31 agosto, 2011

Aquí y ahora: ¿justicia entre generaciones?

En la filosofía política está de moda el tema de la justicia intergeneracional. El mismísimo John Rawls tuvo algo que ver con esa idea de que, a la hora de estipular las reglas para el justo reparto de bienes y cargas entre los miembros de una sociedad, no solo han de tomarse en cuenta los presentes, los contemporáneos, sino también aquellos a los que más adelante ahí les toque vivir. El fundamento es simple y consiste en pensar que si los de hoy nos comemos todo lo que hay y agotamos hasta las bases para producirlo, a los que vengan después nada habrá de quedarles. Es decir, hablar de justicia entre generaciones es lo opuesto al viejo dicho de que después de mí, el diluvio. Por ejemplo, si terminamos con las fuentes de energía o destruimos el medio ambiente, guiados nada más que por el interés inmediato en maximizar nuestro concreto bienestar, la vida de las generaciones venideras será un infierno, si es que la vida, incluso, persiste.

A ese interés teórico por los que vivan en el mañana se agrega el propósito de hacer justicia, aunque sea meramente simbólica en muchos casos, a los que en el pasado padecieron los efectos funestos de una sociedad injusta. Baste pensar en las llamadas políticas de la memoria histórica. Con lo uno y con lo otro, la solidaridad de los que ahora vivimos se amplía y se extiende en el tiempo hacia atrás y hacia adelante. El sujeto moramente maduro, que se caracteriza por su capacidad para ponerse en el lugar del otro, da un paso más y ya no sólo ejerce su empatía con aquel al que aquí y ahora puede ver y con quien de hecho interactúa, sino también con sus predecesores y con quien haya de sucederlo. En otras palabras, el nosotros que es titular de los derechos y de los repartos abarca también el ellos, el de los que fueron y los que serán. Es la humanidad como ente el sujeto de las reglas de justicia social.

Queda bonito y resulta loable. Otra cosa es que, al tiempo de pasar de las palabras a los hechos, nos repleguemos otra vez a los egoísmos y la inmediatez. Con un caso en nuestro país y ahora mismo podremos plantear más clara y concretamente el asunto.

En España las generaciones de los que nos movemos entre los cuarenta y los setenta y pico años, por decir algo, nos hemos comido el pastel y hemos exprimido de tal forma al Estado y los recursos económicos disponibles, que la vida y las oportunidades de las generaciones más jóvenes no van a resultar precisamente un camino de rosas. Por regla general o de promedio, su calidad de vida y su nivel de bienestar va a estar muy por debajo de los nuestros, salvo milagro económico que hoy por hoy no se avizora. Hemos vivido y disfrutado en medio de la irresponsabilidad y la imprevisión, no nos hemos preocupado de la sostenibilidad (maldición, ya he usado la maldita palabreja) del modelo en el que tan bien nos ha ido, hemos procedido con el máximo egoísmo y con nula previsión, con la ingenua o interesada confianza en que el maná seguiría cayendo del cielo sine die o en que la gallina de los huevos de oro era inmortal. Para colmo, a nuestros hijos los hemos educado en idéntica egolatría y en un hedonismo vacuo, cual si su vida estuviera asegurada por la misma regla de tres que ha hecho de la nuestra un devenir tan grato.

Podemos repartir culpas entre los mercados, el capitalismo, la globalización o el Sursum Corda, pero la hemos fastidiado nosotros mismos. Casi nadie se acordaba de la maldad de los mercados o la perversidad de la economía financiera cuando nos pintaban oros y cambiábamos de coche cada dos años y nos metíamos cada tanto en una nueva hipoteca inmobiliaria, o cuando aplaudíamos que se hiciera funcionario hasta el Lucero del Alba o que cada pequeño municipio tuviera dos palacios de deportes y un palacio de congresos diseñado por un arquitecto finlandés del mayor renombre. Y así todo, así tantas cosas. Mínimo trabajo, máximo lujo, escasa productividad y papá Estado tratándonos a cuerpo de rey y velando por nuestros caprichos. Fuimos los reyes del mambo y resultó bonito mientras duró.

