31 octubre, 2012

Más sobre derecho a decidir, derechos morales y derechos de verdad



                O lo de ayer no me quedó muy claro y no he empleado argumentos demasiado convincentes. Aquí en el blog y fuera de él varios amigos y amables lectores me han hecho algunas observaciones bien interesantes. Una, que juego un poco tramposamente con los ejemplos; otra, relacionada, que caben ejemplos más interesantes y pertinentes si de los derechos morales y su valor hablamos. Enseguida vamos con las cuestiones.

                También se me hace ver, agudamente, que los españoles ejercimos en 1978 nuestro derecho a decidir y que qué derecho sería ese. Sería más útil echarse unas parrafadas sobre los conceptos de derecho moral y de derecho jurídico que mezclar lo del derecho a decidir, lo reconozco. Pero sobre lo que yo quería puntualizar es sobre el estatuto del que ahora tanto se llama derecho colectivo de un grupo de los ciudadanos a decidir. Y traté de exponer que ese derecho a decidir puede presentarse como un derecho jurídico o propiamente dicho, o como un derecho moral o derecho en sentido impropio o figurado. Mencionaba que quienes actualmente tenemos estatuto jurídico de ciudadanos españoles, tenemos también constitucional y legalmente reconocido un derecho colectivo a decidir qué partido nos gobierna, derecho que practicamos por vía electoral. Incurriría en incongruencia si afirmara que nuestro derecho jurídico a la elección política, a decidir quién nos gobierna, es un derecho moral que por ser moral y muy importante como tal, ya es jurídico por sí y antes de que la Constitución o la ley nos lo reconozca. No he dicho eso.

                Cuestión diferente y para otro debate es la de la naturaleza de los derechos colectivos. Mi tesis sería que ese derecho jurídico a decidir es un derecho de titularidad individual cuyos resultados se sientan mediante su ejercicio colectivo. No es que los españoles como un todo o como entidad distinta de la agregación de los individuos españoles sean titulares de un derecho, sino que tal derecho lo tiene cada uno. Hablar de voluntad colectiva es una ficción expresivamente útil, nada más que eso. El derecho puede constituir entes colectivos, pero tales entes no tienen una naturaleza sustancial y propia más allá de esa su constitución jurídica. Yo no sé lo que es España como entidad prejurídica que posea derechos o intereses sustantivos anteriores al derecho propiamente dicho. Por eso entiendo si se me dice que cada español o cada catalán tienen un derecho moral a participar en las decisiones políticas que le afectan, pero pienso que cuando se dice que España tiene derecho moral a decidir o que Cataluña tiene derecho moral a decidir, se habla en sentido figurado o poco menos que metafórico. Conozco el concepto jurídico de España, pero nunca me tropiezo con un ente “natural” llamado España. De la misma manera, nunca me he encontrado con mi familia, si bien sé cuál es el concepto jurídico de familia y cuál es mi familia a tenor del derecho de familia vigente. Eso es independiente de que yo ame a mi esposa o a mis hijos, pero sería absurdo que a los por mi cariño así reunidos los hiciera yo titulares de un derecho jurídico innato, de un derecho colectivo que sea derecho aunque el derecho jurídicamente no lo reconozca. La familia como institución “natural” no sé lo que es, y en cuanto institución jurídica no es más que un haz de derechos y obligaciones individuales establecidos por el sistema jurídico. Eso me pasa por no ser iunsnaturalista, qué le vamos a hacer. En cuanto institución jurídica, la familia es completamente artificial, como artificiales son todas las instituciones jurídicas. Jurídicamente la familia no es cosa distinta de la comunidad de vecinos tal como la define la Ley de Propiedad Horizontal. Pero sobre eso podemos discutir un poco otro día. Quede nada más que esto en el aire: si ni la familia es “natural”, ¿lo será acaso la nación?

                Regresemos a lo de los derechos morales. Un querido amigo me preguntaba esta mañana si no diría yo que las mujeres afganas tienen derecho a la educación o a la libertad sexual o que los homosexuales iraníes tienen derecho al libre ejercicio de su sexualidad o al libre desarrollo de su personalidad. Contesto.

                Si al decir que tales personas tienen esos “derechos” estamos usando el término en el sentido de derechos morales, no tengo objeción, sí lo afirmo, aceptando sin demasiadas pegas el concepto de derechos morales. Lo que nunca diría es que los homosexuales iraníes tienen tal derecho jurídico en Irán o que las mujeres afganas tienen dicho derecho en Afganistán. ¿Le diría usted a un homosexual iraní que en su Estado tiene jurídicamente el derecho a vivir según su inclinación? Supongo que no.

