05 febrero, 2010

Misteriosos pobladores del mundo jurídico: los principios

¿Saben?, hoy no he tenido tiempo para escribir aquí nada presentable, pues ando enfrascado en un artículo "doctrinal" que me va a acabar con la paciencia y las ganas de comer. Se trata de ver qué diablos es eso de los principios jurídicos que tanto excita a los neoconstitucionalistas y que lo mismo les vale para un roto que para un descosido. Y resulta que después de escribir unas cuantas páginas, decidí romperlas. Pero en eso me dije: caray, en vez de romperlas las echo al ciberespacio. Nunca se sabe. Y ahí van. No es que estén muy mal, creo, es que no me gustan lo bastante. Hay que afilar más la navaja, pero sirvan, al menos, como entretenimiento.
Eso sí, repito la advertencia de siempre: absténganse de la lectura, por el bien de sus neuronas, los que no sean obsesos de los "quilombos" de la teoría jurídica.
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A día de hoy una gran parte de la doctrina iusfilosófica y constitucional insiste, en la estela de Dworkin y Alexy principalmente, en que las normas jurídicas, y muy en particular las normas jurídicas contenidas en las constituciones actuales, son de dos tipos principales, reglas y principios[1]. Además, puede haber en los textos jurídico-normativos otros entes con estatuto deóntico peculiar, como directrices o valores. Aquí, por el momento, circunscribiermos nuestra atención a la diferencia entre reglas y principios y, además, daremos por conocida la diferenciación que entre las unas y los otros se suele hacer. Las reglas son mandatos que o se cumplen o no se cumplen en cada caso, sin términos medios ni conciliación posible entre ellas en caso de que se contradigan, mientras que los principios serían mandatos de optimización, pues obligan a que un bien o interés (la libertad de expresión, la inviolabilidad del domicilio, etc., etc.) se proteja en cada caso en la mayor medida posible. La posibilidad de protección en cada caso vendría dada por la necesidad de encontrar el adecuado equilibrio o la correcta proporción entre los principios en el caso concurrentes y que obran en sentido opuesto (por ejemplo, libertad de expresión contra derecho al honor).
Esa diferencia entre reglas y principios puede contemplarse o bien como resultado de distintas interpretaciones que se hacen de los correspondientes enunciados normativos, o bien como reflejo de propiedades inmanentes a uno u otro tipo de normas. Si se trata de lo primero, la distinción se relativiza fuertemente, pues un enunciado normativo tendrá el carácter de regla o de principio según que el intérprete quiera darle un alcance u otro. Si fuera así, no se trataría de propiedades inmanentes a las normas sino de propiedades adscritas. Una norma sería regla o principio en función de cómo quiera el intérprete (el teórico, el juez...) que se aplique. No es así como suele presentarse la diferenciación entre reglas y principios, sino que se plantea como reflejo de propiedades inmanentes: una norma es una regla o un principio y, en razón de ese su ser o cualidad inmanente, deberá ser aplicada de una u otra manera, por ser diverso su modo de obligar en Derecho. El contenido obligatorio (en Derecho) de una regla o de un principio es diferente y por esa razón las reglas se aplican en términos de todo o nada y no pueden convivir en caso de antinomia, mientras que los principios se aplican proporcionadamente y no se excluyen entre sí, sino que en cada caso se pondera cuál ha de tener la preferencia y en qué medida.
¿Qué significa que una norma jurídica tenga la propiedad de ser una regla o de ser un principio? ¿Cómo se constata o averigua esa propiedad determinante? Veamos algunas posibles respuestas.
(i) La estructura gramatical del enunciado. A la vista de las clasificaciones habituales, esta opción debe ser descartada. No es la forma del enunciado normativo lo determinante. Por ejemplo, normas con la estructura “Los X tienen derecho a...” son unas veces catalogadas como reglas y otras como principios.
(ii) El grado de determinación semántica del enunciado. Tampoco este criterio sirve, pues no es el grado de indeterminación del enunciado normativo lo que lleva a adscribir una u otra condición a la norma. Enunciados normativos con alto componente de vaguedad o ambigüedad, con una muy ancha zona de penumbra son considerados como contenedores de reglas, mientras que, por otro lado, existen normas calificadas como principios que gozan de notable precisión semántica.