¿Y ahora? Sería justicia histórica si las consecuencias del desmán las pagáramos los que lo causamos, las generaciones que se pusieron las botas en los locos años ochenta y noventa. Pero no, están pagando y van a pagar los más jóvenes, los que no tuvieron arte ni parte, nuestros hijos. ¿No habría que compensar esa injusticia entre generaciones? Seguramente sí, pero no parece que vayan por ahí los tiros. Lo de la memoria histórica estuvo bien, en lo poco que ha sido, pero eso salía poco menos que gratis, nos ha costado poco. Y acaba funcionando como una cortina de humo, mirar al pasado para no contemplar el futuro. Otras políticas y reclamaciones de ahora mismo, sean sindicales, empresariales o económicas en general tienen un insoportable tufo de defensa de los derechos adquiridos… de los que han tenido ocasión de adquirirlos. Para la juventud poco más resta que la emigración, el lumpen o la miseria, en un contexto de desigualdades sociales crecientes y de abandono de todo propósito de igualar oportunidades. Volvemos a la ley de la selva y a las inclemencias macroeconómicas. Basta ver lo que se ha hecho, se está haciendo y se va a hacer con la educación, para darse cuenta de que después de subirnos nosotros, hemos roto la escalera.

Si nos tomáramos en serio la justicia intergeneracional, aquí y ahora, los recortes inevitables habría que hacerlos con criterio más selectivo. No solo para que se quite más a los que más tienen, sino para que globalmente los sacrificios mayores se impongan a las generaciones que han provocado el destrozo y para que tengan su ocasión los que en nada son culpables.

El colmo es cuando nos ensañamos con esa juventud que empieza a inquietarse, a salir a las plazas públicas para protestar y pedir cambios. Andan despistados, seguro, yerran el tiro, se contradicen, no son capaces de articular propuestas coherentes y programas políticos mínimamente trabados, es cierto, pueden sonar frívolos, parece que exigen una vida regalada y que la fiesta no acabe. La vida regalada que, colectivamente, nosotros hemos tenido, la fiesta que hicimos mientras quemábamos los muebles de la abuela y nos bebíamos los presupuestos estatales y los domésticos. Son lo que en nosotros han visto y lo que de ellos hemos hecho. No ha de chocarnos tanto que nos pregunten qué fue de la herencia o a dónde se marcharon los sueños y las juergas. Sólo faltaba que ahora fueran ellos los culpables de nuestros desvaríos y de la buena mala vida que nos hemos dado a costa de su futuro. Simplemente, muchos se preguntan por qué no van a poder ellos hacerse funcionarios como lo han sido sus padres y sus tíos. A ver cómo les explicamos que es que hay que aligerar las cargas del Estado y que se no va a prescindir precisamente de nosotros para que entren ellos, solo faltaba.

Una nueva forma de corporativismo ha nacido, el corporativismo generacional, el que aplicamos para defender nuestro presente frente al futuro de nuestros propios hijos. Que no nos extrañe que acaben maldiciéndonos.

30 agosto, 2011

Contra la subvención pública de los clubes deportivos

(Publicado el pasado jueves en El Mundo de León)

Contaba este mismo periódico hace tres días los muchos miles de euros que ayuntamientos, Diputación y Junta ponen para financiar equipos de fútbol, balonmano o baloncesto. Vaya por delante que los jugadores profesionales que en esos deportes se ganan honestamente la vida tienen todos mis respetos. Los aficionados y abonados, otro tanto. Pero lo que no logro comprender es por qué los dineros públicos, los de nuestros impuestos, se usan para eso.

