22 diciembre, 2014

Entereza moral



    No leo demasiados libros sobre historia contemporánea, y lo lamento. Para colmo, en las contadas ocasiones me dedico a algunos temas del siglo XX en España o Alemania. No es la mejor manera de animarse y subirse la moral, y ahora diré por qué me lo parece.
   Estos días ando fascinado con “El cura y los mandarines”, la tremenda obra de Gregorio Morán. Son ochocientas páginas y leo los capítulos salteados y medio al azar. Al margen de que el autor tiene una mala uva bien conocida, que probablemente en más de cuatro ocasiones le lleva a exagerar datos o extremar epítetos, creo que lo que cuenta no da un mal panorama de lo que durante sesenta o setenta años ha sido en España eso que se llama el mundo de la cultura y de la universidad. Mejor dicho, es un buen repaso de la parte más mezquina de tantas gentes de ese ámbito que han marcado en muchos sentidos la pauta de lo que somos, lo que hacemos y cómo pensamos. Habría luego que complementarlo buscando en alguna parte una lista de buenas obras, gestos nobles y actitudes loables de personajes de ese mismo ramo. Porque, hasta donde he visto, lo que narra Gregorio Morán nada más que invita al desánimo. Desánimo con cierto morbo, pero desánimo al fin. A algunos de los protagonistas, no muchos, los salva en lo personal y en su talante ético y vital, pero de esos suele acabar explicando que eran vitalmente incapaces o puramente inadaptados, llamados implacablemente al fracaso y la tragedia.
   Me vuelve con esto un tema que me interesa y deprime a partes iguales, el de la debilidad moral de nuestra sociedad, el de la miserable talla moral de tanta gente, la estricta pequeñez personal de muchos. Me da por pensar que puede que tengan razón tantos tratadistas que proclaman la necesidad de un retorno a una cierta ética de las virtudes, en lugar de tanto escrito sobre los deberes morales y su fundamento y sobre la muy abstracta idea del bien. Pues no parece que lo que nos tiene postrados en esta sociedad plagada de corrupciones y de corruptelas y rodeados, hasta en la más elemental cotidianeidad, de ejemplos nada estimulantes no es la falta de perspicacia intelectual para saber qué acciones son las correctas y decentes, sino la pura incapacidad para acompasar nuestro hacer con nuestro pensar, la teoría moral con la práctica de cada día. Incluso como padre reincidente que soy, me pregunto con frecuencia cómo será posible ahora enseñar a nuestros hijos a ser unas personas íntegras y capaces de quererse a sí mismas por lo que valen y lo que hacen, más allá de lo que tienen, a respetarse por la buena aplicación en su hacer de sus mejores cualidades más íntimas, a quererse a sí mismas por afirmarse como individuos que se forjan una recta y solidaria conciencia y que con ella viven y conviven sin desdoblamientos ni esquizofrenias.
   En el capítulo segundo del libro de Morán, titulado “Un barómetro intelectual”, se cuenta aquella sonada oposición a una cátedra de Lógica en la universidad española de 1962, cuando Manuel Sacristán, que según el autor era claramente la mejor cabeza del país, en Lógica y en tantas cosas, fue preterido y humillado por un tribunal de obedientes catedráticos franquistas, franquistas tal vez por convicción algunos, por conveniencia otros, ignorantes a carta cabal todos ellos en la materia de la que juzgaban. El tribunal en cuestión lo presidía un filósofo del Derecho valenciano, José Corts Grau. Parece que, muchos años después, el propio Corts Grau contó a Juan Ramón Capella que él nada sabía de Lógica y que se limitó a hacer lo que le decían que hiciera; a obedecer sin complicarse la vida, en suma. Como tantísimos entonces, como tantísimos tan a menudo en el mundillo este. ¿Acaso no era mejor hacer justicia y obrar con rectitud y en conciencia, arriesgando la posición a la que se había trepado, enemistándose con los que mandan y reparten parabienes y prebendas? Conste que el problema es general y no vale sólo para los tiempos de autoritarismo y dictadura, tiempos más duros y en los que es más lo que cada uno se juega cuando no acata las órdenes de los poderosos.
   Póngase, pues, que hablamos de entereza moral y que la pregunta importante versa sobre por qué son tan escasos los que obran según una recta pauta moral cuando algo les ha de costar obedecer a su conciencia antes que a su más prosaico beneficio. Y, para situar de la mejor manera el tema, prescindamos de los casos en que el sujeto arriesga su vida o su integridad física, o la de sus seres más queridos. No hablemos de cobardía física o de los miedos más arraigados en cualquiera, sino de aquellos supuestos en los que quien decide y obra arriesga nada más que elementales conveniencias, grados pequeños de bienestar propio, algo de su estatus o de su posición social, porciones menores de poder o de influencia.
   Si queremos hacer un poco de teoría no exenta de ecuanimidad, debemos operar con dos escalas y combinarlas: lo que cada cual se juega y lo que cada cual cree. Como referencia, tomemos un caso como el antes aludido, el caso en que un ciudadano con más que suficiente capacidad y formación intelectual (llamémoslo X) tiene que juzgar en algún concurso en el que sabe que lo correcto y debido es votar a un candidato con merecimientos claramente superiores, pero está sometido a algún tipo de presión para inclinarse por el otro candidato y está en el alero alguna ventaja propia en el envite, de modo que para él, para X, hay ganancia si se pone de parte del peor y pérdida si apoya al mejor.
   1) Lo que para X está en juego. Para no perdernos en una procelosa lista de variantes, diferenciemos en esto tres situaciones.
                (1.1) X corre el riesgo de verse privado de bienes básicos y capitales para su vida: está sometido a amenaza seria de que lo maten, de sufrir algún atentado serio, de quedarse sin trabajo, de tener que irse al exilio… Está, pues, bajo peligro real, serio y muy importante.
                (1.2) Lo que X arriesga es un bien secundario: no será ascendido en su trabajo, se quedará sin un puesto al que aspira, tendrá un perjuicio económico tangible, pero no decisivo…
                (1.3) Para X está en juego un estatuto puramente simbólico o emotivo: perderá amigos, será criticado por algunos colegas que le importan, se quedará sin el favor o la preferencia dentro de su escuela o grupo profesional, no será invitado a determinados fastos o celebraciones, padecerá algún nivel de ostracismo en determinados círculos de poder social, académico o corporativo, disminuirán sus posibilidades a la hora de aspirar al algunos puestos o distinciones, etc.
   2) Las creencias y actitudes de X:
                2.1) X está fuertemente convencido de que la razón está de parte del peor. Por tanto, donde otros o la mayoría pueden ver injusticia, él percibe justicia plena. Por ejemplo, y volviendo a la oposición universitaria en tiempos de la dictadura, X es un franquista convencido, un ultraconservador que en verdad cree que por mucho que un candidato sepa más y tenga mejor formación y mayor capacidad, se seguirán para el interés general grandes males si ese, mejor en ciertos sentidos, es el que acaba ganando. Aquí podemos criticar las convicciones de fondo de X, pero no acusarlo de inconsecuencia en su acción.
                2.2) X tiene una conciencia moral absolutamente plana, es medio anómico, carece de criterio propio, no es capaz de incorporar a su razonamiento parámetros morales autónomos y elaborados. En lo que más conozco, que es el ambiente académico de estos tiempos, me resulta absolutamente sorprendente la cantidad de personas que encajarían en este apartado, que no son reflexivamente buenas o malas personas cuando les toca plantearse este tipo de dilemas, sino que llevan la apatía moral y la indiferencia ética implantada en el fondo de su personalidad. Obedecen sin mala conciencia, se atienen al patrón que se les marque y no desobedecen ni se resisten jamás, pues la desobediencia presupone un buen grado de reflexión y autonomía personal. Lo que en ellos podemos ver de reprobable está más en su ser que en su hacer, más en su carácter que sus decisiones, pues en puridad nunca deciden, nada más que siguen la corriente porque son así y están hechos para eso.
                2.3) X es plenamente consciente de lo que la justicia demanda en el caso, está a ciencia cierta convencido de qué es en sí lo correcto, entiende las reglas objetivas del juego y hasta las aplaude, es capaz de teorizar sobre la bondad de esas reglas y su consonancia con el interés general, pero… carece del ánimo o la entereza para ir contra corriente, para enfrentarse a los inconvenientes de su propia decisión en conciencia, para asumirse como individuo libre e independiente y para renunciar a la ganancia, por leve que sea, que le producirá el inclinarse por lo peor, el seguir la corriente a los que dan las instrucciones o a los de su círculo más cercano.
                Así puesto el asunto, la combinación más interesante y teóricamente enigmática es la de las alternativas terceras, la del que con completa conciencia de inmoralidad y sin jugarse nada para él en verdad muy importante, prefiere seguir la corriente, subirse al carro de lo fácil y apropiarse el premio pequeño o librarse del riesgo leve. En una situación como la de España en las últimas décadas y ahora mismo, ése es el supuesto más desconcertante, y me temo que el más frecuente. Así, cuando, por ejemplo, hablamos de que no hay manera de inventarse un buen sistema de selección del profesorado universitario, se debe más que nada a esto, a que forman o formamos inmensa mayoría los profesores universitarios dispuestos a votar al de la propia escuela, al discípulo o al del despacho de al lado antes que a cualquiera que tenga mayores merecimientos, incluso merecimientos muchísimo más notables. Sospecho que sucede algo similar en los demás ámbitos de la vida social y profesional.
   No, ya no vale la disculpa de que si no haces lo que alguien te manda pones en peligro tu vida, tu libertad o el pan de tus hijos; tampoco somos una sociedad de memos desinformados e incapaces de darnos cuenta del valor de las reglas y de su sentido. Simplemente nos pueden los temores más mezquinos y nos mueven las comodidades más simplonas. En el fascistón irredento que apoya al de su cuadra puede haber gran error, pero un punto de épica; en el hombrecito (o mujercita) vestido de gris que echa cuenta de que puede quedarse sin una prima mensual de cien euros o con un par de invitaciones menos para dar unas conferencias por ahí no cabe más que miseria moral, pequeñez congénita, inanidad esencial. El que se prostituye para huir de la pobreza absoluta o para escapar de un ambiente más opresivo tiene su disculpa; quien, viviendo bien, se vende para poder comprarse un sofá más al año o mudarse a un piso algo mejor es venal y miserable sin paliativos, barato por naturaleza, estructuralmente mediocre, moralmente desajustado.
   No cabe sociedad fuertemente corrupta allí donde no abunden los ciudadanos de ese calibre. La auténtica sociedad corrupta no la hacen los grandes depredadores, los que se vuelven ricos y fuertes a base de urdir cohechos, los que mienten y roban a calzón quitado. Ellos son los grandes protagonistas, los que se llevan al beneficio enorme, pero nada serían ni podrían sin la trama que tejen los otros, los débiles, los baratos, los sonrientes, los seducibles con cuatro palmadas y unos detalles, los que rastreramente se ufanan de amistades importantes y relaciones poderosas, los que se creen mucho cuando medran nada más que un poco, los que adoran al pastor porque no se imaginan la vida fuera del rebaño.
   Pero lo interesante no está en ese diagnóstico, que me parece sencillo, lo apasionante y que deberíamos investigar en serio es la etiología. ¿Cuántos hay o somos así? Yo digo que muchos, muchísimos. Entre los inconsecuentes y los anómicos, hacemos legión. Las mejores preguntas son de esta guisa: si este triste balance que hago lleva algo de razón: ¿por qué hay tantos así? ¿Es un patrón cultural dominante? ¿Seguimos una tradición, una pauta histórica que, en países como España y por causas endógenas, se transmite de generación en generación o hay causas actuales que acentúan el fenómeno? ¿Tiene la educación algo que ver y se podría salir de esos desarreglos morales y sociales a base de cambios en los criterios educativos, sean familiares o sean escolares?
   Esta última es, para mí, la cuestión decisiva y la que, creo, se debería estar estudiando a fondo. Cómo se puede, en suma, inculcar en las personas un cierto sentido de la moral pública y cómo se habría de proceder para enseñar a cada cual y desde pequeñito a ser consecuente, a respetarse respetando, a quererse a uno mismo a base de solidaridad con los otros, a entender que cada vez que a nuestro favor hacemos injusticia destruimos un trocito de la sociedad de nuestros hijos, y de que en cada oportunidad en que nos corrompemos un poquillo para que viven mejor nuestros hijos estamos dañando la vida y el futuro de nuestros nietos. Cómo podemos convencer y convencernos de que nada bueno dejamos en herencia cuando la imagen que damos a nuestra propia prole, a nuestros alumnos, a nuestros amigos y vecinos, a nuestros compañeros, es la de mediocres y mezquinos, la de parlanchines sin reales atributos, la de narcisos superficiales, la de cobardicas morales, las de débiles y puerilmente calculadores. ¿O será que no hay más enseñanza posible que la del buen ejemplo y que son los ejemplos buenos los que más escasean?