                Si hablamos de moral, hablamos de moral y argumentamos con categorías y razones morales y sobre la base de normas morales. Afirmar que la persona X tiene  el derecho moral DM implica sostener que el respectivo sistema jurídico debería asignarle a X el derecho jurídico DJ con el mismo contenido, y que es inmoral o injusto que no lo haga así. Por supuesto, al razonar de ese modo estamos asumiendo como correctas las normas morales en que se basa tal juicio. O sea, no cabe referirse a derechos morales sin presuponer las normas morales que los justifican. Desde sus normas morales, muchos iraníes negarán que los homosexuales de ese país tengan derecho moral a vivir libremente su sexualidad. El de si existen normas morales universalmente válidas y correctas también es otro asunto en el que ahora no vamos a meternos, pero aunque se sea universalista en tema moral no va de suyo que haya que pensar que los derechos morales correspondientes sean, en sí y por sí y sin más, derechos jurídicos.

                El segundo matiz tiene que ver con el Derecho Internacional. Podemos traer a colación tratados y normas de Derecho Internacional que permitan sostener que las personas que venimos como ejemplo mencionando tienen derechos jurídico a la libre práctica de su sexualidad con adultos libres y con capacidad para consentir. Esto nos conduciría al tema de cuál sea el estatuto jurídico de los que en el Derecho Internacional cuentan como derechos pero que no son reconocidos en un Estado o que son contradichos por el derecho interno de ese Estado. Baste indicar que los que según el Derecho Internacional sean derechos y tengan el correspondiente respaldo serán derechos jurídicos, no derechos morales. Y que los derechos morales que no sean derechos jurídicos según el Derecho Internacional no son propiamente derechos, ni siquiera en esa escala.Tema de tremenda complejidad es el de cuándo el Derecho Internacional nada más que hace proclamaciones de derechos y cuándo sienta derechos que con propiedad podamos considerar jurídicos.

                ¿Tienen los catalanes, los vascos, los gallegos o los asturianos un derecho jurídico a decidir sobre su autodeterminación como pueblo, derecho que les conceda o reconozca el Derecho Internacional? Parece bastante claro que no, aunque en temas jurídicos todo es discutible e interpretable. ¿Nos parece justo o injusto que así sea? Esa es harina de otro costal. Lo que se pretendía mostrar en el anterior post y en este es que hay un uso retórico del lenguaje de los derechos ante el que conviene estar sobre aviso. Si el pueblo P tiene un derecho jurídico a decidir sobre su destino político, al no permitirle expresar su voluntad política se estaría vulnerando alguna norma jurídica, sea de derecho interno o sea de Derecho Internacional. Si ese derecho a decidir se nombra nada más que como derecho moral, el significado es otro, se indica que P debería tener el derecho jurídico que no tiene y que es injusto que no lo tenga. Los argumentos, entonces, serán morales y políticos, no jurídicos. Si al decir “derecho a decidir” pretendemos camuflar de derecho jurídico lo que, para bien o para mal, no lo es, estamos mentando el sistema jurídico en vano, alterándolo subrepticiamente o manipulándolo contra la verdad.

                Con lo anterior ni una palabra pongo contra la noción de derecho moral a decidir del pueblo P o del pueblo J. Habrá que analizar en cada caso las normas morales y las razones morales que se aduzcan. Es más, ese debate moral y político puede ser bien rico. Pero no nos demos gato por liebre. Nada más que eso.

                El iusnaturalista de antaño circula hoy camuflado de defensor de los derechos a secas y sin distinción.  Pero los iusnaturalistas de toda la vida eran y son intelectualmente más honestos, pues ni tratan de confundir ni hurtan sus fundamentos. El que, en la actualidad, llama derecho a cualquier pretensión suya o de los suyos y, encima, lo presenta como dato fundamental para el progreso de la humanidad y para el pleno respeto de la dignidad de las personas es a menudo un “trepa” que, muchas veces, al hinchar sus derechos morales, o los que tiene por tales, desprecia tanto los derechos morales míos como mis derechos jurídicos. Por eso el abuso (he dicho el abuso) del lenguaje de los derechos disuelve, para el común de los ciudadanos, más derechos que los que ampara.

30 octubre, 2012

¿Derecho a decidir? ¿Qué derecho es ese?



            La expresión la oímos a menudo: los catalanes tienen derecho a decidir si hacen o no Estado independiente, las mujeres tienen derecho a decidir sobre su embarazo, los nativos de tal territorio tienen derecho a decidir qué se hace con sus recursos naturales. Etc., etc., etc. y en las más variadas cuestiones. ¿Qué significa tener derecho a decidir sobre esto o aquello?