En las universidades españolas, y también en la de León, cada año han de marcharse con viento fresco y a buscarse la vida fuera muy buenos investigadores jóvenes y científicos prometedores, que acabarán haciendo carrera en Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania. No hay presupuesto para que puedan cultivar aquí su ciencia. ¿Por qué ha de estar más protegido el fútbol que la mejor investigación? Otro caso, de los muchos que vemos: echan el cierre cada mes empresas pequeñas y medianas a las que ha arruinado la morosidad de las administraciones públicas, empezando por los ayuntamientos. Si se deja hundirse a tanto empresario, y, de rebote, a sus empleados, ¿por qué hay que evitar que se vaya a pique un club deportivo privado que ha sido gestionado con mala cabeza?

Se me dirá que el deporte de cierto nivel es publicidad para la ciudad y conviene también a determinados negocios, empezando por la hostelería. Me parece estupendo, pero, entonces, que lo paguen los beneficiados, que lo sostengan y lo patrocinen con su dinero. Se aludirá al disfrute de los aficionados y a su derecho a tener buen fútbol por aquí, mismamente. Pues que apoquinen ellos. También a mí me gusta una barbaridad el ritmo salsero y me encantaría poder oír cada semana a un grupo de tal que podría llamarse El Gran Combo de León. Pero nadie lo subvenciona para que yo lo escuche y vea. Y, sobre todo, si la gestión de esos clubes la van a hacer, a su manera y para sus manejos, ciertos empresarios que todos conocemos, que el chiringuito se lo mantenga su tía; yo, como contribuyente local, me niego y objeto. Si hemos de pagar nosotros todos, aficionados o no, que esos equipos sean empresas públicas y los dirijan nuestros representantes.

29 agosto, 2011

¿Educar en valores?

No hay reunión amistosa o familiar de personas relacionadas con niños y jovenzuelos que no acabe en disquisiciones sobre lo rebeldes e incontrolables que salen ahora los pequeñajos. Normalmente no se llega a concluir nada, pues, si hay algún mocoso cerca, se pondrá a gritar o a montar numeritos para que los mayores no puedan hablar y para ser él el centro único de la atención. Entrecortadamente, los adultos acaban sosteniendo que educar y domesticar un poco a la prole es poco menos que imposible y que, a la postre, todo depende de que los hijos nazcan dóciles y reposados; si no, nada que hacer, resignación y a resistir. Que no aceptan normas ni órdenes las criaturas, vaya, y que no queda más que hacerse a la idea y abandonarse a su imperio.

Falso de toda falsedad. Hay detalles significativos que indican lo erróneo de la tesis de fondo y marcan por dónde debe ir la reflexión. Mencionemos un par de ellos. Creo que no conozco ningún niño de más de dos años que no tenga perfectamente asumida la regla de que no puede cruzar la calle si no es de la mano y bajo la vigilancia de una persona mayor. ¿Acaso nacen predispuestos para el acatamiento nada más que de las normas de circulación? Mi hija, desde bien chiquita, se para cuando en un paso de peatones ve el semáforo en rojo y hasta se permite criticar a los que entonces cruzan. ¿Será que no entienden más normas que las de los semáforos?

Mi hija es celiaca. Ya nos habían dicho que el riesgo de que se tome por su cuenta alguna chuchería con gluten es muy escaso a partir de, poco más o menos, los tres años, pues asimilan las indicaciones de que deben preguntar siempre si el alimento o golosina que fuera de casa les den tiene o no tiene gluten. Ella ahora tiene cuatro años y ni ante la más tentadora de las tartas sucumbe sin la pertinente averiguación previa. No es especial mérito suyo, al parecer, pues todos los celiacos aprenden a comportarse así con los alimentos. No solo eso, pues, de propina, se conducen con un punto de orgullo cuando se atienen a esas pautas y demuestran que las entienden y saben acatarlas.

Sin embargo, por lo común esos mismos niños no dejan de gritar en la mesa o no aceptan permanecer en ella correctamente sentados durante las comidas. Los ejemplos de rebeldías cotidianas constantes que cabría enumerar son infinitos. Si no les apetece el baño, también se alteran y rugen; si no tienen ganas de la comida que toca ese día, reclaman otra a voz en grito; si se les ruega que dejen de gritar, vocean más fuerte; si no se les compra el muñequillo que acaban de ver en el escaparate, son capaces de ciscarse en los muertos del progenitor y de tirarse al suelo en pleno ataque histérico. Y así con la mayoría de las cosas.

