23 junio, 2010

La gobernanza, esa adivinanza. Por Francisco Sosa Wagner

(Publicado hoy en El Mundo)
Quienes nos empeñamos en acumular trienios recordamos cómo a finales de los años 80 se puso de moda en España la nueva gestión pública -a la que los iniciados llamaban new public management-. En tal sentido, son significativas las publicaciones que se promovieron desde el Ministerio para las Administraciones Públicas a principios de los 90. En sus títulos se repiten expresiones que hacían furor -cierto que entre personas de dudoso gusto estético- como «clima organizacional», «decisiones multicriterio», «eficiencia», «modernización», «gestión de calidad», etcétera.
De estos esfuerzos bibliográficos no ha quedado felizmente nada, si exceptuamos cuatro cursiladas. Cuando de tales frutos ya no hubo más jugo que exprimir y una inmensa sensación de vacío se empezaba a apoderar de aquellos espíritus innovadores, surgió de forma redentora la nueva pócima mirífica: la gobernanza.
El curioso que pretenda acercarse a este concepto de gobernanza, lo primero que hace es abrir el Diccionario de la Real Academia y allí se informa de que «es el arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía». Se advertirá fácilmente que todo esto no es sino lo que han pretendido los gobiernos de todas las épocas, por lo que el esfuerzo que los señores académicos han realizado para describir la gobernanza tiene el aire de ser, en cierta manera, el parto de los montes.
Si nos vamos a los trabajos científicos publicados, nos encontramos con que la gobernanza se define como «la conversión de la pluralidad de los intereses sociales en una acción unitaria alcanzando las expectativas de los actores sociales» (A. Cerrillo). Y, a partir de ahí, se incorporan al debate muchas expresiones pintorescas como «interacción multinivel» (Fritz Scharpf), «interorganizacional», el aprendizaje «por prueba y error» (J. Prats) y otras del mismo tenor. La misma Comisión Europea en su Libro Blanco de 2001 la define diciendo que «designa las normas, procesos y comportamientos que influyen en el ejercicio de los poderes a nivel europeo, especialmente desde el punto de vista de la apertura, la participación, la responsabilidad, la eficacia y la coherencia».
Ahora bien, lo mismo que acabo de señalar respecto del esfuerzo llevado a cabo por la Academia, podemos repetir respecto de este Libro blanco, pues establecer las normas y procesos para garantizar la participación, la responsabilidad o la eficacia es lo que han pretendido todos los sistemas políticos y los gobernantes que en el mundo han sido y no se les ha ocurrido jamás invocar la gobernanza para el ejercicio de su mando.
Dispuestos a seguir indagando en el invento, procede avanzar más para tratar de ver al trasluz este concepto. Clave para su comprensión es la idea de red, de red de políticas públicas. El punto de partida es el siguiente: hasta ahora el Gobierno era el órgano encargado de dirigir la política. Así ha ocurrido al menos desde que se transformó el Estado a partir de la revolución liberal. Sin embargo, hoy en día, con una sociedad tan compleja, con tantos actores que forman la convivencia en una enrevesada malla social, esa concepción ya no puede ser mantenida. Por ello, se impone aceptar que la política es definida por sujetos variados, públicos y privados, entre los cuales se cuenta al Gobierno como un participante más: forma parte del coro pero no es el tenor. Con la gobernanza se rompería el monopolio de la definición de los intereses generales, tradicionalmente confiado al Estado convertido ahora en simple «gestor de interdependencias» (J. Prats).
Es en este momento cuando a algunos nos asaltan las dudas. Cierto es que en el mundo actual han sufrido una dura erosión las ideas sobre el poder para establecer el derecho y para definir las normas jurídicas. Esta quiebra afecta a asuntos muy de fondo: al concepto de la ley, al poder del Parlamento, a los procesos en suma de adopción de decisiones con relevancia pública. Es mérito de la gobernanza haber puesto de manifiesto las carencias de un sistema -el democrático- que exige una meditación rigurosa y, probablemente al cabo, la puesta en pie de nuevos mecanismos representativos que refuercen la identificación de los ciudadanos con el marco donde se relacionan con sus semejantes. Ahora bien, no parece que sea la gobernanza, con su lenguaje de estrambótica complejidad, sus lagunas clamorosas y sus peligrosas conclusiones, el camino adecuado.