            La primera y más urgente distinción es entre derechos morales y derechos propiamente dichos, derechos jurídicos. Ardua discusión doctrinal hay sobre tal tema. Haría falta señalar que de derechos morales se habla en sentido impropio o figurado, pero se puede admitir la expresión, si se quiere, siempre que no se confunda lo moral y lo jurídico. Hagamos un intento apresurado de definición. Un derecho moral se daría cuando una norma moral o un conjunto de ellas facultan a alguien para algo. Si digo que tengo un derecho moral a hacer X, significa que en el sistema moral de referencia y que yo acepto o asumo hay una norma, norma moral, que me permite hacer X. En consecuencia, hablar de derechos morales implica sumirse en consideraciones y debates de carácter moral. Si en un sistema moral se consideran profundamente inmorales las transfusiones de sangre, los que se acojan a dicho sistema y dentro de él asuman esa norma pueden afirmar que tienen un derecho moral a no recibir transfusiones o a no permitir que se trasfunda a sus hijos menores de edad. Otra forma de expresarlo sería afirmando que tales sujetos tienen un derecho moral a decidir si se les trasfunde o no. Si moralmente se considera que es bueno que los pueblos en general o el pueblo P decidan sobre su pertenencia política y jurídica a un Estado u otro, la misma idea se expresará a veces diciendo que esos pueblos tienen derecho a decidir sobre su Estado, pero se debe tener claro que se está hablando de un derecho moral, no de un derecho jurídico o derecho propiamente dicho.

            Es completamente inviable en la práctica traducir todo derecho moral a decidir como derecho jurídico a decidir, pues supondría que cada persona y grupo pone sus normas morales, y los correspondientes derechos morales, por encima del sistema jurídico y de sus obligaciones correspondientes. En otras palabras, las decisiones que en la ley se expresan estarían en su validez y aplicabilidad subordinadas a las decisiones resultantes de la moral de cada persona o cada grupo, las preferencias de cada uno, de base moral, regirían con prioridad sobre las decisiones vinculantes para todos. Puede que yo o los de mi ciudad pensemos con total convicción que es inmoral pagar impuestos sin consentirlos, pero si enarbolamos nuestro derecho moral a decidir si los pagamos o no, el sistema impositivo establecido con carácter general se derrumba, se torna inviable.

            Por consiguiente, si, por ejemplo, yo soy un radical anarquista y un supino individualista puedo aducir mi supremo derecho a decidir sobre las normas jurídicas que se me aplican, yendo de suyo que no me someto a ninguna más que a aquellas con las que esté de acuerdo. Pero si el sistema jurídico me lo aceptara así y no me aplicara más norma que la que yo decido que se me aplique, el derecho desaparecería, pues lo natural será que los demás conciudadanos invoquen idéntico derecho suyo a decidir. De otra manera dicho, la verdadera ley sería la ley del embudo. Esto es, la existencia del derecho, de los sistemas jurídicos, es funcional y operativamente incompatible con un genérico y general derecho a decidir.

            ¿Hay concretos derechos jurídicos a decidir? Sin duda, muchos. Nos los reconocen u otorgan las normas jurídicas que establecen derechos de libertad, de libertad que yo decido si ejercito o no y cómo. Mi derecho a la inviolabilidad del domicilio me faculta para decidir a quién dejo entrar en mi casa y a quién no. Mi derecho a la libertad de expresión me faculta para decidir qué quiero decir y qué quiero callar, aunque tales facultades tengan que venir limitadas por otros derechos de mis conciudadanos. También ciertas normas jurídicas que otorgan poderes se pueden leer como vías para el derecho de los individuos a decidir. Yo tengo derecho jurídico a decidir si hago testamento o no lo hago, a si suscribo o no un contrato de compraventa de una casa.

            También dentro de las personas jurídicas se reconoce los derechos de los individuos a decidir. Por ejemplo, el derecho de los socios de una sociedad anónima a decidir, por el procedimiento establecido, sobre asuntos capitales de la gestión de la sociedad. Igualmente, como titulares de derechos jurídicos políticos tenemos los ciudadanos o los que conforme a derecho tengan la condición de electores derecho a decidir qué grupo o partido nos gobierna. El derecho electoral puede verse como regulación del derecho de los ciudadanos a decidir en asuntos políticos.