Solo hay que pensar dónde están las diferencias, por qué son tan distintas de esas las reacciones a la hora de atravesar la calle y de comer o no el pastel según que lleve o no lleve gluten. Diríase que la respuesta es sencilla: los padres y adultos en general han llevado por el libro y consecuentemente la imposición de aquellas normas a los enanos. ¿Por qué? Porque a todo el mundo le aterra que a su hijo o sobrino se lo atropelle un coche o se le intoxique. El esquema es simple, norma que se tiene por importante es norma que se impone congruente y constantemente, respaldada por la correspondiente explicación, y que el niño incorpora sin traumas ni problemas, hasta con satisfacción.

¿Y las otras? Las otras no se hacen valer ni se transmiten de esa manera porque los mayores hemos dejado de verles el fundamento. Y esto es así por dos razones: porque nosotros mismos ya no somos capaces de dar cuenta convincentemente de la justificación de esas normas que prescriben que hay que comer civilizadamente y no como un animal, o que se debe respetar el turno de palabra, o que no se debe imponer el propio deseo a voz en grito, o que no se puede comprar todo lo que se antoja. Y así todo. Y, en segundo lugar, porque nosotros, ciudadanos, estamos reñidos con la propia idea de norma. Estamos, aquí y ahora, poseídos por la sospecha de que toda regla social, incluidas las más elementales reglas de cortesía, es una imposición autoritaria que contraviene la natural y muy benéfica espontaneidad de los humanos, buenísimos por naturaleza, adorables por designio divino. Mientras el sádico de seis años apuñala al abuelo, siempre suena la voz de algún pariente que proclama aquello de bah, déjalo, pobrecito, los niños son así y no los vas a castigar por eso. Y cuando la criatura dolosamente estampa contra el suelo el huevo frito que había para la cena, el padre y la madre se levantan disciplinadamente a prepararle los macarrones con tomate que más le gustan, pobrecillo mío, criaturita tierna. Luego esos macarrones solicitados tampoco los va a comer, pero al menos se ha divertido viendo que sus parientes son una panda de gilipollas sumisos. De propina, como esos familiares tampoco están dispuestos a aceptar que su hijo es un hijo de la gran puta y ellos unos cantamañanas esclavizados, al día siguiente lo llevan al pediatra por si tiene una oclusión intestinal o unas decimillas de fiebre, mi sol, pues buscamos un dictamen médico que nos libre de asumir la evidencia, la evidencia de que nosotros somos unos pringados y al niño lo hemos convertido en un engendro inclemente.

Se padece una clara situación de anomia. Pero no la padecen los niños, sino los padres y adultos en general. La capacidad de los bien pequeños para asimilar normas y comportarse de acuerdo con ellas es poco menos que infinita. Pero para transmitírselas hay que creérselas y ha de vérseles el sentido y razón de ser. Y ahí es donde nos duele.

Si usted impone a su hijo la pauta de que las calles tiene que cruzarlas a la pata coja o con una mano en cada oreja, se está comportando con él como un tirano bien autoritario, como un sádico que abusa. Si le dice que no puede cruzar si no es de su mano y mirando a los dos lados de la carretera y al semáforo y por el paso de cebra, hace algo bien razonable. ¿Y si se trata de normas de elemental cortesía, como la de que no se corretea entre las mesas de los demás comensales del restaurante, o que no se mete el dedo en la sopa del vecino, o no se pone uno a cantar a grito pelado mientras los demás comensales conversan, o que no se practica la puntería con la pistola de agua en la calva del abuelo que desayuna? Casi todos los niños que conozco cruzan las vías públicas como mayorcitos responsables e incumplen todas esas otras indicaciones. ¿Será su culpa? No, es la nuestra. Tal vez inconscientemente pensamos que en todo lo que no ponga en peligro la vida propia, como al atravesar la calle, lo ideal es comportarse como un cerdo. Se lo permitimos a ellos porque nos apetecería a nosotros. ¿Quién no ha fantaseado con lanzarle a la suegra un escupitajo de garbanzos durante el cocido de los domingos? Yo no, de verdad (este blog lo lee mucha gente, no toda lejana). Pero otros, seguro que sí, la mayoría. Y a lo mejor es que nos sentimos realizados cuando es un hijo nuestro el que se pone salvaje y, para mayor gozo, impunemente.