Pues en el fondo lo que se discute es, como siempre en la política, la identificación del titular de las decisiones que pretenden conformar la realidad social y establecer los cauces por los que se ha de desarrollar la vida de los ciudadanos como garantía de la libertad de todos. La respuesta tradicional ha sido la voluntad reflejada en los parlamentos y en los gobiernos. Ahora, se nos dice, hay más protagonistas en la arena social que demandan su participación en los procesos de adopción de normas o acuerdos que les afectan pues proliferan las corporaciones, los grupos de intereses, las grandes empresas, las redes transnacionales, etcétera. A esta realidad -innegable- es preciso oponer una observación inicial: todo eso, corporaciones, empresas, grupos de presión, han existido siempre y son localizables desde que existe el Estado: ¿o es que no existían cuando se hicieron en el siglo XIX las leyes de minas, las de ferrocarriles o las de bancos? ¿Es que esa sociedad que ahora se llama civil es un invento de nuestros días? No lo parece; de hecho ha sido tradicionalmente denominada pueblo, nación, sociedad burguesa, etcétera.
Justamente es en medio de esta andadura cuando nuestros antepasados encontraron al Estado y su instrumento más poderoso, el Gobierno, inventos a los que se confía la defensa de valores comunes y medios para intentar estrangular a un tiempo los intereses egoístas de los grupos y las redes de clientelismo a ellos anudados.
De ahí que proceda denunciar la palabrería embaucadora y atosigante de los teóricos de la gobernanza. Pues lo que más sorprende de los escritos a ella dedicados, aparte su extravagante lenguaje y su desembarazada sintaxis, es que intentan establecer unos nuevos modos de gestión de los intereses colectivos ignorando los problemas más manifiestos de nuestros sistemas democráticos, en especial, y por lo que a nosotros afecta, del español.
Mucha «red» y mucha «transparencia», mucha «poliarquía deliberativa», pero señalar con el dedo lo más visible de nuestra realidad, a saber, una democracia envilecida por unos partidos políticos que no pagan sus deudas a los bancos y han degenerado el sistema hasta llevarlo a intolerables prácticas de corrupción, esto parece que no está en la agenda de nuestros expertos en gobernanza.
Por ello, a mi entender, ésta no añade nada a una meditación seria sobre una nueva manera de gobernar. Toma nota, eso sí, de la forma en que se desarrollan hoy las negociaciones y acuerdos que se traban para adoptar las decisiones colectivas. Pero de ahí, de levantar acta de un estado de cosas, a erigir una doctrina correctora, hay un salto para el que la gobernanza carece de la pértiga adecuada.
Puede decirse que la gobernanza acampa en el espacio que han dejado vacío las ideologías y como muchos de quienes encarnan el poder público no tienen una idea clara de qué hacer con sus instrumentos, por carecer de una formación adecuada y por carecer asimismo de ideología, es fácil que se dejen acunar por la voz de falsete de quienes gustan de estos abominables neologismos.
La conclusión es: más Gobierno con ideas claras y menos meliflua gobernanza. Es decir, se impone caminar justo en la dirección contraria para recuperar el honor del Estado y de la Política con mayúscula y de las ideas que han de estimularla y dignificarla. Dicho de otra forma, se trata de reivindicar ideales que conformen un ideario y tejan una ideología.
Desnudada la gobernanza, cabe concluir que no queda sino una adivinanza que esconde en su seno una trampa enormemente reaccionaria.
Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UPyD. Su último libro es Juristas en la Segunda República (Marcial Pons, 2009).

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