            ¿Dónde hay un derecho jurídico a decidir? Donde las normas jurídicas lo estatuyen. ¿Y dónde no? No. Si el sistema jurídico no me permite a mí o a los de mi ciudad decidir sobre si pagamos impuestos o no, sólo en sentido moral podemos afirmar que tenemos derecho a decidir si pagamos impuestos. Estaríamos invocando un derecho moral y, además, lo invocaríamos contra las normas jurídicas que nos obligan a pagarlos y que no nos permiten decidir si los pagamos o no. Los derechos jurídicos son los que son; los derechos morales pueden ser infinitos. Si todos los de mi ciudad hacemos una manifestación para reclamar nuestro derecho a decidir si pagamos impuestos y todos vamos a ella, tendremos un claro indicio de la fuerza de nuestra convicción moral de que debemos decidir nosotros ese asunto y no puede venirnos impuesto heterónomamente, pero nada cambiará en la relación entre tal derecho moral y el sistema jurídico: jurídicamente seguiremos sin ser titulares de dicho derecho a no pagar los impuestos que no aceptemos, mientras la norma jurídica no cambie y no haga una excepción con nosotros. Que la fuerza de nuestros hechos pueda influir grandemente para que el derecho sea modificado no quita nada a la diferencia conceptual entre el derecho moral que tenemos o decimos tener y el derecho jurídico del que carecemos.

            La discusión sobre si los catalanes tienen o no derecho a decidir su destino político y estatal es una discusión moral y política en la que pueden manejarse muy legítimos y razonables argumentos por parte y parte. Pero si un catalán afirma que los catalanes tienen derecho a decidir, o aunque lo afirmaran todos los catalanes, no quiere decirse sino que por las razones morales o políticas de que se parte se entiende que se debería tener un derecho jurídico a decidir; no que lo haya. Los derechos jurídicos no nacen del deseo de tenerlos, ni siquiera cuando ese deseo se apoya en fuertes o razonables convicciones morales o políticas.

            Cuando se radicaliza el derecho moral a decidir y su titularidad se pone en individuos, no hay más salida congruente que el anarquismo, la disolución de toda forma estatal y la eliminación de cualquier norma jurídica y, por tanto, con general y coactiva vinculación. Cuando del derecho moral a decidir se coloca como titular a grupos tales como naciones o pueblos, se está haciendo la apología del Estado-nación como suprema e insoslayable forma de organización jurídico-política y se está, al tiempo y tácitamente, negando el derecho a decidir tanto de los individuos como de otros grupos diferentes de ese “ente” titular del derecho a decidir. Pues si, por ejemplo, los catalanes que defienden el derecho del grupo de los catalanes a decidir universalizaran tal derecho para todo individuo catalán o para todo grupo con alguna homogeneidad constitutiva de entre los catalanes, estarían contradiciendo su pretensión de convertirse en Estado, en Estado-nación, ya que tal derecho a decidir de los “otros”, de los ciudadanos particulares o de otros grupos de ciudadanos catalanes haría inviable la subsistencia de Cataluña como Estado propiamente dicho, como Estado que, por definición y como todo Estado, sienta normas jurídicas colectivamente vinculantes y que se imponen con el respaldo de la coacción estatal. Existe una incompatibilidad de fondo entre el derecho de los pueblos a su autodeterminación y el derecho de los individuos o de otros grupos dentro de esos pueblos a autodeterminarse. Por eso los defensores del derecho a decidir ven el final de tal derecho en el momento en que ellos, como grupo elegido o predestinado, han decidido, pues esa es la única manera de que sus decisiones no sean socavadas por las de otros que quieran decidir también.

            De semejante incongruencia o paradoja los nacionalismos solo salen por vía metafísica: haciendo titular necesario y “natural” del derecho a decidir a la nación y, por las mismas, negándolo a todos los demás, sujetos particulares o grupos distintos, incluso más homogéneos o con mayor sentimiento de cohesión interna que el que tienen los integrantes de la nación misma, de esa nación que se supone para darle un titular al derecho de la nación a decidir y para que nadie más decidir pueda. Se trata de que mandemos “nosotros” para que nadie entre nosotros pueda invocar o hacer valer su derecho a decidir. Y el "nosotros" con derecho a decidir solo cabe cuando entre nosotros no hay nadie más que pueda decidir, decidir contra "nosotros".

