10 noviembre, 2014

Camastrones




Hay palabras que son como iluminaciones. El otro día se me vino el término “camastrón” y fue como si encontrara en una sola expresión el resumen de lo que nos pasa y somos en este tiempo en España. El Diccionario de la RAE define camastrón como “persona disimulada y doble que espera su oportunidad para hacer o dejar de hacer las cosas, según le conviene”. Es perfecto.

Cierto que en todas partes cocerán habas y qué duda cabe de que toda generalización no es más que una indicación de una proporción amplia. Hay buena gente, recta y que va por derecho y los hay mucho peores que camastrones. Lo que sostengo es que abundan en inusitada medida los que se pueden describir con aquella palabra.

Puesto que también están de moda los consensos, se constata hoy entre españoles un acuerdo unánime, traducido en un ruidoso rasgarse las vestiduras. Todos estamos escandalizadísimos con la alta corrupción y el número de pillos que están siendo atrapados con las manos en la masa, diríase que, del rey abajo, una barbaridad de gente. Es para escandalizarse, ciertamente, pero tal parece que nos enteráramos ahora y que hubiéramos vivido todos en una feliz inopia, ingenuos y virtuosos hasta decir basta, honestos y sin datos y pistas a mansalva sobre el paisaje y el paisanaje en medio del que nos desempeñamos.

Posiblemente lo jurídico está jugando de nuevo un papel perverso. Pareciera que al español no le afecta más realidad que la jurídica, pero de manera peculiar. No percibimos trazas de delito ni rastro de inmoralidad mientras no llegue un juez a dictar imputaciones y abrir procesos. Salvando las distancias, resulta como si en una pandilla de sicarios saltaran las alarmas cuando unos cuantos son detenidos y sólo fuera entonces cuando se hacen cruces por la cantidad de crímenes que se han cometido en el grupo. Cualquiera podría pensar que a la postre lo que espanta no son los asesinatos ejecutados, sino la torpeza del que no borró las pruebas y no se procuró coartada.

No digo que sean por aquí tantos los delincuentes, pues para delinquir primero hay que poder y luego hace falta atreverse. No somos corruptos a palo seco, sino camastrones, no nos animamos tanto a vulnerar las leyes, nada más que achantamos y observamos para no buscarnos perjuicio ni crearnos incomodidades. No somos salteadores, sencillamente estamos a la que salta.

Quién no tiene pruebas y datos de la verdad esto que sostengo. Encuentro de compañeros de trabajo, reunión de amigos y colegas en cualquier bar, cena de unas cuantas familias con afecto. Se cuenta y no se para, se comentan casos y se estiran escándalos. De pronto, alguno tiene información fresca sobre un abuso más o sobre una ilegalidad flagrante y propone una protesta pública y sencilla, quién sabe si escribir una carta al periódico o colgar en la red una elemental queja. Ya no digamos si la idea es hablar con el fiscal o pasarse por la comisaría. Toses y carraspeos, súbitas prisas, inconvenientes repentinos, disculpas en cadena. De pronto, alegan unos que ellos no firman manifiestos, por una cuestión de principios o de estética; otros, que sí, pero que casualmente un implicado es primo segundo de un cuñado y que vaya mal meterse en líos familiares; el de más allá estará de viaje justo hasta el día siguiente al Juicio Final y que para firmar a distancia es mejor abstenerse y que no pierda autenticidad la lucha; el que lleva dos copas de ventaja se sincera mucho y explica que él podría si no fuera porque tiene solicitado ahora un no sé qué y que ya sería tristeza que fueran a ensañarse con él precisamente, pero que se puede contar con su apoyo moral, sin que se lo mencione. Y así.

Está por estudiar y sin análisis teórico el estatuto moral y vital del pasivo quejoso. Tanta literatura que vamos teniendo sobre el activo cazado in fraganti, tan poco es el estudio del consentidor que se finge indignado y del camastrón que amenaza nada más que a los incautos que lo escuchan. Construyamos, para abrir boca, una pequeña tipología de nuestros camastrones.

En primer lugar, en una fase previa, está el pasivo auténtico, que suele bordear la anomia aunque imite el ruido circundante y también hable como si se enfadara con tamaña inmoralidad del mundo. Ése no tiene apenas doblez, no obra con aquella conciencia de triple capa, ya que en verdad él no juzga ni quiere entender de sentencias morales. Él es así, un cero a la izquierda, un peón por naturaleza que aceptaría ser capataz si se terciara, igual que asumiría vender las partes si quien le manda le sugiere que se prostituya. Es el que está a verlas venir, pero sin mirar y disponible por naturaleza para lo que venga. Su valía moral y su mérito son decimales, partículas con poca importancia. Entre tanto malandrín y tanto que anda ojo avizor a la espera de su oportunidad de medrar a costa de lo que sea, puede pasar por buena persona, pues para ser malo le falta entidad y si hace el mal un día es porque no le alcanzó el cacumen para separar la maldad de la virtud.