(iii) La denominación habitual. En la terminología jurídica tradicional y habitual, no rigurosamente técnica, determinadas normas del sistema jurídico se suelen calificar como principios. Así, por ejemplo, se habla del principio de legalidad, del de irretroactividad de las normas sancionadoras desfavorables o del de non bis in idem. El problema está en que muchas de las normas que recogen estos “principios” en nuestros ordenamientos jurídicos serían claramente reglas, a tenor de la actual teoría de las reglas y los principios.
(iv) La condición de norma básica del sistema jurídico. Normas que definen reglas esenciales del juego en el sistema jurídico, como la norma constitucional que fijan la mayoría de edad a los dieciocho años, la que prohíbe la pena de muerte o la que prohíbe las torturas son consideradas reglas, mientras que otras de menor alcance en ese sentido reciben el trato de principios.
(v) Normas que se obtienen por inducción a partir de otras. La actual teoría de las normas como principios no reproduce la tradicional categoría de los principios generales del Derecho. Los llamados principios generales del Derecho eran normas que se obtenían por decantación a partir de otras más concretas. De un conjunto de normas positivas se extraía mediante la denominada analogía iuris la idea inspiradora, el criterio general que explicaba ese conjunto de soluciones emparentadas, principio general apto tanto para completar la interpretación de esas normas concretas como para colmar posibles lagunas en ese sector de la regulación. No es esta la noción que maneja el principialismo actual, pues los principios se entienden contenidos (al menos en gran parte) en enunciados jurídicos expresos, generalmente enunciados constitucionales, aunque no sólo, y no se limitan a cumplir esa función integradora del ordenamiento, sino que son de aplicación a su propia esfera de casos.
(vi) La traslación de principios morales. Sin duda, ésta es la explicación que late en la mayor parte, si no toda, de la doctrina que hoy distingue entre principios y reglas. Los principios son el elemento de conexión entre la moral y el Derecho, pues a través de ellos normas morales fundamentales se hacen presentes en el sistema jurídico y cobran en él plena vigencia como normas que, además de morales, son también jurídicas. Esta tesis, por su carácter crucial, merece una consideración más detallada.
- Es una obviedad que muchísimas normas jurídicas suponen la traducción a Derecho de pautas morales socialmente vigentes. Así, la norma jurídica que tipifica penalmente el homicidio puede sin dificultad contemplarse como trasunto de la norma moral que califica como reprochable el matar a otro, al igual que las eximentes de responsabilidad penal del que mata a otro, como la legítima defensa o el estado de necesidad, son expresión de la idea de que en esas circunstancias el matar no es una acción moralmente reprobable. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito. Por tanto, no es el trasfondo moral de la norma jurídica o su génesis en ideas morales lo que la convierte en principio, pues para la doctrina principialista las normas que acabamos de mencionar serían claramente reglas y no principios.
Cabe plantear que las normas jurídicas que son principios lo sean porque encierren los principios morales más importantes para la convivencia social o los de mayor jerarquía en sí mismos. Mas, en tal caso, habría que explicar por qué es regla esa norma jurídica que castiga el homicidio o por qué se insiste en que es regla la norma constitucional que prohíbe la tortura, por ejemplo.
Una posible salida frente a esta última objeción consistiría en afirmar que esas dos reglas que a título de muestra acabamos de citar serían mero desarrollo o aplicación de principios jurídicos superiores, como los que reconocen el derecho a la vida o la dignidad de las personas. Esto nos conduce al problema llamado de las normas derivadas o de los derechos implícitos. Según ese punto de vista, los principios son normas que tienen un contenido moral que se despliega en soluciones directas para los casos relacionados con ese contenido, ya sea mediante la aplicación directa a los casos, ya sea con la mediación de normas que explicitan esos contenidos para grupos de casos de ese conjunto general. Pero, ¿dónde está, entonces, la diferencia con las reglas? Se hallaría en la relación con el lenguaje, en el papel de los enunciados. La relación entre las reglas y los casos en que se aplican sería una relación de referencia lingüística, pues las reglas se aplicarían a los casos referidos por sus términos y por su enunciado. Una regla que, por ejemplo, disponga “prohibido jugar con balones verdes” dependerá, en su aplicación a los casos, de qué se entienda o se interprete por “prohibido”, por “jugar”, por “balones” y por “verdes” y de cómo, sobre la base de tales elementos constitutivos, se pueda comprender el enunciado completo, “prohibido jugar con balones verdes”.