28 octubre, 2012

Hace falta autoridad. O de por qué las instituciones viciadas no pueden arreglarse a sí mismas



                Dije autoridad y es como si mentara la bicha. Para qué queremos más, ya lo habrá que note indicios de feroz autoritarismo. Pues no, se puede reclamar que la autoridad legítima cumpla sus necesarias funciones sin, por eso, ser autoritario. Cuando en un restaurante yo me enfado con los padres que dejan a sus hijos pequeños correr entre las mesas y molestar sin parar a los comensales, no estoy pidiendo que esos padres muelan a palos a sus retoños ni que se comporten como unos abusones con ellos, únicamente que los llamen al orden y les enseñen de adecuada manera lo que deben saber.

                Venía hoy en un periódico, creo que El Mundo, el enésimo reportaje sobre los males graves de la universidad española, y, como siempre, se pedía opinión sobre posibles arreglos a expertos de diversa catadura. Uno de ellos, Richard Vaughan (por cierto, un genio de la enseñanza del inglés que me parece que está levantando un imperio con su método, que es realmente magnífico), sentenciaba que no ve solución ninguna, pues habría que entrar a saco y con medidas durísimas que acabaran con los vicios endémicos. No puedo estar más de acuerdo. Y donde decimos universidad, podríamos citar otras muchas instituciones. Mas hablemos de universidad, que nos queda cerca, y sirva de ejemplo lo que se diga, y en lo que valga, para instituciones distintas.

                Como parece que intuye míster Vaughan, hay dos elementos interrelacionados que convierten en irreversible la decadencia de una institución, como la universidad misma. Uno es la apoteosis de derechos, la manía de ir llenándolo todo de derechos fundamentalísimos que ocultan las obligaciones y que se presentan como totalmente independientes de ellas. No es que uno esté en contra de los derechos, no faltaba más, pero la sobredosis indiscriminada de derechos también puede acabar con la salud de una institución y sus buenas prácticas, igual que nos dañan a nosotros los excesos de azúcar o de sal. ¿Los eliminamos de la dieta? No, ponemos azúcar o sal en la dosis adecuada, y hasta necesaria, y acompañados de una alimentación con el debido equilibrio. Pues los derechos, igual. Claro que tendrá alguna razón de ser la autonomía universitaria, naturalmente que estará justificada la libertad de cátedra, sin duda que habrá su parte buena en la inamovilidad del profesorado, cómo no va a resultar conveniente que todos y cada uno, estudiantes, profesores, personal administrativo, participen de alguna forma en el gobierno de la universidad y tengan acceso a la debida información sobre lo que se cuece. Vale, pero dentro de un orden, sin poner el carro delante de los bueyes y viendo el bosque entre árbol y árbol. O sea, podando los excesos. La autonomía universitaria no puede constituir excusa o vía para que, por ejemplo, muchos rectores lleven a la pura ruina a las universidades, la libertad de cátedra no cabe como subterfugio para que cada profesor explique o no explique o cuente lo que le dé la realísima gana, venga a cuento o no, el sistema participativo no ha de ser la puerta para que cada grupúsculo se torne guardián nada más que de sus más infames intereses.

                El otro elemento es, precisamente, la democratización mal entendida y peor aplicada. Convencido el personal que en la institución labora de que la institución es suya y de que nada en ella puede sustraerse a su designio, se vuelve dogma la idea de que ninguna reforma cabe que no salga de dentro y que desde dentro no se apruebe.Y para eso estamos, para que no prospere ninguna que personalmente nos perjudique.

                El exceso de derechos o, sobre todo, el hábito de su torcido ejercicio, de su ejercicio plenamente desvinculado del interés general y de la función que da su razón de ser a la institución, hace que se vaya formando una masa de egoísmos que entre sí se refuerzan y de consuno pactan para que pueda cada grupo conservar y aumentar sus privilegios. Los estudiantes no presionan al profesorado para que imparta sus clases como es debido, y los profesores corresponden bajando la exigencia a los estudiantes. Y así sucesivamente, podrían ser infinidad los ejemplos. Consumado ese divorcio entre los fines de la institución y los propósitos de los que dentro de ella se mueven y en ella sacan su particular beneficio, los mecanismos participativos y democráticos no son modos de decidir entre las diversas propuestas o los distintos programas que mejor puedan hacer que la institución funcione bien y rinda como a su sentido corresponde, sino manera de hacerse fuertes, todos a una, ante todo intento de vencer corruptelas, de poner un mínimo orden o de buscar que se trabaje como sería de esperar. No hay deliberación verdadera entre intereses contrapuestos y que termine en dialéctica síntesis en pro del interés general, sino variedad de añagazas para el pacto en mutuo beneficio. Eso es así cuando cada uno y cada grupo mira por lo suyo y ninguno se preocupa de lo de todos. Y si alguno de estos hubiera, quedará de inmediato excluido de los órganos supuestamente deliberativos o no tendrá en ellos pito que tocar.

