02 agosto, 2011

¿Fin del Estado social?

Hoy es un día de los que quitan el hipo, hoy a los pocos que todavía tienen ganas de enterarse de lo que pasa no les llega la camisa al cuello. Hoy, al menos durante un rato, la famosa prima de riesgo (más bien suegra de riesgo) de nuestra deuda ha superado los cuatrocientos puntos. Hoy los pesimistas volvemos a lamentarnos de tener razón. Si este desastre no se para, nos espera una buena. Y para evitar la puntilla ya no cabe más que cruzar los dedos e implorar a la Fortuna. Fueron tantos los polvos, que ahora nos ahogan los lodos. Quién sabe qué nos aguardará en la otra vida, al día siguiente de que la UE nos intervenga o, peor, de que nos digan que no hay parné bastante para nuestro rescate y que allá nos las compongamos. Dicen que al principio se percibe como un gran túnel impregnado de una luz muy blanca. Pero eso es para los que mueren un rato. Lo nuestro irá para largo y habrá más bien oscuridad, una oscuridad de miedo.

Por si acaso, ya se nos avisa de que se termina el Estado de bienestar. Descanse en paz. El llamado Estado de bienestar es una patraña, digan los politólogos lo que digan, los pobres. El politólogo es un político con un logo. Sabe aún menos que el economista, que ya es decir, pero tiene la osadía del pedagogo. No sé si vamos a tener pilón para tanta gente. Pero mientras llega la hora, afilemos algunos conceptos, por si más adelante nos hacen falta.

No recuerdo que en nuestra Constitución o en las de por ahí se diga mayor cosa del Estado de bienestar. Tampoco estoy seguro de si aquí propiamente tuvimos uno que mereciera tal nombre, pero sí es cierto que el bienestar que hubo algo debe de tener que ver con el desastre que nos hemos vuelto. Debe de ser ese tipo de Estado en el que el ocio se valora más que el trabajo, en el que el tiempo se aprecia más cuando es tiempo libre, en el que ir a la peluquería o al restaurante cuenta incluso como cultura, si el peluquero o el cocinero son de los caros, en el que los títulos académicos se han de poder conseguir sin esfuerzo y en el que el éxito de los sindicatos se mide por el número de liberados que cobran sin trabajar o de enchufados que trincan plaza de funcionario. Y todo ello con dinero público, a golpe de subvención y de crecimiento imposible del gasto. El Estado de bienestar es el más opuesto a la laboriosidad, al mérito, al esfuerzo y al trabajo productivo y bien hecho. El Estado de bienestar es un cuento chino. El Estado de bienestar, en efecto, se va a acabar, porque ya nos hemos comido entera la gallina de los huevos de oro y ahora estamos endeudados hasta las cejas, ya no con la gallina, sino con unos buitres. Pero qué culpa tienen los buitres, si los hemos alimentado nosotros arrojándoles hasta nuestras entrañas.

El Estado que no puede acabarse es el Estado social. Ese sí sale en la Constitución. Mas el Estado social no es lo mismo que el Estado de bienestar. O, si se quiere, el Estado social es como un Estado de bienestar, pero sin gilipolleces. El Estado de bienestar es fofo y gangoso, mientras que el otro es áspero y recio. Pero, más allá de las imágenes o los epítetos, ¿en qué se diferencian? En que en el Estado social la función recaudadora del Estado, los impuestos, en suma, tiene una justificación esencial: la satisfacción de los derechos sociales de los ciudadanos. La garantía estatal de esos derechos cuesta dinero y ese dinero lo emplea el Estado en ofrecer servicios públicos eficientes. ¿A quién? A quien los necesita porque no puede pagarlos. Cuando hablamos de derechos sociales aludimos a los ligados a las necesidades básicas de la ciudadanía: sanidad, educación, alimento, vivienda… Y la correspondiente investigación, más todos los instrumentos que repercutan en la más eficiente realización de esos derechos.

Otra forma de explicar la distinción puede ser así: mientras que el Estado de bienestar se preocupa porque los ciudadanos, como promedio, vivan bien y tengan muchas cosas, el Estado social se ocupa de que ningún ciudadano viva mal por no poseer los medios para una vida digna y para acceder en igualdad a la competencia social, al mercado, sea al mercado de trabajo, al de la cultura o, incluso, al de la política. En otras palabras, igualdad de oportunidades, esa es la esencia del Estado social. Entiéndase, no es igualdad de bienestar, sino de oportunidades para acceder al bienestar mayor.