Hay una secuencia lógica y por eso se explican algunos misterios de muchos de los ya jóvenes que a diario observamos con perplejidad. Comida casera, tal vez con unos cuantos invitados. Al acabar, los más adultos se levantan y recogen la mesa. Ya también los varones, por fortuna. ¿Quiénes se quedan sentados como si el asunto no fuera con ellos o todo el resto fuera personal del servicio doméstico, como si tuvieran plomo en el culo? Los jóvenes de trece a treinta años. Con un par. Sin remordimientos. Con expresión feliz en su cara gorda. Si alguien los reconviene, se alzan pausadamente y llevan un plato a la cocina, por lo general el suyo. Solo uno y lentamente. De vuelta, agotados, lanzan sus posaderas contra la silla con gesto de agotamiento y fastidio. Si lo llego a saber, me quedo en mi habitación con el ordenador, tal parece que nos indican. Tal vez una abuela bondadosa murmura que pobrecitos, que no molestemos al chaval, que ha estudiado mucho esta temporada y anda con estrés. Ha suspendido casi todas las asignaturas, el muy jodido, pero debe de estar para el arrastre. Es una vida muy dura esa de tener que despertarse cada día al cabo de doce horas de sueño y unas cuantas pajillas.

Sí, doce horas. ¿Ustedes se han fijado en cuánto duerme este personal juvenil? Mucho, a las horas que les gustan. Los hay, en abundancia, que no han contemplado un amanecer desde hace un lustro, a menos que sea antes de acostarse. A la quinta vez que la mamá ha tocado en su puerta para comunicarle que la comida se enfría y que los tíos y los abuelos han llegado hace rato, pues hoy es el cumpleaños del propio sujeto y hasta han traído regalos y tarta, el cretino con acné aparece en estado semicomatoso y con cara de hastío. No pronuncia palabra durante el ágape y se larga apresuradamente, previa petición de las llaves del Audi, pues su Ibiza lo tiene en el taller porque el otro día le dio un golpe, qué mala pata.

A los cafés, la supuesta familia diserta sobre las dificultades de la educación actual y lo poco que enseñan en los colegios. Acaba saliendo el tema de que el chico no le ha tomado el gusto a Derecho y, al cabo de tres años y cinco asignaturas superadas, ahora quiere ir a estudiar cine en Valencia. A ver si vamos a tener un Almodóvar en la familia, sería genial, fantasea la tía Marisol, soltera y madrina del genio. Pues habrá que pedir un crédito para que el muchacho pueda seguir su vocación, afirma el padre, a lo que el tío Pepe replica que lo de los créditos se ha vuelto imposible porque los bancos ya no te dan un duro y que menudos sinvergüenzas los de las finanzas. El resto de la sobremesa versa sobre las injusticias del capitalismo y que lo que pasa es que hay mucha corrupción y mucho zángano. Nadie se da por aludido.

Cuando en realidad las reformas constitucionales y legales habría que hacerlas para poner atenuantes a unos cuantos supuestos del delito de parricidio. O para despenalizarlo.