En cambio, en el caso de los principios el enunciado que los recoja es meramente instrumental pues su esencia consistiría en un juicio objetivo basado en el previo conocimiento de lo que en sí está bien o mal, juicio a tenor del cual una determinada acción o estado de cosas posee, en sí mismo considerado, la propiedad de ser moralmente debido, prohibido o permitido. Si el principio de libertad de expresión se contiene en una norma constitucional que dice “Todos tienen derecho a la libertad de expresión” no importa primariamente que sé entienda por o se interprete como “libertad de expresión”, sino en cómo se dé cuenta en la resolución de los casos correspondientes de lo que en sí es la libertad de expresión como bien moral y, al tiempo, jurídico. Mientras que las reglas serían normas hechas con palabras, cuando estamos ante principios las palabras no sirven sino para mencionar entidades morales prelingüísticas que son, al tiempo, entidades jurídicas necesarias. Por eso se dice que el método de aplicación de las reglas es el interpretativo-subsuntivo, mientras que el de los principios sería un método puramente aplicativo, método puramente aplicativo que se convierte en método de ponderación cuando dos principios prima facie concurren para la resolución alternativa de un caso. Y de ahí también que, cuando esto último ocurra, no se diga que los respectivos enunciados de principio han de interpretarse a fin de delimitar la referencia de cada uno de ellos, sino que se afirma que han de tomarse en cuenta las circunstancias del caso para comprobar cómo los contenidos normativos de los principios se acompasan por sí y en sí para dar la solución que refleja la armonía prelingüística de esos contenidos morales que también son jurídicos.
Las reglas son normas que se constituyen mediante el lenguaje, de forma que el enunciado es constitutivo de la regla y ésta no tiene un contenido previo o independiente de su enunciado, aun cuando para interpretara éste se pueda echar mano de consideraciones teleológicas, intencionales, etc. Por contra, en el caso de los principios los enunciados no hacen más que mencionar una realidad previa y subsistente, razón por la que la aplicación de los principios no está mediada por la interpretación, sino por la averiguación del alcance preciso de dichos contenidos materiales independientes del enunciado.
Sólo esa diferente relación entre la norma y el lenguaje puede justificar el diferente método de aplicación de reglas y principios, como hemos dicho, pero, además, sólo así se explican aquellas notas diferenciadoras de unas y otros. En efecto, dos normas contradictorias para un caso no pueden convivir, porque su naturaleza lingüística fuerza a la aplicación de las reglas interrelacionadas de la semántica y la lógica. Entre la regla que establece “Prohibido jugar con balones verdes” y la que establece “Permitido jugar con balones verdes” no cabe transacción en términos de “permitido en este caso y a la luz de sus circunstancias jugar sólo un poquito con balones verdes”. Sin embargo, entre el principio de que todos tienen derecho al honor y el de que todos tienen derecho a la libertad de expresión sí cabría en el caso salvar la contradicción posible dado que en algún trasfondo material y prelingüístico está prescrita y preescrita la salida armónica del posible conflicto. Los contenidos de los principios para cada caso no dependen ni del significado de términos y expresiones ni de la voluntad del emisor de la norma, sino de lo que el contenido del principio es en sí mismo, de su esencia prelingüística.
También radica en esa diferente naturaleza de reglas y principios la razón de la potencia de los principios como excepcionadores de las reglas. Pero en este punto conviene detenerse en algunos matices sobre las relaciones entre reglas y principios según la doctrina hoy común.
Además de esa cualidad de ser regla o principio que una norma jurídica posee, debe tenerse en cuenta también su jerarquía para entender su juego, según esa doctrina hoy dominante. En la cúspide del sistema, en la Constitución, hay reglas y hay principios. Incluso en la parte de derechos fundamentales existen también reglas y principios. Aquí, lo específico de las reglas es su resistencia frente a los principios. Una regla de derechos fundamentales es a veces una regla no excepcionable por ningún principio de derechos fundamentales. Las reglas de derechos fundamentales, como es, según muchos, la que prohíbe la tortura, no se pondera en ningún caso para ver si en todo o en parte cede ante un principio o, lo que es lo mismo, para ver si el derecho contenido en la regla ha de ceder en todo o en parte ante el derecho amparado por un principio. Esto nos lleva a la sorprendente conclusión de la mayor fuerza de algunas reglas que de los principios. Ahora bien, tampoco podemos perder de vista que, a igual jerarquía formal, cuando se trata de reglas y principios constitucionales, no siempre ocurre así, no todas las reglas poseen esa resistencia para vencer siempre frente a los principios enfrentados. Eso sólo ocurriría en el caso de aquellas reglas que o bien entendemos como traducción de un principio constitucional fundamentalísimo y, por consiguiente, de enorme talla moral, o bien poseen por sí mismas el respaldo de una norma moral de las más altas del sistema moral. Porque vemos también, por contra, que muchísimas normas constitucionales que claramente tendrían la estructura propia de las reglas o que son doctrinalmente consideradas como tales sí se entiende que pueden ser excepcionadas por los principios constitucionales[2].
