03 junio, 2014

Respeto



Tal vez porque me falta entrenamiento en los últimos tiempos, tengo claro hoy lo que quiero expresar, pero no cómo decirlo. Así que, a riesgo de mezclar churras con merinas, comenzaré por el lado de las vivencias personales, aunque sean lo de menos.

Con los años, me voy dando cuenta de que se reduce la lista de los que tengo por amigos muy amigos o amigos propiamente dichos. Hasta tal punto, que me he puesto a pensar y a buscar la palabra que resumiera las sensaciones. Y no se me ocurre palabra mejor que respeto, aunque quizá no sea la más exacta. Quiero decir, que a mucha gente le voy perdiendo el respeto. No, no es que me ponga a decirles barbaridades, ni siquiera que las piense. Es que van bajando en mi personal consideración y, entre otras cosas, les pierdo la confianza; es decir, que ya no me fío mucho de ellos. Aunque esto último también hay que matizarlo.

Todos tenemos defectos, y este que suscribe carga una tonelada de ellos. Alguno insistirá en que la amistad se mide precisamente por la disposición y la capacidad para asumir los defectos de los amigos, entre otras cosas. Puede ser, pero dentro de un orden. Se llega a un punto en que te dices que sí, que cada uno tiene sus taras y sus manías, que está bien y que se acepta, pero que ya vale y que el patio ya no está para comprometerse personalmente y mantener incólumes los afectos y la camaradería.

Serán cosas de la edad, no lo discuto. Pero me pasa con muchos compañeros en el oficio académico. Todos muy estupendos, pero en cuanto están en juego cien euros o media hora más de trabajo a la semana, muchos se ponen el puñal entre los dientes y se lo clavan hasta a su señora mamá, si hace falta. El egoísmo despendolado casa mal con la amistad y el compañerismo. Así que un paso atrás y a mantener las formas elementales de cortesía, pero sin ponerse a tiro y perdiendo ese íntimo respeto que te lleva a ver a los demás como tus iguales o como personas que mañana harían por ti el mismo sacrificio que tú haces hoy por ellos. Para evitar crueles decepciones lo mejor es carecer de esperanzas o de buenas expectativas. Si la regla es que cada uno va a lo suyo, caiga quien caiga, vayamos todos a lo mismo y al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. A resguardarse y el que venga detrás que arree.

En el ámbito más cercano, el de la mera amistad, el asunto se hace más de detalle. No sé, pero inventemos y pongamos uno que siempre que puede te llora y te cuenta y se desahora contigo por sus traumas, sus sinsabores o sus problemas. Bien, para eso estamos, un paso adelante y a escuchar y a echar una mano o dar un consejo, si te lo piden. Ah, pero un día eres tú quien anda marchito y te pones a confiarte al mismo y resulta que tiene mucha prisa o te interrumpe todo el rato para preguntarte si viste el partido del miércoles o si ya te has enterado de que a Fulano se le murió el gato. Paso atrás y la próxima vez a ése lo va a consolar su tía. O que qué tal si hacemos una fiesta en un garaje -sigo con supuestos puramente imaginarios- y llevas tú las mesas y las sillas y hasta un sofá de casa, pero el otro siempre alega que él no porta ni aporta nada, porque casualmente sus sillones cojean estos días y su sofá se lo están tapizando otra vez. Pues quieto parao y a hacerse el tonto uno como si fuera igual de listo que aquellos.

Ya me he ido alejando del tema, pero no tanto como parece. Hablamos de que las relaciones humanas de todo tipo requieren un algo de respeto y confianza, de buena consideración y estima básica, para ser de calidad y que la convivencia funcionen. Malos gestos y conductas poco santas dan pie a que esa sensación se pierda y aquella base “sentimental” se dañe. Pasa entre parientes, entre amigos, dentro de las familias incluso, entre compañeros. Y tiene su relevancia también esa noción de respeto dentro de las comunidades políticas.

Eso que denomino respeto antes venía como un elemento impuesto por las compartimentaciones sociales, cuando las sociedades eran, de derecho o de hecho, fuertemente estamentales, poco menos que divididas en castas. El noble merecía por definición el respeto del plebeyo, pero no a la inversa; el patrono tenía el respeto del trabajador, el manestro recibía el respeto del estudiante y de los padres del estudiante, el ministro era respetado por los gobernados. El palo, la sanción pura y dura, eran la garantía. No digamos cuánto respeto se profesaba, sí o sí, a un rey, “intocable” por definición, pues se suponía que lo había puesto Dios ahí, para que reinara él y reinaran sus primogénitos.

Esa visión que llamo estamental ha ido cambiando, aunque nunca del todo. Las sociedades se han ido haciendo igualitarias, en el sentido de que se asienta la idea de que es idéntica la dignidad de cada ciudadano y la misma la consideración que merece. Las relaciones que eran puramente verticales se van poniendo horizontales. Pero no por completo y, sobre todo, con efectos colaterales un tanto sorprendentes o paradójicos.