26 agosto, 2011

Déficit público y políticas sociales

O mi cabeza se está acabando de descomponer o es que las polémicas políticas al uso ya carecen de todo sentido o los tienen ocultos y perversos. Esta vez lo digo por el debate sobre la repentina ocurrencia de reformar la Constitución para plantar en ella un límite al déficit del Estado. No voy a glosar los cambios de idea de un presidente que seguramente nunca tuvo ninguna, por lo que propiamente no habría tales cambios y sólo variantes retóricas. No me interesa si a Rubalcaba o a Rajoy les va bien o mal la iniciativa o si será que se despeinan por causa de los nuevos vientos. Tampoco pretendo entrar en la discusión, esta sí sustanciosa, sobre si son maneras de reformar la Constitución como quien se cambia de corbata. Sobre eso algo notable escribía el otro día en Público mi colega y buen amigo Rafael Escudero. Lo que a mí me parece, entre otras cosas, es que, una vez que la Constitución la hemos hecho de la sustancia con que se fabrica el papel higiénico, lo que en ella se escriba va perdiendo importancia, por desgracia; pero la desgracia fue tomársela a chufla, y eso ya viene de largo, con ayuda de su propio guardián supremo.

Sobre lo que me gustaría tratar y, más que nada, que alguien me ilustre en mis dudas es sobre esto otro. A ver si lo he entendido bien. La izquierda oficial, real o aparente, se pone de uñas con la última zapaterada, debido, dicen, a que la limitación del déficit y del endeudamiento en las cuentas públicas implicará recortes sociales y la puñalada final a los derechos de corte más social, empezando por la educación y la sanidad y siguiendo con todo tipo de políticas asistenciales. Ahí es donde hay algo que no me cuadra, seguro que porque alguna cosa se les escapa a mis entendederas.

Es habitual que cuando los dineros escasean en el erario público los recortes se hagan por donde más le duele al pueblo. Pero ahí no hay por qué dar por sentada una perversa ecuación. Ni que el Estado disponga de más medios económicos implica que vayan a respaldarse mejor los servicios públicos esenciales y las oportunidades de los más necesitados, ni que los dineros estatales disminuyan lleva implícito que los recortes principales deban venir por ese lado.

No hay que confundir la disponibilidad de dineros con la distribución del gasto. Pongamos un padre con cinco niños a su cargo y comparemos dos situaciones. En la primera, ese padre cuenta con un millón de euros al año. Tiene dos opciones: gastárselo casi todo en parrandas, en lujos para sí mismo e invitaciones a los amigotes de su cuerda, o dedicar la parte más sustanciosa de esos medios abundantes a que los niños tengan adecuado alimento, vestido apropiado, educación de calidad y cosas de ese estilo. Naturalmente, cuanto más ingresos maneje ese progenitor y más generoso sea con quienes de él dependen, mejores serán las atenciones que estos reciban y más cubiertas estarán sus necesidades.

Ahora imaginemos la situación segunda, en la que tal padre dispone de cuarenta mil euros anuales. Sus alternativas son las mismas: pulírselos él mismo en sus francachelas u organizarse para que lo primero sea dar a sus vástagos las mejores atenciones que dicha situación económica permita. Tanto en esta tesitura como en la otra, los niños pueden estar muy razonablemente atendidos si el criterio distributivo es adecuado, si la pauta de gasto otorga prioridad a lo que más debe importar. Aquí hablamos de distribución de medios disponibles conforme a un sistema de preferencias. Y creo que ya se aprecia que el criterio de distribución es independiente del montante de los medios a distribuir, al menos mientras el total de lo que se pueda gastar rebase ciertos mínimos. Si los ingresos de ese padre fueran de seis mil euros no darían para que las cinco criaturas pudieran vivir. Pero si son de un millón y el que reparte no los atiende, la injusticia es la misma y su situación no mejora.