Si la regla es de inferior jerarquía al principio, como cuando se trata de una regla legal y un principio constitucional, la capacidad excepcionadora del principio es plena. Ello quiere decir que la aplicación de la regla al caso que bajo ella encaje sólo se considerará jurídicamente correcta si y en la medida en que aquella solución que se sigue de los términos de la regla y de la aplicación de la lógica no suponga menoscabo de los contenidos necesarios del principio. Podría pensarse que ese cotejo de la norma inferior con la superior no tiene nada de particular, pero no podemos dejar de apreciar el desajuste que se produce por el hecho de que dicho cotejo es entre magnitudes de naturaleza distinta, lingüística la una y no lingüística la otra.
Si hay una norma legal N1 cuyo enunciado es “Permitido tomar fotografías en las playas nudistas” y una norma constitucional N2 que dice “Prohibido atentar contra la intimidad de las personas” y tenemos un caso C en el que un ciudadano ha tomado una foto a otro ciudadano que estaba desnudo en una playa nudista, la compatibilidad o incompatibilidad de esas normas puede establecerse, por un lado, en función de su jerarquía y de sus posibles significados y, por otro, con alcance general o para el caso C.
En términos de los posibles significados de esas dos normas, hay que ver si de la referencia de “intimidad de las personas” forma parte también el hallarse desnudo en una playa nudista y si atentado contra dicha intimidad acontece cuando alguien toma una fotografía en esa situación. Lo dirimente será entonces el significado que se otorgue a “intimidad de las personas”. La demarcación de ese significado podrá hacerse atendiendo a múltiples circunstancias, pero el significado así sentado tendrá alcance general y se expresará en una proposición del tipo “el tomar una foto de quien se encuentra desnudo en una playa nudista en las circunstancias a, b y c supone un atentado contra la intimidad de la persona”. Por tanto, por razón de la diferente jerarquía entre N1, norma legal, y N2, norma constitucional, el órgano que ejerza el correspondiente control podrá entonces decretar la invalidez de N1 o, si entra dentro de su competencia, podrá hacer una sentencia interpretativa de N1 en términos de N1 es válida siempre que la fotografía en cuestión no se tome en las circunstancias a, b y c.
Pero ¿qué sucede si no son los enunciados de N1 y N2 los que se ponen en relación a efectos de la respectiva interpretación y del correspondiente deslinde entre ambas normas, sino que se correlaciona el enunciado de N1 con el valor expresado por N2 , cuando N2 es un principio? Entonces lo que se coteja es la referencia del enunciado de N1, hacer fotos en playa nudista, con el daño que sufra o no, o el grado en que lo sufra, el valor expresado a través de la norma de principio N2. Entonces hablamos de un daño que sólo es evaluable en el caso concreto, no con alcance general. El juicio de la invalidez general de N1 sólo tiene sentido cuando dicho juicio presupone la siguiente afirmación: en todo caso posible de “foto en una playa nudista” hay un daño relevante para el valor protegido por la norma de principio N2.
Hemos alcanzado de este modo la explicación de por qué las normas de principios se consideran aptas para excepcionar la aplicación al caso de normas que son reglas y que no se consideran inválidas con carácter general y que con ese alcance general se anulan. La idea es que una regla puede ser válida con carácter general, pero que, cuando en su aplicación a un caso produce un daño relevante del valor o bien moral protegido por un principio, debe hacerse una excepción y no se tiene que aplicar la consecuencia prevista en esa regla. En otros términos, el alcance general o la capacidad resolutiva de las reglas que tienen validez general puede ser limitado por razón del valor de principio en ciertos casos concretos. Esta es una tesis generalmente admitida en la doctrina y la jurisprudencia principialista de nuestros días.
