también he visto alguno en mis años en universidades. Son, por ejemplo, los que a día de hoy, siguen siendo incapaces de manejar el más simple programa informático o de ordenar alfabéticamente una lista con más de diez nombres. Vegetan dejados de la mano de Dios y del hombre, puesto que nadie pierde el tiempo en pedirles nada, ante la evidencia de que nada son capaces de hacer. En ocasiones, esos dos caracteres, el de caradura y el de inimputable, se dan en el mismo sujeto, y es cuando nos surge la inquietud más angustiosa: puesto que no se les puede mover, mi molestar siquiera, ¿no debería estar permitido su fusilamiento sin juicio ni nada? O, como mínimo, mandarlos a casa para siempre con una buena pensión, y que no estorben.
Ya tenemos dos conceptos en juego y hemos de ver cómo se combinan: inamovilidad e intocabilidad. El primero tiene honra raigambre doctrinal; el segundo es una manera de hablar para andar por casa, pero nos entendemos. Quedamos en que el primero debe defenderse, por las razones antes apuntadas; el segundo merece algunos matices.
Sobre el papel o en la justificación de fondo, el funcionario es inamovible porque la burocracia profesional forma parte del armazón permanente que el Estado necesita para funcionar, es lo estable en el contexto de lo que cambia. Cambian los gobernantes, pero se mantiene el personal técnico que el Estado precisa. Pero no se puede perder de vista que es ese carácter profesional y técnico el que fundamenta la exigencia de extremo rigor en la selección de los funcionarios. Éstos han de serlo por razones independientes de cualquier interés parcial o partidista y, además, han de serlo sobre la base del mérito y la capacidad, acreditados y, por qué no, mantenidos. Por consiguiente, pierde buena parte de su razón de ser la inamovilidad si los modos de selección del funcionariado están viciados y condicionados por la corrupción o el clientelismo.
Ahora vamos con la intocabilidad o intangibilidad de los funcionarios. Que, en cuanto trabajadores que son, aunque de las Administraciones públicas y no de la empresa privada, cuenten con la garantía de la inamovilidad no tiene por qué implicar que puedan vivir su profesión en régimen de perfecta impunidad. Que el Estado no pueda deshacerse de ellos ni arbitrariamente ni por algunas de las razones por las que podrían ser válidamente despedidos si se tratara de una empresa privada no es razón para que en su rendimiento y modo de trabajar puedan hacer de su capa un sayo e instalarse en el privilegio perfecto. El régimen de sanciones debe aplicarse y, si es necesario, reformarse, para que sea efectivo. La exigencia y la disciplina no tienen por qué ser menores que en la empresa privada. La productividad puede y debe hacerse valer, y no sólo incentivando al que más y mejor rinda, sino también penalizando al vago y al incapaz. No es admisible que el bajo rendimiento de muchos funcionarios sea excusa nada más que para crear más plazas de funcionario, a ver si entre muchos que hacen poco se da salida a la labor que podrían cumplir unos pocos que hicieran lo debido.
¿Quién le pone el cascabel al gato?

6 comentarios:

Rogelio dijo...

Con su permiso pongo el comentario que en otro blog ha colgado hoy un amigo mío.

Robin Jode dijo...
Voy a dar una nota de optimismo, que creo que hace falta.

El hospital público, donde este humilde aforado presta sus servicios es un ejemplo de generación de "riqueza y empleo".

VERBIGRACIA:

- En ciertas áreas administrativas, donde hasta hace poco tiempo la actividad estaba encomendada; como su propio nombre indica; a administrativos, ahora efectúan esas labores insignes galenos, es decir hemos incrementado el valor añadido de nuestro producto por 3, que viene a ser en dinero real la ratio matasanos/chupatintas.

- Durante la mañana levitamos, nos reunimos, arreglamos el mundo, nos ponemos al día, nos tocamos lo que nos sobra de alto, llegamos tarde, nos vamos pronto, en definitiva nos preparamos para la ardua tarea que nos espera por la tarde.
Eso sí, esa sobreactividad debemos retribuirla en torno al doble que la actividad ordinaria, digo ordinaria por esas cosas tan mundanas que hacemos por la mañana.

- Existen servicios dotados de plantilla fija y por tanto indisponible, pero somos tan machos y generadores de riqueza y empleo, que los subcontratamos porque la verdad, y en esto hay que dar la razón a los buenos gestores, que es mucho más grato recibir los jugosos obsequios y halagos de los proveedores que bregar con el diario tostón que supone un colectivo en muchos casos entrado en años y de diente torcido.
Así nos damos el gustazo de mantener una plantilla sobredimensionada, entre funcionarios y subcontratas, porque de lo que se trata es de generar mucha, mucha riqueza y mucho, mucho empleo.