             En esa situación estamos en las universidades y en tantos otros lugares que viven del presupuesto público. No queda posibilidad ninguna de regeneración interna, está bloqueada de antemano toda reforma razonable, y cuantas se intentan desde la esfera política general, con mejor o peor criterio, son inmediatamente adulteradas y adaptadas a la pedestre conveniencia de los de dentro. Es más, ningún reformista cabal llegará a rector, ni a decano siquiera, ni se mantendrá en el cargo si se lo toma con la seriedad debida. Toda racional exigencia de obligaciones tendrá que ceder ante el sistema vigente de tolerancias. De puertas adentro, gobernar ahí es tolerar, administrar las tolerancias e introducir otras nuevas para internamente legitimarse y seguir en el carro y en el cargo.

                Por eso no hay arreglo. Por eso las soluciones, si las hubiera, tendrían que venir de fuera, de un debido ejercicio de la autoridad legítima. Pero costaría sangre, sudor y lágrimas, pues es poco menos que imposible desmontar esa trama de intereses y complicidades, de tolerancias y tácitos acuerdos para que cada uno se beneficie a costa de la institución y a costa del interés general, todo ello adornado con el oropel de las grandes palabras y de los sacrosantos derechos desvirtuados en su sentido: que si calidad de la enseñanza, que si autonomía universitaria, que si libertad profesoral, que si comités y comisiones. Mentiras, disfraces de la arbitrariedad, excusas para el gigantesco expolio, maneras de estafar a la sociedad que paga y padece, envoltorio lustroso para los más defectuosos productos. Y que siga la fiesta y después de mí el diluvio.

                Ay, pero decir autoridad es pura quimera o remedio tan malo como la enfermedad cuando la autoridad es parte del mismo sistema corrupto y funciona con idénticas claves. De un sistema político sumido en la podredumbre por obra de partidos y clanes no cabe esperar más que buena sintonía con lo peor de lo que daña las instituciones, contubernios de ida y vuelta, sociedades de mutuo apoyo. Por eso no hay esperanza ni para el buen profesor ni para el buen juez ni para el buen alcalde, pongamos por caso. Sólo queda, quizá, la íntima resistencia y el negarse a colaborar con los malditos roedores. Mientras el cuerpo aguante o hasta que a los mejores los parta un rayo teledirigido o se les ofrezcan una buena prejubilación.

27 octubre, 2012

Lo que más me impresiona



                Me apetece hablar hoy de lo que más me impresiona. Me pasa desde hace tiempo, pero es una sensación que no deja de crecer. Al comienzo creí que eran cosas mías, circunstancias casuales o coyunturas peculiares. Pero no, es una regla socialmente muy asentada, cada día más, un verdadero uso que lleva el respaldo de la correspondiente presión colectiva. No depende de profesiones, aunque seguro que en algunas, como la mía, está más presente, ni de grupos o clases sociales, si bien intuyo que resultará más débil entre los más menesterosos, ni de adscripciones políticas o ideológicas, al menos entre las homologadas. No, es una fuerza onmipresente aquí y ahora, un hábito que entre todo se fuerza en el día a día.

                Me refiero al silencio, al callar a toda costa, al no decir. ¿Por qué no decir? Para no molestar, para no buscarse problemas, para no dañar a nadie, ni siquiera al más mezquino o mayor aprovechado, para no ser sospechoso de estar con estos o aquellos, para que no se diga que el que habla lo hace por oscuros motivos o con móviles torcidos, para que no se piense que se está con el gobierno o la oposición o con tirios o troyanos, según coincida, para no perder alguna ventaja, real o supuesta, para no perjudicar a los cercanos, para que no la tomen con uno los que con uno pueden tomarla malamente, para no mancharse las manos y poder seguir dándoselas de elevado y puro, para que no venga un ofendido de pega a quejarse, para no ser mal compañero o peor amigo, para no crear mal ambiente, para que te sigan viendo generoso y tolerante... El malo, hoy, es el que habla, el que se pronuncia simplemente y lo hace con espíritu crítico.

                Si acaso, se acepta en el que por la crítica cobra o con ella busca alguna ganancia. Pero aquí no estoy aludiendo al columnista de periódico, al profesional del análisis político o social, o al comentarista de fútbol, y menos al que despelleja a otro ante los jefes para quedarse con su puesto o sus afectos. Estoy pensando en el ciudadano común y corriente en su vida ordinaria y en sus relaciones del día a día.