Pero queda la duda de por qué no admitir también la reversión del argumento: una norma inválida con carácter general y puede y debe ser aplicada para la solución de un caso concreto cuando de dicha aplicación se siga un beneficio relevante para el valor o bien moral amparado por un principio. ¿Por qué no llega a mantenerse esta tesis en la doctrina principialista, tesis que sería perfectamente coherente, puesto que hace perfectamente simétrica la inaplicación a un caso de una norma válida y la aplicación a un caso de una norma inválida? La respuesta es sencilla: porque la doctrina no necesita recurrir a tal expediente justificador de la solución del caso en este último supuesto. No es necesaria la reviviscencia para un caso o aplicación a un caso de la regla válida porque el objetivo de que la solución del caso sea acorde con el valor moral que el principio expresa se consigue por un camino mucho más directo y expeditivo: aplicando directamente el principio. Un principio, por tanto, tanto sirve para justificar para un caso la solución contraria a la norma válida como para justificar la solución cuando no hay norma válida. Mas, si es así, hemos de concluir que el contenido del sistema jurídico se hace sumamente fluido y vaporoso, pues (i) las soluciones para los casos tasadas en las reglas sólo han de aplicarse cuando no haya algún principio que a ello se oponga, es decir, cuando no resulte dañado de modo relevante ningún valor o bien moral de los que los principios traducen a Derecho; y (ii) las soluciones contenidas en los propios principios tampoco quedan tasadas con una mínima fiabilidad, pues siempre que dos principios concurran alternativamente para un caso se habrá de ponderar su respectivo peso a la luz de las circunstancias del caso.
De lo anterior se desprenden dos consecuencias de suma importancia para la comprensión del sistema jurídico. La primera, que el Derecho experimenta una radical moralización, dado que hay normas jurídicas, los principios, cuya naturaleza simultáneamente moral lleva a que toda aplicación de las normas del sistema jurídico quede a expensas del escrutinio del carácter moral (o, si se prefiere, del carácter no inmoral) de la consiguiente resolución.
La segunda, que del sistema jurídico desaparecen las normas generales y abstractas como pautas de solución de los litigios conforme al sistema. Seguirá habiendo en los documentos jurídicos enunciados generales y abstractos, pero la solución de cada caso dependerá siempre de un juicio sobre la justicia o moralidad de la solución del caso concreto, no habrá ya pautas generales de solución o éstas sólo regirán prima facie o “en principio”. No habrá pautas generales de solución precisamente porque la solución del caso no depende de la correlación entre la referencia de enunciados y los casos, sino de la correlación entre circunstancias de los casos y un valor y dicha correlación sólo puede establecerse en el caso concreto. Si es un principio constitucional la norma que dice que “Todos tienen derecho al libre desarrollo de la personalidad” y si por ser un principio contiene un mandato de optimización, habrá que ver en cada caso si la medida o acción que se cuestiona limita o no el desarrollo libre de la personalidad del sujeto.
Por supuesto, cabe dar una definición genérica de “libre desarrollo de la personalidad”, elegir y fijar alguno de los significados posibles de dicha expresión normativa, pero en ese caso ya no estaríamos tratando dicha norma como principio, sino como regla, pues estaríamos interpretando su enunciado para ver si la medida o acción que se cuestiona cae o no bajo su referencia. Entonces no estaríamos ponderando el grado de afectación del bien “libre desarrollo de la personalidad”, sino subsumiendo o no los hechos bajo una norma a la que hemos dado la siguiente formulación general, resultado de la interpretación de sus términos y de la elección de uno de sus significados posibles: “Todos tienen derecho al libre desarrollo de la personalidad y por libre desarrollo de la personalidad se entiende o interpreta x”. El lugar de “x” lo ocupa una definición suficientemente precisa para determinar si el caso es subsumible o no bajo la norma así interpretada. Otra cosa es que la decisión por esa interpretación, de entre las posibles, esté influida por juicios de valor que determinan las preferencias del juez, en uso de su discrecionalidad, y que ha de justificar mediante argumentos lo más racionales, razonables y convincentes que sea posible. Pero esa es la misma situación cuando se interpretan unas normas u otras, reglas o principios.
¿Hay algún problema para el sistema jurídico en el hecho de que el juez que aplica la norma de principio ponga en relación las circunstancias del caso con un valor y que la decisión venga dada por el daño o no a dicho valor o bien moral? En la vida ordinaria podemos decidir en función del grado de afectación de lo que consideramos valioso para nosotros. Por ejemplo, un individuo puede guiarse para ciertas decisiones por el principio de placer, de modo que valora positivamente y decide a favor de las opciones que le aumenten el placer y negativamente y en contra de las que se lo limiten: la acción “X” es buena y la apruebo porque incrementa mi placer y la acción “Y” es mala y la rechazo porque disminuye o daña mi placer. Yo, como individuo, puedo tener bien precisada la escala de mis valores y, correspondientemente, la lista de mis principios. Pero, ¿puede funcionar del mismo modo un sistema jurídico?
