03 marzo, 2014

Cartujos en los restaurantes. Por Francisco Sosa Wagner



Cada vez es más frecuente ver a quienes se sientan a una mesa en un restaurante comer sin prestar la más mínima atención a la comida y, sin embargo, tener la mirada fija en el móvil o en la tableta a los que están interrogando como si estos utensilios fueran una de esas calaveras de prestigio que han tenido siempre la misión de informar sobre el más allá y sobre la fugacidad de la vida.
 
En una ciudad francesa pude observar hace poco, y durante un largo rato, a una pareja que celebraba algún acontecimiento relevante de sus vidas pues habían pedido un buen vino y los manjares más caros de la carta. Aquél hombre y aquella mujer no se dirigieron la palabra ni una sola vez el tiempo que estuve cerca de ellos, afanados como andaban mandando mensajes, tuits y otras zarandajas. En algún momento incluso uno de ellos sostuvo una conversación con algún ser lejano en la que le daba noticia de dónde estaban y de lo bien que lo estaban pasando. Como andaban por los sesenta años, me preguntaba qué habrían hecho estos dos sujetos durante toda su vida cuando se reunían a almorzar y no disponían aún de la cuenta de twitter. Sin duda, en aquella época, tecnológicamente lastimosa, se veían obligados a la amarga experiencia de contarse algo usando la palabra, jugando con los verbos, los adverbios, algún adjetivo furtivo ...

Al parecer, en Nueva York, en una de las zonas más en alza de Brooklyn, se ha abierto un restaurante donde no está permitido hablar pero tampoco usar el móvil. La consigna es “comer y callar” como si del refectorio de un convento cartujo se tratara. Los camareros también observan la misma conducta taciturna de los clientes aunque se les permite como suprema licencia la de sonreír. A nadie se le puede preguntar nada porque te dan la callada por respuesta.

Quizás es innecesario añadir que la carta de ese establecimiento no ofrece más que productos ecológicos y escorbúticos y no se puede servir vino. No falta más que establecer un severo catálogo de infracciones y de sanciones para algún cliente vivalavirgen que se atreva a romper las reglas del silencio.

¿Cómo se pueden aceptar tales excentricidades? Las personas sensatas siempre hemos creído que los restaurantes, las casas de comidas y los figones eran simples excusas para ejercitarse en la conversación, el galanteo, el cuchicheo, el secreteo y el noble deporte de poner a caldo al amigo. La comida ha sido un acompañamiento óptimo para estos deportes sociales pues ¿alguien concibe una comida en un lugar público sin aprovecharla para despellejar a conciencia al prójimo? En la taberna se ha trasegado vino desde el siglo de oro pero sobe todo se ha restaurado el buen nombre de la murmuración.

Y lo mismo ocurría en los banquetes que se organizaban a quienes ganaban la flor natural en un certamen. A ellos se iba para desollar al de la flor y para menoscabar el crédito de los oradores.

Es decir que ir a comer y no poder hablar es renunciar a bienes tan preciados como la charla, la cháchara, el palique y el parloteo irreverente. De aquí a convertir la vida en un paraje angosto y nuestra existencia en una tabarra insoportable no hay más que un paso. ¿Hay alguien que se anime a probar semejante calamidad?

3 comentarios:

Agrimensor PAS dijo...

Hay una película noruega que habla un poco de todo esto. Se titula "El inadaptado" y la dirige un tal Jens Lien, con muchísimo talento. Es una tragicomedia muy kafkiana, llena de humor negro, divertida y al mismo tiempo triste ¿No iremos directos a una distopía parecida a la que nos muestra la película?
Os la recomiendo encarecidamente.

Anónimo dijo...

Donad sangre, por favor.

Un abrazo.

David.

un amigo dijo...

¡Pero cómo! Si existen soluciones altamente tecnológicas...

Salud,