Vuelvo a la anéctota personal, en lo que sirva para las comparaciones, y me disculpo a la vez por tanto caso mío.Cuento una historia con un fondo real, pero maquillándola. A la persona que tengo contratada para atenderme el jardín (en realidad no hay tal, esto es el camuflaje del caso) yo la trataba como un igual y un amigo, y hasta la invité a alguna fiesta en mi casa. Andábamos encantados los dos, estábamos a la par aunque él trabajara para mí y yo le pagara por ese trabajo.
Un día, en una reunión de amigos, se puso a gritarme que si no me daba vergüenza educar a mi hija tan mal como la estaba educando y que parecía mentira que fuera yo tan zoquete y tan burro. La cuestión interesante está en estos detalles: uno, que entre amigos y por un tema así se tiene más tacto; dos, que a sus propios compañeros de trabajo seguramente el jardinero no se les pone tan impertinente como se puso conmigo, entre otras cosas porque le pueden responder con un golpe de azada en la cabeza. Lo que muchos me dijeron fue esto: eso te pasa por no saber estar “en tu sitio” y por dar confianza a quien no debes. Doble apelación a la partición social “estamental”: la de mis amigos bienintencionados recondándome que tan igualitario y “enrollado” no se puede ser, y otra, seguramente, la del propio jardinero, que debío de pensar que cuánto placer daba gritarle a un catedrático, aunque fuera a éste que se va a dejar porque parece tonto y no sabe ponerse “en su sitio”.

Sigo pensando que eso que llamo respeto, y que es de fondo y va más allá de las formas, debería mantenerse por cada parte en todo tipo de relaciones, de manera que la consideración igual de las personas no se tradujera ni en aprovechamiento para el abuso, para pasarse, ni en nostalgias de las castas antiguas. Pero es bien difícil, porque las mentalidades mutan en su fondo mucho más lentamente que en la superficie. En la universidad lo he visto también mil veces, al comprobar que al director de tesis o al viejo catedrático le responden con mucho mejor trabajo y mayor lealtad de la buena los subordinados a los que atosiga y hasta humilla que aquellos otros con los que quiere colaborara sin imponer disciplinas y obediencias al viejo estilo. Es una pena, pero es lo que hay.

Pasemos a la monarquía. Un rey “campechano” y un príncipe que se casa con plebeya que acabará siendo reina un día son buenos ejemplos, en principio, de actitudes que dejan atrás estereotipos y mitos. Ya, pero sin el mito fundante la gente se pregunta por qué, entre iguales, tiene precisamente que reinar ése y no un sobrino listísimo que yo tengo. El otro día, creo que cuando se entregaba el trofeo de campeón del la Copa del Rey de fútbol, vimos en televisión cómo el Rey sostenía por las pantorrillas a Casillas, el portero del Real Madrid, para que no se cayera de la plataforma en la que estaba subido exhibiendo la copa que acababa de recibir. Está bien, me parece estupendísimo, pero el problema se halla en que inconscientemente el pueblo piensa o siente que el rey es el sostenido y el vasallo es el que lo sujeta. En un referéndum para decidir si el próximo rey es Felipe o Casillas, la gran mayoría de los votantes apoyarían a Casillas sin dudarlo.

La llamada clase política española ha perdido el respeto de la gente por las mismas razones, multiplicadas, por las que, salvando las distancias, yo se lo he ido perdiendo a tantos compañeros y amigos: por cutres y lamentables. Los ciudadanos se enfadan porque sus gobernantes no estén “en su sitio”, tanto en las formas como en el fondo de su obrar. La gente se desmoraliza, literalmente, cuando oye hablar a Aznar o Zapatero, antes, o a Rajoy, ahora, pues se da cuenta que con una prosa así, balbuciente, llena de anacolutos y de patadas a la sintaxis, apenas aprobarían un examen de selectividad, o no deberían aprobarlo. Nos guste o no, el ciudadano común desea que lo gobiernen quienes no son peores que él, porque sólo así deja de preguntarse por qué no gobierna él mismo o por qué debe acatar lo que manden los otros. Pero la paradoja de estos tiempos políticos es que muchos votan a los tontos, a sabiendas de que lo son, creyendo que el ejercicio del poder los hará competentes y listos. Y no, son tontos cazurros, pero tontos, y la ciudadanía acaba inquietándose.