- Para que esas sanguijuelas que nos suministran el material sanitario y los medicamentos se chinchen y de paso purgar a aquellas que no tengan buenas agarraderas o pertenezcan a uno de esos grupos financieros que no dejan de darnos alegrías, les pagamos en algunos casos con 1 año y medio de retraso (in crescendo).

- Como pago a nuestra sangría ellos contraatacan con incrementos espectaculares en los precios, de tal forma que nos damos por el culo mutuamente, pero sin perder las formas, como decía Felipe I, sin acritud .

- Como somos tan dados a las relaciones públicas, pues de todos es sabido que el roce hace el cariño, no dejamos pasar oportunidad para juntarnos y hacernos unas comidas de braga alta, pues no todo debe de ser trabajo y algún beneficio debe tener un servidor público, y por ello nos gusta inaugurar: hoy es una primera piedra, mañana una segunda piedra, pasado el cambio de tonner de la impresora y al otro el cambio del rollo de papel higiénico.
En todo acto inauguratorio o protocolario que se precie deben de participar no menos de 25 o 30 altos y medios cargos de las distintas administraciones, banda de música y un grupo de majorettes, para alegrar la vista y de paso echar algún anzuelo, a los que nos gusta la pesca.

- En los últimos 8 años el staff directivo se ha incrementado por 2 y los puestos de libre designación dan fé de lo viva que está la creatividad en este país, por lo musical y variopinto de las denominaciones de algunos de dichos puestos.


¿ Excepción ?, no hija, no, es la regla, yo soy tu regla.

En fín, y por no dar más la brasa, ustedes dirán si no está justificado mi optimismo, pues vamos hacia el pleno empleo a un paso que para sí quisiera la cabra de la legión.

..... little flag you are reeeeed, little flag you are yeeeeeellow………

..... que estás en los Cielos, santificado sea ..........

Anonimo1 dijo...

Desde el punto de vista estructural, las noticias –recurrentes- sobre el “exceso de funcionarios” y sobre su baja productividad pertenecen al mismo género que las referidas a la cadena perpetua o a la rebaja del arancel notarial. Siempre encuentran un público receptivo, que no ha dedicado treinta segundos a pensar sobre el tema, ni está dispuesto a hacerlo. Las cosas, sin embargo, distan de ser tan sencillas.

1. ¿Hay demasiados funcionarios en España? No es fácil dar una respuesta concluyente, si tenemos en cuenta que la amplia categoría de “empleados públicos” incluye a más de tres millones de personas, con tareas tan disímiles como las de médico, bombero, profesor o arquitecto. No creo que sobren médicos en España, tampoco funcionarios en la administración de justicia ni en muchos sectores de lo que queda de la administración del Estado. La mayor parte de los cuerpos generales apenas reponen efectivos en los últimos años. ¿De dónde salen entonces todas esas nuevas “hornadas”? Bien sencillo: una parte, numerosa, está constituida por el llamado personal “eventual o de confianza” (vulgo, “enchufados”), que la ley permite nombrar a los políticos SIN LIMITE ALGUNO, y otra, no menos numerosa, por personal contratado en régimen laboral, eludiendo sabiamente los procedimientos selectivos generales.

2. ¿Trabajan poco los funcionarios? Ídem del lienzo: los hay que trabajan muchísimo, v. gr., los de la Seguridad Social, con unos métodos de control y medición del trabajo que parecen sacados del Chaplin de “Modern Times”. Es verdad que existe una desmotivación generalizada y letal para el funcionamiento del servicio, pero ¿qué clase de motivación va a tener un trabajador que sabe que su carrera futura no guarda ninguna relación con la cantidad y calidad del trabajo que realice? A los cinco minutos de tomar posesión en una dependencia administrativa, hasta el más tonto se da cuenta de que los ascensos y los puestos con complemento específico se dan a los amigos y a los conmilitones políticos, porque en nuestro país, desde hace décadas, el grueso de la Administración –no sólo sus niveles superiores- está infiltrado por la política y eso es lo que la ha convertido en un artefacto inoperante. Los políticos en ningún caso se fían de los funcionarios técnicamente capaces, y por ello han puesto en marcha toda una serie de técnicas de “desgobierno”, que permiten, p. ej., encargar informes y dictámenes a personas de confianza, normalmente sin mayores conocimientos del tema, pero absolutamente de fiar, a los que –si hace falta- se les puede encargar hasta una reforma del Código Penal, para la cual jamás se contará con los verdaderos expertos, no sea que digan lo que no queremos oir.

3. En cuanto a los sistemas de medición del trabajo, (“evaluación del desempeño” es la expresión legal vigente), invito a echar un vistazo al “modelo” de evaluación que se pretende poner en práctica en Asturias, y que –si llega a prosperar- ocupará a cada funcionario durante horas para rellenar tan prolijos y desconcertantes formularios. Otro ejemplo: el modelo de “módulos de trabajo”, aplicado a los jueces hasta que el Tribunal Supremo declaró su nulidad, que condujo a cuantas aberraciones procesales cabe imaginarse (vid. Doménech Pascual, Gabriel, “La perniciosa influencia de las retribuciones variables de los jueces sobre el sentido de sus decisiones”, en InDret, julio 2008).