Supóngase que el hombre ha venido disponiendo del millón anual. Con él atendía más o menos las necesidades de los menores, pero, además, se pegaba la gran vida y derrochaba sin tino. Así que se arruinó por completo. Como, con ese ritmo de vida, el abundante dinero se le hacía escaso, se dedicó año tras año a pedir créditos, hasta que su endeudamiento se hizo insostenible y los prestamistas cerraban el grifo o pedían muy onerosas garantías. Así que vino la autoridad y le indicó que se acabó el cuento y que tendrá que acostumbrarse a vivir con mucho menos, ahora con cuarenta mil euros por año. El hombre se resigna a que así sea, pero entonces los vecinos se ponen a gritar que qué va a ser de los niños y que pobrecillos. ¿Qué están dando por sentado esos preocupados vecinos? Pues que ese señor se lo va a gastar todo en sí mismo y va a dejar a sus descendientes en la estacada y a dos velas. O sea, presuponen que es un cabronazo sin arreglo y que, en consecuencia, no va a variar ese criterio de distribución del presupuesto familiar que le da preferencia a él, o va a sentar uno que dañe a los más débiles. O consigue préstamos para seguir él viviendo por encima de sus posibilidades, o los chavales van a pasar hambre. Sin endeudamiento se irán a la porra los pequeños y se quedarán en la miseria, enfermos y sin estudios.

¿No es algo así lo que se piensa al alegar que limitar constitucionalmente el déficit de las administraciones públicas es sinónimo de condenar irremisiblemente los derechos sociales? ¿Por qué la izquierda no pone el acento en los criterios de distribución, en lugar de insistir en que sin endeudamiento no habrá derechos sociales? Pareciera que de esa forma se está dando por buena aquella ecuación perversa antes aludida: la de que no caben derechos sociales sin mala administración y fuera de un Estado que gaste por encima de sus posibilidades. ¿No nos damos cuenta de que esa es la forma de hacer al gasto social responsable de la burbuja financiera del Estado? No ha de ser tan necesario acudir al endeudamiento creciente para brindar educación pública de calidad y sanidad pública de alto nivel, ni siquiera en una tesitura de recursos decrecientes, en una situación de crisis. Bastaría modificar el criterio de distribución por la otra parte: que el Estado gaste menos, incluso mucho menos, en políticas no sociales. Que el Estado deje de derrochar en sus cosas o en las de quienes no necesitan su apoyo económico o pueden pagarse con holgura los servicios básicos.

Ahí le duele. La llamada clase política se altera cuando oye hablar de adelgazar el Estado por esa parte ociosa, improductiva y nada social. Y esa alteración es transversal, la padecen la izquierda y la derecha por igual. Mejor dicho, la sufre la partitocracia que ha tomado el Estado como si fuera su coto privado, su finca particular, donde cazan y se alimentan los políticos de partido y los paniaguados que venden su favor a los partidos dominantes.

Sobra Estado a montones y hay cantidades ingentes de gasto que se pueden recortar sin merma de los derechos sociales. Por ese motivo no hemos de creernos la propaganda interesada que insiste en que recortar gasto, recortar Estado y aligerar déficit equivale por necesidad a meter la tijera asocialmente en los servicios públicos fundamentales, como educación o sanidad. En modo alguno es así. Lo que se debe cambiar es la pauta de distribución del gasto, sentando un orden de preferencias que coloque los derechos sociales en su lugar principal. Y eso, mira por dónde, es lo que viene a prescribir la Constitución ahora mismo y tal como está, diciendo lo que ya dice. Añadirle la nueva cláusula limitadora del déficit público será una chapuza por otras razones, sin duda, pero no tiene por qué entenderse como la sentencia inapelable contra el gasto social. Al hacerlo así, damos por destino insoslayable lo que no es más que una concreta opción distributiva. Parece como si los servicios públicos más sociales solamente pudieran colmarse cuando se vive colectivamente en la abundancia o cuando se acude al endeudamiento, pues lo que no sea deuda ha de gastarse en otras cosas antes que en educación y sanidad, por ejemplo. Suena paradójico y tristísimo que la llamada izquierda entre a ese juego en lugar de ponerse a pensar si no será un despropósito este Estado lleno de administraciones superfluas y mal organizadas y en el que se subvenciona a los ricos y los más inútiles mientras se condena a los más pobres a una vida indigna.

25 agosto, 2011

Juristas de Corte (y Confección)

En el boletín de Iustel de hoy leo que “Gregorio Peces-Barba cree "razonable" la reforma Constitucional y no ve necesario un referéndum por ser "muy técnica" y que “El constitucionalista Luis Aguiar no cree "jurídicamente necesaria" la consulta, aunque "políticamente" pueda plantearse”.