Luego vienen los que quisieran pero no se atreven; de momento. Estos son la auténtica tropa de reserva en un país que aspire a un buen ambiente de corrupción. Puesto que sí captan y diferencian apropiadamente lo decente y lo deshonesto, hablan en abundancia cuando no hay para ellos ganancia, pero si avizoran lucro o ventaja saben callar a tiempo. Cultivan con primor la distancia entre la acción y la disertación, con la mano izquierda apuntan y acusan, mientras la derecha la mantienen abierta en el bolsillo y la desenfundan discretamente cuando el poderoso les ofrece recompensa en la penumbra. Van con los de la feria mientras la feria no les suponga coste, pero no se salen del mercado. Es más, juegan a labrarse mediante la palabra bien administrada su fama de intachables para, así, aparentar que no tiene tacha el beneficio que un día les llegue del río revuelto. Son, a mi modo de ver, los más peligrosos, los camastrones íntimos y reflexivos, los secuaces perfectos de un sistema social bipolar.
               
La tercera variante la ponen los que se visten de cínicos o desengañados, quienes replican que sí está mal lo que esté mal, pero que todo se debe a la naturaleza humana, insoslayablemente corrupta. Es la versión casera y parroquial del mito del pecado original. Son extraordinariamente funcionales también en un país dado a la corruptela, ya que con sus razones vienen a exonerar al indecente de las condenas, debido a que no es personalmente responsable puesto que  comparte la común naturaleza caída, y, sobre todo, convierten en sospechoso al que sinceramente se enfada y pretende soluciones y reformas. Son los que sueltan aquello de que todos son iguales; así, siempre en tercera persona, pero queriendo aludir a la segunda y meter en el mismo bote a su interlocutor y a cualquiera que los pueda inquietar con su exigencia ética. Tienen a mano en todo momento el contraejemplo y, si se les acorrala, acaban por dejar caer perlas del tipo “si tú tanto, tanto, por qué aquella vez”, o “si tanto te molesta, por qué estás aquí y no cuidando ovejas en alguna braña”. A la postre, se están habilitando a sí mismos, anticipando su coartada e intentando confundir sus propias porquerías en una montaña de estiércol presunto.

¿De dónde salen esos grandes corruptos que estamos viendo en los periódicos, los apandadores con los que, de repente, se nos abren las carnes? Básicamente de ahí, de esos dos últimos modelos. No tiene mucho sentido imaginar que somos, los más, personas de una pieza, rectos sin tacha, sinceros creyentes de la moral pública y las normas comunes, y que, de repente y como por magia, surgen unos cuantos o unos miles del mismo modo que en un cuerpo sano aparecen de un día para otro unas células cancerosas o en los bosques nacen en otoño unas setas. No, los que se hicieron indecentes y por confiarse o pasarse resultaron descubiertos no son más que la punta del iceberg, aquellos a los que el azar puso en la tesitura que secretamente sueña el camastrón promedio. Con una grandeza adicional, por así decirlo: ellos se atrevieron allí donde tantos quizá dudarían, pero no por reparo moral, sino por elemental miedo, por falta de arrojo para jugársela y convertir en realidad su sueño o consumar sus primarias y nocturnas ensoñaciones.

Insisto y concluyo, no estará mal que clasifiquemos bien las sensaciones, pues si ahí erramos tampoco sabremos reaccionar como corresponde. No confundamos la indignación con la tristeza y, una vez claros los términos y los diagnósticos, que nos indignen más que nada los motivos para estar tristes. El delincuente económico, el gran prevaricador y el que se ha entregado de hoz y coz a los cohechos merece reproche grande y que la ley se le aplique. Mas no se haga de él pantalla y chivo expiatorio, porque el ambiente y su abono lo ponen los camastrones que formalmente están en el lado bueno de la ley, pero aguardando y dispuestos a arrastrarse por unas migajas o a lamer la mano de los otros mientras no sea una mano entre barrotes de calabozo. Puede que ésos a los que en los últimos tiempos se ha detenido sean como serpientes, sí, pero también tiene su gracia ver a las ratas lanzándose del barco al agua y pidiendo penas más duras y autos de fe en la plaza pública para los mismos a los que ayer admiraban y, si podían, adulaban.

Condenemos, sí, a los aviesos delincuentes, pero no nos olvidemos de despreciar en su medida a nuestros entrañables camastrones que quizá en el fondo también se lamentan porque ven alejarse lentamente alguna oportunidad que ansiaban; o que se alegran torcidamente porque sienten que su turno se acerca y se prometen obrar con más tacto y mayor cautela.

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