No sobran funcionarios: faltan “funcionarios” en sentido estricto, esto es, personas con capacitación técnica y unas expectativas de carrera profesional independientes de la política. Eso es lo que se ha extinguido concienzuda y deliberadamente en España, para reemplazarlo por una administración “amateur”, integrada por cohortes de estómagos agradecidos. Así nos va a ir.

Leónidas dijo...

Para que tanta evaluación de funcionarios,ni tanto niño muerto, el que quiera currar currará y el que no no. La clave es mandar al haragán al congo belga a plantar nabos.
Cambio y corto.

Anónimo dijo...

Hay funcionarios vagos, pero no más que cuando la economía iba bien, y creo haber leído en la noticia de "el país" que los índices de absentismo no son mayores que los de una gran empresa.

El revuelo que nos están vendiendo al respecto ahora no se debe sino a que se está aprovechando el tirón de la crisis para meterse con los trabajadores públicos en busca de algún beneficio. Eso también es otra clase de especulación de esa de la que Zapatero dice que sufre España cuando El Financial Times se mete con él. Los funcionarios públicos deberían (¿a través de los sindicatos? juas!) decir públicamente lo mismo de ese tipo de desinformación que se pública en los medios.

Esa especulación viene de dos bandos. Por un lado el sector político que ve la oportunidad tanto de flexibilizar la inamovilidad de los funcionarios para así disponer a su antojo del Estado (les encantaría volver al sistema de cesantías), como de enfrentar a la sociedad (divide y vencerás) despistándola de lo que realmente ocurre, que no es más que una inoperancia total por su parte para solucionar problemas cuando surgen; los políticos sacarían tajada por doble partida. Por otro lado está el sector empresarial del país, que ve en el sector público una tajada del mercado por explotar y donde hacer negocio, al respecto me hicieron gracia las declaraciones de Espranza Aguirre diciendo que los funcionarios boicoteaban la Ley de Dependencia, motivo por el cuál no funcionaba..., lo que no pasaría según ella si se gestionara por empresas privadas (las suyas, las de su familia y sus amigos, se entiende).

La inamovilidad no creo que sea una opción, es una necesidad.La Administración no se rige por los mismos criterios de beneficio que la empresa privada (parece que los políticos se acuerdan de ello solo cuando en épocas de bonanza se sube el sueldo por debajo del IPC) sino por criterios de servicio a los ciudadanos y también de legalidad, y eso es independiente de como le vayan las cosas a la economía nacional. Ahora bien, el caballo de batalla y que debería ser obejeto de discusión ahora que hay crisis y cuando no la hay también es, como bien dice el Profesor García Amado, la impunidad, pues en verdad el Reglamento disciplinario, que no es muy distinto del de cualquier empresa privada con sanciones desde el apercibimiento pasando por la suspensión de empleo y sueldo, hasta la separación del servicio, se aplica de manera laxa y estoy seguro que casi siempre interesada. Cabe mencionar también que el ERE también está dispuesto en cierto modo en la legislación para los funcionarios, sino ya se me dirá como se le llama al hecho de que te puedan mandar para casa en excedencia forzosa por necesidades del servicio. Todo esto es desde la perspectiva formal claro...mucho papel pero nada de aplicación (como en otros temas vaya).

Rebajar el gasto en trabajadores públicos es fácil, reduciendo las nuevas plazas que se ofertan, lo que ya se hace y de manera brutal (1 nuevo por cada 10 que se van) y cuando no se pueda esperar a la Oferta de Empleo Público, reajustar la plantilla sin inamovilidad, los interinos, pero a estos no se les menta, que muchísimos (con excepciones) deben el puesto de trabajo a alguien.

Que no traten de vendernos la moto, y que se empiecen a ver soluciones con resultados para ese sector de la sociedad que reclama que comer, pero que no les den para ello carnaza de este tipo.

Un saludo

Ramon dijo...

La raiz del "problema" es decidir para que debe servir el funcionario. Hay varias respuestas a esta sencilla pregunta: 1) Para desempeñar una funcion administrativa o de otro tipo en el marco de la Administracion Publica; 2) Para pagar favores politicos o comprar votos; y 3) Para crear un substrato social estable mas o menos bienestante (o que al menos tega la garantia de cobrar cada mes)que de estabilidad social al pais.
De la respuesta que elijamos depende que el funci pueda o no tocarse las pelotas a discrecion siempre que le apetezca, que su productividad deba ser o no controlada, etc

Carmen dijo...

No se lo pondrá nadie, me refiero al cascabel...entre funcionarios anda el sueldo ¿o no se dice así?¡Huy, menudo lío, oiga!

Un cordial saludo.