                Sonará paradójico, pues también se oye que vivimos en la cultura de la queja e inclinados al malestar. Pero rige una perversa y sutil compartimentación. En efecto, protestamos y nos dolemos de mil y una cosas sin parar, pero con dos matices relativos al dónde o con quién y al cómo. Claro que podemos poner de vuelta y media al mundo y a cuanto nos rodea, pero siempre que sea nada más que en el trato con los íntimos o en ambientes propicios. Nada se opone, al contrario, a que uno llegue a casa y le ponga a su familia la cabeza como un bombo a base de maldecir las corruptelas que durante el día ha visto o los abusos que ha contemplado, y lo mismo a la hora del café con los colegas leales o al andar de copas con los mejores amigos. Y pare usted de contar, esos son los espacios para el desahogo y para que la indignación no se desborde o la locuacidad no sea excesiva donde la pauta es el silencio y el todo el mundo es bueno. A los demás lugares vamos con la careta del ciudadano probo, y la probidad de hoy consiste en achantar.

                Y el cómo. Lamentos sí, pero con mesura en las formas, lenguaje cuidado y nada de aspavientos que pongan nerviosa a la concurrencia. Oye, que he visto al hijoputa de Fulano llevándose el dinero de la colecta o intentando abusar de la becaria. Y primero te responden que la madre de Fulano no tienen la culpa, lo cual es cierto, pero es una forma que tu interlocutor tiene de decirte que cuidadín y que no vayas a pasarte y a hacer algo más que contárselo a él; y luego ese mismo interlocutor te acerca la oreja en plan cura de confesionario para que le hagas con pelos y señales a él la confidencia. Cuando se le pasa el orgasmillo, se reverdece la prudencia: bueno, pero ten cuidado de que Fulano no se entere de que tú lo sabes o de que estás así de cabreado.

                Me da un poco de apuro, poco, poner este mismo blog como ejemplo y tampoco sería justo exagerar. Aquí me permito lo que me permito y el ambiente absolutamente dominante es estupendo y cada cual opina sin mayor problema, con muy afortunada ausencia de trolls. Pero, con todo, hasta aquí se aprecia de pascuas a ramos el fenómeno. Haces una guasa con los rectores, y aparece uno que dice que cómo se nota que te gustaría ser rector y estás frustradísimo porque no se te pone a tiro la ocasión. Cuentas que seguramente hay demasiados estudiantes que en tu Facultad copian en los exámenes, y te pueden replicar que más te copiarán a ti, so capullo, y que qué manera es esa de faltar al respeto a tus compañeros examinadores. Atizas a un político de acá o de allá, y te salen con que ya se sabe que lo haces porque simpatizas con el partido que simpatizas. Eso sí, un día te vienes con un terrible poema a la puesta de sol en las Chimbambas, y ninguno te contesta que vaya catástrofe de ripios. Con eso no has violado el voto social de silencio.

                Cierto, no es que los tiempos pasados fueran idílicos y el tú no te metas se ha estilado siempre entre familiares o amigos bienintencionados. Pero lo de ahora es un exceso en toda regla, es una regla que empieza a ser excesiva por asfixiante. Y no estoy hablando del blog ni nada de esto, ese era un ejemplillo más, y no de los mejores. Alguna vez habría que ponerse a analizar, con el mejor instrumental de las ciencias sociales, por qué a medida que jurídicamente hemos ido ganando en libertades, han ido correlativamente aumentando las represiones sociales, la presión para que no las ejerzas, o al menos para que te autocontroles a base de bien en el ejercicio de la libertad de expresión.

                Estamos sumidos en un clima de miedo y cobardía. Si fue antes el uno o la otra, si somos miedosos por cobardes o es nuestra cobardía la que hace el ambiente para que hasta sea normal el temor, es difícil de saber. Pero, al menos como hipótesis, se podría arriesgar la de que hay un divorcio muy fuerte entre la teoría de las libertades y la práctica de ellas. Somos una sociedad fuertemente esquizofrénica, y no solo en esto, pero en esto también. Y es así porque rige una especie de sistema bipolar, porque existe una disonancia notable entre los dos conjuntos de reglas sobre cuya base la sociedad se estructura y con las que socialmente nos orientamos y encauzamos nuestros comportamientos. Por un lado, están las normas jurídicas y toda la gozosa apoteosis de los derechos fundamentales, como una especie de grata superstructura. Por el otro, eso que llaman el tejido social se va configurando mediante una red más densa y honda de reglas que constituyen o salvaguardan otro tipo de actitudes y lealtades. Las normas del Derecho, que nos  hacen tan libres, van de la mano de sanciones y garantías institucionales, pero las reglas de ese otro sistema se mantienen merced a una presión social difusa pero constante. Ante un juez vas a ir a parar rarísimamente, sea porque reclamas o te reclaman, pero un censor lo tienes siempre a la vuelta de la esquina. Hasta que esa censura es por cada uno asumida y se incorpora a su propia conciencia. En ese momento, se acabó la libertad en serio, diga la Constitución lo que diga o sea cual sea la correspondiente jurisprudencia. Un pleito lo ganas o lo pierdes, pero si tienes miedo a decir y no dices, porque los conciudadanos de guardia te van a hacer ver que vas camino del ostracismo y el aislamiento o porque cualquier crítica tuya te rebota ya que te hacen sospechoso ante los otros y hasta ante ti mismo, está perdido, en esa pugna ya saliste derrotado, tu libertad no vale un pimiento. De hecho, no la tienes, aunque de derecho te la nombren.

