30 marzo, 2011

Nuestro hombre en Helsinki. 8. Lo malo de Helsinki. Por Fernando Losada

No, esta vez no pienso empezar disculpándome por lo mucho que he tardado en ponerme de nuevo delante del ordenador a contaros cosas. Si no os he escrito es porque no he tenido el tiempo o las ganas necesarios para hacerlo como a mí me gusta, esto es, bien. Pero hoy por fin me he tomado el día libre para explicaros cómo me encuentro en este 2011 en Helsinki. Hasta ahora me he centrado en explicar muchas de las cosas que me han llamado la atención de este país y sus gentes, pero hoy la cosa va a cambiar un poco. Voy a intentar explicaros qué es lo malo de estar en Helsinki.

Y lo malo no es que acabando ya este mes de marzo aquí la nieve todavía esté empezando a derretirse, pese a que así le devuelva a la ciudad los matices que le había robado, permitiéndonos redescubrir sus aceras y parterres.

Lo malo tampoco son los infinitos vaivenes emocionales, el carrusel que nos lleva día sí y día también desde la euforia a la depresión: euforia al salir de casa para ir a trabajar y encontrar el pavimento seco después de seis meses de nieve, o al toparnos con que el sol, insultante, se ha empeñado por fin en escupirnos sus rayos; depresión por el shock que supone que al día siguiente se ponga a nevar, el golpe bajo de volver una vez más al mes de noviembre. No es malo aquí el invierno por frío, sino por largo.

Lo malo no es tampoco que uno poco a poco se vaya acostumbrando a planificar dónde y con quién comerá cada día de la semana, nunca más de tres personas, preferentemente dos, y se compre una agenda al efecto.

Y no es lo peor empezar a asimilar que comer con palillos significa comer, por fin, rico.

A fin de cuentas, no es tan malo sentirse como Deckard al comienzo de Blade Runner, inmerso en un barrio chino donde nadie le comprende y gritándole a un anciano que lo que quiere son “esos fideos… ¡FI-DE-OS!”

Lo malo no es, apenas un año después, no conocer ni de vista a los vecinos de mi edificio, ni la cara de espanto de la anciana de enfrente al verme salir del piso en el que suponía que vivía otra anciana como ella, ni siquiera es tan malo no poder desmentir la muerte imaginaria de su vecina por no poder hablar en finés.

No, para poder explicaros qué es lo malo de Helsinki, tengo que volver a Vigo, a aquellos años en los que para evitar el gasto de teléfono fijo los amigos nos gritábamos por el patio de luces para quedar en casa de uno o de otro. Víctor, que estaba en la clase de mi hermana (un año menos) era el compañero de esas tardes. Juntos, a la vuelta del colegio, nos merendábamos una pieza de fruta y un bocata y veíamos Barrio Sésamo. Por razones que se me escapan, y como sucede con tantas otras amistades de los primeros años, nuestra relación se fue diluyendo. En esto creo que influyen de forma determinante muchas circunstancias que tienen más que ver con el contexto que con las propias personas. En este caso, que Víctor se mudara a otra casa, en la misma calle, sí, pero con la que no había conexión directa a través del patio de luces, impidió que nuestra relación continuase igual de fluida que antes.

Pero a lo que voy, que quería explicaros lo malo de Helsinki. Resulta que de aquellas tardes con Víctor no sólo recuerdo nuestra amistad, sino también un gran legado adicional: su admiración por su hermano mayor, Alejandro. Ya se sabe que cuando uno es un niño una diferencia de dos o tres años resulta tan abismal, constituye una barrera tan infranqueable, que el patrón que adoptamos es el de indiferencia hacia esos pequeñajos infantiloides (si uno es el mayor) y la admiración nunca explícita hacia esa persona con tantas experiencias y vivencias incluso anteriores a nuestra propia existencia (si uno es el pequeño). El caso es que Víctor hablaba siempre de lo bien que jugaba Alejandro al baloncesto, de las buenas notas que sacaba y demás. Era sincera admiración, y ante eso un infante como era yo por entonces no tiene recursos ni experiencia que le permitan comparar y distinguir, así que sólo podía doblegarme y aceptar lo que Víctor sostenía con entusiasmo. Aún recuerdo como una afrenta el día en el que me dijo que él ya no veía Barrio Sésamo, que ese era un programa para niños pequeños. Ese día Alejandro hablaba por boca de Víctor, yo lo sabía, pero ahí me di cuenta de que esos dos o tres años marcaban la diferencia entre un joven y un niño. Yo era un niño, porque me seguían gustando Epi y Blas, pero lo que no podía imaginarme es que Víctor y Alejandro también lo eran aunque renegasen de ellos.