La respuesta a la pregunta anterior sólo puede ser negativa si hablamos de un sistema jurídico propio de un Estado de Derecho democrático y pluralista. En ese contexto social y jurídico, sólo los contenidos valorativos perfectamente compartidos y comunes son aptos para cumplir esa función. Esto implica que, precisamente en los casos difíciles por razón de los variados valores y principios implicados, se carece de una referencia valorativa común y compartida. En un marco constitucional de ese tipo, donde tanto se consagren como derechos, valores o principios la igualdad ante la ley como la igualdad material, la libertad o la igualdad, la propiedad y el “principio” de Estado social, caben legítimamente y están y han de estar amparadas distintas concepciones de esos valores y, sobre todo, de las relaciones y preferencias entre ellos. Por tanto, si la Constitución es la de una sociedad plural y un sistema pluralista, por definición no cabe que ni en los enunciados constitucionales ni en ningún trasfondo material o axiológico de la Constitución se contenga predeterminada la solución para ese tipo de conflictos o de casos constitucionalmente difíciles. De ahí la reconducción de las decisiones sobre tales preferencias al legislador, dentro de unos amplios límites, y de ahí también que en lo que el legislador no resuelva o en lo que la duda persista para un caso se tenga que fiar la decisión a la discrecionalidad de los jueces u órganos que para tal cometido la propia Constitución define como competentes. Y la obligación que dichos órganos tienen de argumentar cabalmente no se explica por las propiedades de la argumentación como demostrativa de la única decisión correcta o de la única decisión marcada por ningún tipo de Constitución material o axiológica, sino como mecanismo de control por la opinión pública y la opinión especializada y como herramienta para aminorar en lo posible la arbitrariedad: para evitar que el juez o el tribunal que decide discrecionalmente decida como le dé libérrimamente la gana, sin encomendarse a Dios ni al diablo; ha de encomendarse a la capacidad de juicio crítico de sus conciudadanos.
[1] “Toda norma es o bien una regla o un principio” (Alexy, TDF, 68).
[2] Atendamos a cómo presenta Alexy estas cuestiones relativas a las posibles relaciones entre reglas y principios. Después de definir los principios como mandatos de optimización, es decir, como “normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible” (TDF, 67), afirma que “[E]l ámbito de las posibilidades jurídicas se determina por los principios y reglas opuestos” (TDF, 68). Es decir, lo que determina el grado en que un caso un principio pueda cumplirse es la colisión con otros principios o reglas. Y ésta es la explicación sobre tal limitación por los principios por las reglas: “En la restricción de la realización o satisfacción de principios por medio de reglas, hay que distinguir dos casos: (1) La regla R que restringe un principio P vale estrictamente. Esto significa que tiene validez una regla de validez R´ que dice que R precede a P, sin que importe cuán importante sea la satisfacción de P. Puede suponerse que en los ordenamientos jurídicos modernos, en todo caso, no todas las reglas se encuentran bajo una regla de validez de este tipo. (2) R no tiene validez estricta. Esto significa que es válido un principio de validez P´ que, bajo determinadas circunstancias, permite que P desplace o restrinja a R. Estas condiciones no pueden ya estar satisfechas cuando en el caso concreto la satisfacción de P es más importante que la del principio PR que, apoya materialmente a R, pues entonces P´ no jugaría ningún papel. Se trataría sólo de saber cuál es la relación entre P y PR. P´ juega un papel cuando para la precedencia de P se exige no sólo que P proceda al principio PR que apoya materialmente a R sino que P es más fuerte que PR junto con el principio P´, que exige el cumplimiento de las reglas y, en este sentido, apoya formalmente a R” (TFD, 68)

2 comentarios:

Luis Simón Albalá Álvarez dijo...

¡Qué dura es la lectura de principios y valores en pantalla!
Donde esté el papel...

Byron Michael Torres Azanza dijo...

Estimado Profesor, soy de Ecuador, se lo lee mucho por aca, aunque existen algunos misteriosos docentes neoconstitucionalistas, que creen que el problema del mundo se ha solucionado con los principios, basados en el padrinazgo de Dworkin, cuando los principios han existido y nacido justamente en el positivismo.
Finalmente, sólo quería saludarlo y agradecerle por sus escritos..
Saludos