Hombre no sé, es como si le preguntan a un oficial de la Guardia Suiza de El Vaticano que qué le pareció la última misa del Papa, o como si interrogan a Benzema sobre las alineaciones de Mourinho. Qué van a decir, los pobres. Como se pongan críticos, los apartan del servicio o de la alineación para siempre jamás y los venden al Osasuna. Pues aquí lo mismo, salvando las distancias que haya que salvar y por las razones que mesuradamente paso a exponer.

Antes que nada, mi respeto personal hacia esos eximios profesores. Gregorio Peces-Barba fue buen amigo mío antes de que de las entretelas me saliera un blog y le guardo gratitud perenne por más de cuatro gestos de antaño. Con Luis Aguiar nada más coincidí una vez, en Medellín, en congreso que terminó en memorable anécdota que circula en variadas versiones, en las que cada uno se pone de más protagonista a sí mismo, como es ley de vida (académica). Que ellos no vayan a pasar a los anales de la ciencia jurídica, tal vez, nada malo dice de su persona, pues tampoco a otros nos aguarda ese destino y no por eso dejamos de dar la lata y de darnos algo de pote.

La enjundia está en la parte teórica del asunto. ¿Qué valor cabe otorgar al dictamen de un nieto sobre su abuelo, de un abonado de un equipo de fútbol sobre tal equipo, de un vicerrector sobre el rector suyo que allí lo puso, cual jarrón, o de un cangrejo ermitaño sobre la caracola bajo la que se guarece? Hombre, algo sí, quizá, por qué no, depende de los momentos y las tesituras. Pero en general, poco. Pues cuando alguien, con todo el derecho y plena legitimidad, ha sido militante de un partido desde antes de la última glaciación o ha sido propuesto por ese partido para ocupar durante un porrón de años cargo en institución fundamental del Estado, comportándose siempre con la lealtad debida, lo mismo; o muy parecido.

Repito, nada obsta, absolutamente nada, para que un profesor universitario de materias polémicas y contenciosas milite en un partido o reciba de él pellizquillos íntimos. Sólo faltaba. Lo que se debería graduar es el valor de determinados dictámenes y de ciertas apreciaciones: de sus opiniones públicas sobre las medidas políticas y jurídicas de ese mismo partido; o del rival, en su caso. Puesto que se sabe que no van a decir –públicamente; en la intimidad quién sabe en qué hablarán- que muy mal, acaba siendo como interrogar al crío de cinco años que si quiere a su mamá y si la ve guapa. Qué quieren que diga, vamos a ver; pues que sí, que preciosa y que si le compra más gominolas, que se le acabaron.

Conste que a don Gregorio y a don Luis les concedo en este momento del partido (quiero decir de la jugada) un mérito singular, pues se mantienen fieles, no como otros. Es decir, que, a diferencia de variados colegas y conmilitones, no hacen eso tan propio de ciertos roedores cuando la nave está a punto de irse a pique por la impericia del capitán y porque les han embargado, por impago, el timón y las ventanas de los camarotes. Así que olé por no ponerle los cuernos a la patrona después de relación tan larga y aunque se haya vuelto fondona y despendolada.

Nada, en suma, que reprocharles a ellos, si acaso al contrario. Lo que me choca es que periodistas que buscan información, se supone que imparcial y bien técnica, acudan a fuentes de esa forma contaminadas. A lo mejor no es eso lo que buscan. Mismamente entre los constitucionalistas, un servidor podría proponer veinte o treinta nombres de “solteros” y no comprometidos que están en perfectas condiciones para sentar cátedra con enorme solvencia, y entre los filósofos del derecho tres o cuatro que ídem. Porque si se trata de la vis atractiva de los famosos y de que Peces tiene más tirón que Pérez, o Luque que Lucas, luego que no nos extrañe si acaban poniendo en el Constitucional a Belén Esteban o encargándole los dictámenes del Consejo de Estado a Guardiola o Del Bosque, también por lo del tirón.