Todo esto os lo cuento para explicaros qué es lo malo de Helsinki. Porque durante mucho tiempo, y pese a compartir colegio y autobús, Víctor y Alejandro se convirtieron en unos más de los muchos compañeros que uno se cruzaba por los pasillos o en el recreo. Seguía viendo jugar al baloncesto a Alejandro y me decía “¡qué bueno es!”, y le veía tocar con su grupo en las fiestas del colegio (“A Forest” de los Cure, nada menos) y no podía evitar contagiarme del virus que Víctor me había inoculado, pero poco más.

La siguiente noticia que tuve de Alejandro, muchos años después, fue de forma indirecta. Reapareció de forma inesperada un verano indeterminado de entre mis 15 y 20 años. Todavía recuerdo estar en la cama un domingo por la mañana, seguramente tras haber pasado la noche con los amigos, y despertarme con una música atronadora en mis oídos. ¿De dónde salía aquello? Veraneábamos frente a un paseo que daba a las marismas… un remanso de paz. Y debían de ser las siete de la mañana, así que no eran los gaiteiros del mediodía ni actividad oficial alguna de las que habitualmente tenían lugar en el paseo. No, aquel ruido (porque cuando a uno le despiertan así la música no puede calificarse más que de ruido) estaba totalmente fuera de lugar. Escuché a mi madre levantarse y salir a investigar, y en nada yo ya estaba dormido de nuevo.

Al día siguiente mi madre nos cuenta que se ha encontrado a Alejandro, que qué simpático estaba y que qué anfitrión, porque se había llevado a unos amigos que estaban conociendo Galicia a ver el amanecer justo delante de nuestra casa… ¡Con la música del coche a todo trapo!

Aún pasaron muchos años más antes de que nos reencontrásemos. Resulta que tras las clases del doctorado, ya en Madrid, los compañeros nos reuníamos en el bar de la esquina de enfrente del Instituto Ortega, un pub irlandés, y precisamente allí pinchaba por las noches Alejandro. Mi sorpresa fue mayúscula al verle allí arriba y, encantado, me acerqué a saludarle. Pero algo había cambiado, esta vez me dirigía a él de tú a tú, olvidado ya el virus de la admiración. A romper el hielo acumulado durante tantos años contribuyó mi madre, porque lo primero que me soltó (y que siempre comenta cuando nos vemos) es que tanto a él como a sus amigos les resulta imborrable el recuerdo de aquella noche de juerga en la que la guinda la puso una señora en bata que parecía que venía a echarles una merecida bronca por el volumen brutal de su música y a la que Alejandro desarmó con su mejor sonrisa y diciéndole “¡Marisén! ¿Pero qué haces por aquí?”

Así fue cómo comenzamos a establecer una relación basada en la música: compartíamos discos. Cada dos semanas nos pasábamos cosas que pensábamos que al otro le podían interesar. A veces acertamos, otras no, pero un buen puñado de grandes músicas las conocimos gracias al otro. Y eso a los melómanos nos une. Pero lo mejor de todo es que pude conocer a Alejandro, al de verdad y no al hermano mayor idealizado, y me encontré con una persona con un sentido de la amistad fuera de lo común. Seguramente no sean estas las palabras adecuadas. Supongo que a lo que me refiero es a que lo que mejor le define es su relación con sus amigos. Uno puede descubrir en su mirada, la de ellos, el aprecio que despierta en los demás. Y no puede más que sumarse. Así, nuestra relación pasó de estar sustentada en una admiración infundada, vírica, a cimentarse en una admiración con plenos argumentos.

Pero nuevamente he de saltar en el tiempo, porque Alejandro estuvo dando vueltas por el mundo con su carrera de arquitecto. Pasó sus buenos momentos en Londres, Sidney e incluso creo que una larga temporada en Buenos Aires. Yo mientras me fui a León y nos encontrábamos de forma casual en algún bar vigués durante las vacaciones, pero lo importante es que por poco que nos viésemos siempre manteníamos un vínculo muy especial, ese que nos conecta a algunas personas sin saber muy bien por qué.

Y así hasta hace unos años. Primero nos encontramos en León, donde Alejandro decidió organizarle la despedida de soltero a Víctor, y un poco más tarde nos vimos con algo más de frecuencia cuando por las diferentes circunstancias de la vida acabamos los dos de nuevo en Vigo. Yo sin trabajo y él, con la crisis del sector inmobiliario, cada vez más asfixiado. Sus fines de semana en primavera y verano se los pasaba pinchando en bodas, con un éxito más que notable, y entre semana seguía trabajando en el estudio.