Lo mismo, multiplicado, pasa con la pretendida superioridad moral de los gobernantes. Asumimos que los que mandan sean un poco pillos, como lo somos nosotros cuando hay ocasión, pero nos gusta que disimulen como nosotros disimulamos. Esto es, que si roban un poco, lo hagan a la chita y callando, no a calzón quitado y con descaro. Queremos que si los atrapan con las manos en la masa paguen como pagamos los demás cuando nos descubren, no que para ellos se torne privilegio e impunidad lo que para nosotros sería castigo. Nos apetece que los que tienen poder lo ejerzan siendo mejores que nosotros o, al menos, siendo como nosotros, pero, entonces, con nuestras mismas servidumbres y límites. Por eso lo que está desprestiginado las instituciones políticas no es tanto la corrupción como la impunidad, no tanto las malas acciones en sí como el descaro con que se exhiben y la desvergüenza con que se justifican a base de negar hasta los hechos más evidentes.

Vovamos al asunto de la Corona, después de que ayer dijera el Rey que va a abdicar próximamente. En España republicanos convencidos hay pocos, la mayoría de los ciudadanos son indiferentes respecto a la forma de Estado y al tipo de Jefatura de Estado. Es más, a muchos aterra pensar en una República de la que pudieran ser Presidentes un día Aznar o Zapatero o Bono o Trillo o Leire Pajín o Ana Mato. Lo que el pueblo más desea es un Jefe de Estado que no lo abochorne ni por su ética ni por su estética. Tan sencillo como eso. Y este Rey que dice que va a abdicar dentro de unos meses abochornó a la gente. Eso es lo que no se le perdona y puede poner en jaque la continuidad de la Monarquía: el haber descubierto que era tan marrullero como el vecino del quinto y tan tonto como para que se descubriera cómo era.

Si felizmente el respeto social ya no lo otorga ningún mito originario, ningún esquema de estamentos o castas, ese respeto social, que es la clave empírica de la legitimidad fáctica, del reconocimiento social del gobernante, hay que ganárselo a base de no mostrarse inferior en dos aspectos: en las formas y en las conductas. No se trata de exhibir superioridad intelectual y moral, sino de que no se les note inferiores intelectual o moralmente. Esto vale para reyes, para presidentes de república, para ministros o para quienquiera que tenga poder en el Estado o al Estado represente. Y esto es lo que se les ha ido olvidando. Si se trata de subir a los altares a chiricetes, en el barrio los tenemos mejores y más hábiles. Si se trata de que manden los que no saben decir un discurso sin leerlo tartamudeando, que pase a esa tribuna el dueño del bar de la esquina, que expresa como un Demóstenes.

Pensaron que al votarlos se les daba un voto en blanco. No, se les daba otra oportunidad porque apenas se podía creer que fuesen como son. Pero lo eran. La gente está rabiosa porque se siente defraudada. El ciudadano quiere modelos, porque de lo otro ya tiene en casa. Pero no nos engañemos, ni siquiera se ansían propiamente modelos de virtud, se añora gente normal, con su inteligencia y su pudor, con sus buenas intenciones que pueden disculpar algún desfallecimiento. Lo que pone de mala uva a tantos que hoy se indignan es reparar en que se había confiado mucho y durante demasiado tiempo en piratas con pocas luces y mucha jeta.

Regenaración o caos. No es una consigna, es un diagnóstico. O socialmente recuperamos la vergüenza torera, algo de dignidad y al menos unos principios de andar por casa, sea a la hora de relacionarse entre amigos o compañeros de trabajo, sea al relacionarnos como gobernantes o gobernados, o puede salir el sol por Antequera. El bicho de la indignación social anda suelto y es muy peligroso, es un morlaco que lleva banderillas de fuego, y no hay toreros que lo lidien. Los historiadores algún día explicarán cuán repartidas estaban las culpas entre todos, pero también cuánto se equivocaron los políticos que pensaban que se podía volver al caciquismo más vil en una épocas en la que todo se sabe. Porque ahora la novedad es que todo se sabe, y con lo que llevamos sabido de unas décadas para acá andamos ya muy, pero que muy enfadados.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Por favor, donen sangre, sobre todo los que tengan tipo negativo, hay muy poca. Lean el ABC, y Diagonal.

Un abrazo, profesor.

David.

roland freisler dijo...

SEÑOR, protégeme de mis amigos que de mis enemigos ya me encargo yo

Anónimo dijo...

Hace unos días fui a Somosaguas, me tomé una fanta limón en el bar. Casi no había nadie. Y me dije: deberíamos donar sangre, sobre todo del tipo A.

Un abrazo, leed el ABC.

David.

Anónimo dijo...

Ah, en Ciencias de la Información se cerró el día 20, Y HACE FALTA SANGRE TIPO A, POR FAVOR.

Paz dijo...

Tiene usted más razón que un santo. Se ha perdido el respeto, las formas y todo lo que hace más fácil la vida en comunidad.
Y es que, si es que hay que explicar cosas tan elementales como lo que significa ser político, o persona, en general, es que estamos rodando ya por la pendiente.
La clave es asumir cada uno sus responsabilidades, pero ahora parece que se lleva más reclamar derechos...