                ¿Qué guardan los guardianes? No denomino guardián a ninguno que consciente y deliberadamente se haga protector de esto o aquello al afear al que críticamente opina o fundadamente acusa, esa labor se suele cumplir inconscientemente y es un segundo paso bastante lógico, ya que primero se vive el miedo en carne propia y se acostumbra cada cual a guardar silencio o mira dónde habla, y, después, ese mismo será quien censure al que a la misma pauta no se atenga.

                Entendámolos así, pues, pero ¿qué guardan los guardianes, aunque sea sin plena conciencia de su labor o sin saber muy bien a quién de esa manera sirven? Es el modo como se protege ese sistema social de impunidades. Al volver sospechoso al acusador y revoltoso al que levanta la voz ante lo que, certeramente o no, tiene por injusticia o escarnio, es el status quo lo que se ampara. Con el añadido de ciertos desplazamientos, pues muchos de esos mismos que protegen el castillo se harán pasar por indignadísimos ellos mismos y nos dirán que hay que ir a la manifestación, a tomar las instituciones, a hacer la sentada del día, o que no tendríamos que votar o que deberíamos fundar un partido político nuevo. Cuentos. Bien está (y no digo que sean censores y tengan inconsciente doblez todos los que a tales protestan llamen), pero es otro falaz desquiciamiento, es parte de aquella bipolaridad de marras. Por eso yo, modestamente, me he jurado que nunca estaré en una manifestación o en protesta pública ninguna al lado del que cuando alguien da la cara donde el riesgo es mayor o la injusticia bien concreta y clara, silba tangos o hasta le dice al osado aquello de que los trapos sucios se lavan en casa o que no se excite, que es peor. Estoy hasta la coronilla de progres y justicieros que achantan cuando de verdad toca hablar o que no firman aquella carta de protesta contra el compañero abusón porque, chico, les resulta muy violento y, además, lo conocen desde el parvulario y ya sabes. Una carta al director con objeciones a los recortes, por ejemplo, la firma cualquiera, menudo atrevimiento, y bien está. Los auténticos bemoles y lo hondo de las convicciones se demuestra mejor en otros lados, a pie de obra, en el día a día.

                Lo explico de otro modo, por activa, por así decir. Puedo ir mañana mismo a manifestarme contra la corrupción política, económica o de cualquier tipo, en compañía de mil o cien mil conciudadanos, estupendo y ninguna pega veo. Pero ni la quinta parte de las corrupciones habría si cada uno de nosotros mismos, de los que en la plaza del pueblo para ese fin nos juntamos, no achantara en lo que a diario ve y lo que de cerca le toca. Es muy práctico y entretenido traducir a cuestión de política general lo que ante todo se nos presenta como dilema moral de cada uno, particular, personal. Es fantástico, sí, hacer o firmar un gran manifiesto contra quienes en la Administración o desde la Administración roban, por ejemplo, pero eso en nada tapa la miseria del que se calla cuando, por ejemplo, ve robar a su compañero de despacho o a su jefe. Y ya es el colmo si ese mismo pone de locos para arriba o de sospechosos naturales a los que sí nombran sin tapujos lo que él calla y tolera cuando lo tiene bien cerca.

                No sería mano de santo ni solucionaría los muchos problemas del país, pero algo ayudaría y constituiría una verdadera revolución que nos pusiéramos a hablar en voz muy alta, a decir lo que haya que decir, aun a riesgo de equivocarnos cada tanto. No lo que haya que decir del país, que ya se sabe, lo que cada uno tenga que decir de lo que a diario ve y sobre lo que constantemente está mudo o sobre, lo que, incluso, impone silencio a sus cercanos.