En esa temporada en Vigo acudimos a varios de los conciertos de los que regularmente organiza gente con la que Alejandro ha acabado teniendo contacto y que han colocado a Vigo de nuevo en el mapa musical, al menos en cuanto a conciertos de máximo nivel se refiere (el último ejemplo, Joanna Newsom, que ha actuado en el Teatro García Barbón hace apenas unas semanas). Alguno de esos conciertos ha resultado incluso memorables, como el que hace ahora año y medio nos ofreció Piano Magic, incontestable el sonido que consiguieron en una sala cuyo fuerte no es precisamente ese. Nos mirábamos asombrados y sonrientes escuchando unas canciones que no conocíamos, porque correspondían al último disco, pero que desde ese mismo momento ya se nos quedaron dentro (si ese disco, el “Ovations”, lo hubieran firmado los Cure serían portada de todas las revistas especializadas y sus fans nos hubiéramos reconciliado con una banda con la que quizás somos demasiado condescendientes por los extraordinarios momentos que nos han ofrecido, lamentablemente casi todos ya pasados).

En ese punto se quedó nuestra relación cuando me vine a Helsinki. En verano seguí vía blog sus peripecias recorriendo Sudáfrica (¡incluso escapando de elefantes!) mientras acompañaba a la selección que sería campeona del mundo. Salió en todas las televisiones, y varias veces, porque no eran demasiados los aficionados que estuvieron allí desde el primer día. Ya de vuelta a Vigo, en julio, nos vimos de nuevo y fuimos a algún concierto, claro. Como siempre, hablamos de lo divino y de lo humano.

Y así estaban las cosas, cuando este enero me escribió un correo firmemente decidido a visitar Helsinki en los próximos meses. Yo le respondí diciendo que me pillaba a punto de viajar a Oslo y que a la vuelta de unos días detallábamos fechas y demás circunstancias. No le escribí hasta un mes más tarde. No fue cuestión de dejadez, sino que como siempre estuve atareado con miles de cosas de trabajo. Su respuesta me llegó una semana después:

“Fer, llevo 10 días hospitalizado en Povisa por culpa d un accidente de bici que se ha llevado por delante mis costillas, mi clavícula y una parte importante (...) de mi cráneo, incluido el tímpano. He estado muy jodido, pero al menos hoy tengo fuerzas suficientes como para contestar a un par de e-mails desde el móvil.

Viaje a Helsinki: No me va a quedar más remedio q retrasarlo viaje hasta el mes d Agosto...ya me buscaré la vida para encontrar la forma de escaparme durante 5 o 6 días de la vorágine de bodas.

En cuanto me den el alta te escribo con un poco más d calma y con un poco más d detalle.

Un consejo: si alguna vez se te ocurre bajar Monteferro en bici, ponte el casco. No seas tan estúpido como yo.

Abrazo fuerte.

Ale.”

Lo peor de Helsinki es recibir un mensaje como este.

Lo peor de Helsinki es enterarse tarde de las cosas que le suceden a tus amigos, es no poder hacer nada por remediarlo ni por consolarles cuando pasan por tragos tan malos como este, es no poder enterarse con pelos y señales de qué narices ha pasado, de cuáles son las consecuencias y riesgos, de las posibilidades de recuperación…

Lo peor de Helsinki es tener que interpretar un mensaje como el que me envió Alejandro. Para mí lo crucial era esa apostilla: “incluido el tímpano”. Para un melómano no hay castigo mayor que algo así. Con tanta gente en el mundo disponiendo de audición estéreo pero utilizándola en mono, ¿por qué precisamente él, que tanta atención presta al sonido de sus vinilos o del concierto de turno, tendría que perderla?

Las noticias desde entonces son muy buenas respecto a las múltiples fracturas de costillas, clavícula y cráneo, pero la batalla por el oído todavía ha de pelearla. A petición suya he omitido a qué lado corresponden las fracturas, los golpetazos y los problemas de audición y vértigo, de modo que si queréis enteraros de cuál es, chicas, tendréis que probar susurrándole unas palabras de cerca. Pese a todo, no ha perdido el sentido del humor. Y lo mejor es que ya ha asumido que de algo tan traumático como lo que está viviendo va a sacar cosas positivas. A todas sus virtudes me parece que ahora unirá ese saber relativizar de las personas que vienen de vuelta de experiencias duras. Y eso lo celebro.

¿Por qué os cuento todo esto? Pues porque hasta que recibí este e-mail no era consciente (lo sabía, sí, pero no era consciente) de lo que implica vivir tan alejado de vosotros. No había sentido la necesidad de saber más cosas de las que os pasan, de conocer a vuestros hijos e hijas (que este año han venido en masa), de compartir las emociones prenupciales de unos cuantos o simplemente de poner en marcha algunos de los proyectos compartidos que hemos tenido mucho tiempo en mente y, por lo tanto, aparcados. Y eso, con diferencia, es lo peor de Helsinki.

Se os echa de menos por el Báltico. Un abrazo fuerte a todos.

F.

1 comentario:

un amigo dijo...

Perogrullada digna del señor de Chabannes de La Palice: moverse no sale gratis. Ahora bien, haciéndolo con cabeza y con corazón, el retorno suele ser mayor que la inversión. Enhorabuena por la claridad de ideas. Y doble enhorabuena por saber hablar de sus sentimientos.

Salud,