3 comentarios:

un amigo dijo...

Ante todo, laicísimas felicitaciones para las fiestas que corren; me alegra ver que en la bitácora vuelve a correr viento de discusión.

El fenómeno que Vd. describe, estimado, ya tiene nombre en las redes sociales (que otra cosa no serán, pero sí lingüísticamente perspicaces), y se llama "vender el c… [expresión "gender-neutral", nótese, para nada homófoba] por cambiar de iPhone".

O, contemplado desde otro punto de vista, que cito con el máximo respeto (¡pero qué le voy a contar a Vd., que hace pocas semanas glosaba con agudeza, discurriendo sobre Monago, cómo en este Cambalache 2.0 che está siendo el siglo XXI los conservadores nos hemos tramutado en progresistas, y los progresistas en no se sabe bien qué), también podemos llamarla "enfermedad de la esquizofrenia existencial"...

Salud,

Francisco Arroyo dijo...

Gregorio Morán es un Diógenes, el tipo que vive en un barril y adora acumular basura. Pero una basura muy humana, la que somos, y en su más refinada expresión, la élite de nuestros tiempos.

Anónimo dijo...

Hoy, en la Biblioteca Central de la Comunidad de Madrid, en Chamberí, en la tercera planta, ha salido un negrito del retrete, y desde dentro alguien le ha gritado: ¡Cierra, que estoy cagando! Y el negrito ha respondido: ¿Cierras tú o cierro yo?

Un abrazo, profesor.

David.