El Estado de bienestar es rehén de políticas económicas de crecimiento desbordado. Sin ellas no se mantiene. Es un modelo de Estado que se asienta en lo que podríamos denominar un hedonismo inducido. En lugar de poner las miras en las necesidades esenciales, las pone en el consumo por el consumo. Primero fomenta en el público la necesidad de bienes perfectamente ociosos y prescindibles, y luego alienta el consumo, incluso al precio de repartir indiscriminadamente dinero público. El consumo se dice, dinamiza la economía. Pero es una dinámica viciada, porque es consumo privado basado en políticas públicas no distributivas, desvinculadas de los derechos sociales y que atiende a las cifras globales y los promedios mucho más que a los parámetros de vida digna de lo sujetos.

Algún ejemplo bien obvio. Aquellos cuatrocientos euros que para todo quiste regaló el lince de la Moncloa antes de las últimas elecciones generales no tienen absolutamente nada que ver con el Estado social, aunque socialmente resultaran beneficiosos, beneficio para todos los que los recibimos. Las primas de natalidad, concedidas indiscriminadamente, a todo el que tenga un hijo, tampoco guardan el más leve parentesco con un Estado social. En el Estado social sólo se apoya económicamente a las personas con bajo nivel adquisitivo no debido a su culpa, no a cualquier zurrigurri que traiga otro votante al mundo.

Otro ejemplo, tal vez más delicado, pero patente: en un Estado social decente, los servicios públicos básicos son gratuitos para los menesterosos, mientras que los que poseen cierto nivel económico pagan por ellos. Mismamente, las matrículas en la universidad pública no deberían costar a todo el mundo igual, de modo que los pudientes pueden elegir entre pagar de su bolsillo en una universidad privada o recibir formación poco menos que gratuita en una universidad pública. Para el rico cualquier universidad debe costar como una privada. Y que elija la que mejor le parezca. Siempre y cuando, claro, que las universidades públicas no se vayan convirtiendo en universidades ramplonas y de segunda división, como el PSOE casi ha conseguido y como el PP logrará definitivamente, si San Isidoro no lo remedia.

¿Por qué se nos repite tanto esta temporada que vamos hacia el fin del Estado del bienestar? Porque se nos prepara para la crisis terminal del Estado social. Es una confusión conceptual interesada. Porque el dichoso Estado de bienestar se ha hecho económicamente insostenible, pero el Estado social no, en modo alguno. Su mantenimiento hasta sería compatible con una política fiscal más laxa, con la bajada de ciertos impuestos que, esos sí, se relacionan directamente con el consumo y son profundamente antisociales, como los impuestos indirectos, básicamente el IVA. Bastaría sólo con dos medidas relacionadas: hacer más equitativos los impuestos indirectos y reorientar selectivamente el gasto público. Ayudas y subvenciones estatales nada más que para la atención de los derechos sociales y para la igualdad de oportunidades; todo lo demás, al mercado y la libre competencia. Ni un euro menos (pronto, si los hados no lo remedian, serán otra vez pesetas, ay) para la educación pública de suma calidad, pero el que prefiera colegios privados, que los pague, y el que desee un museo de arte moderno en su parroquia, con diseño de Calatrava, que lo monte por su cuenta y lo haga rentable.

Hace falta adelgazar el Estado y aminorar el gasto público y el endeudamiento, naturalmente que sí, eso parece de cajón. Lo determinante, lo que se debe debatir sin engaño ni trampa, es por dónde se recorta. Se tiene que recortar, sí, pero lo socialmente prescindible, que es mucho. Lo imprescindible para la justicia social mínima y para tomar en serio la Constitución y sus derechos, no, en modo alguno. Y, luego, es preciso reformar de raíz la gestión pública, a fin de que se parezca a la buena gestión privada. Un ejemplo: el funcionariado profesional y estable es una pieza irrenuncable del Estado; el funcionario zángano y que accede a golpe de enchufe, caricia clandestina o variada militancia, no. ¿Sobran funcionarios? Probablemente sí. ¿Sobran servicios públicos serios? No. ¿Solución? Mantener los mismos servicios con menos gente que trabaje más y mejor. Y, como salvaguarda última de la eficiencia y la justicia del sistema público, responsabilidad estricta de los gestores, responsabilidad política, y, sobre todo, responsabilidad jurídica. Que ninguno se vaya de rositas después de haber arruinado una institución y, para colmo, haber falseado hasta las cuentas.

En fin, nos la van a dar con queso, nos pongamos como nos pongamos. Pero, al menos, que no nos engañen más. Ni todos los gatos son pardos ni todo el monte es orégano. Bastaría dar a cada uno lo suyo. Y a más de cuatro, ahora, habría que atizarles unos buenos zurriagazos. Por mentirosos y cabrones. Y porque todavía se lo van a llevar crudo mientras a los de a pie les vienen las rebajas y las depresiones.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy Buen Trabajo