12 enero, 2015

Flores como piropos. Por Francisco Sosa Wagner



Una señora que acaba de tomar posesión de un cargo muy lustroso ha declarado la guerra al piropo anunciando que desaparecerá del lenguaje español en cuanto tome las medidas que ella trae en su morral de gobernante.

Respetuoso como debemos ser con las autoridades y más con esta señora que tan severa parece, no está de más recordarle que el piropo tiene una larga tradición cultural, sale mucho en nuestro teatro, en nuestra música (zarzuela, cuplés y demás) y en nuestra pintura. Zuloaga, que era muy aficionado a las escenas de costumbres, tiene un cuadro que se llama precisamente “el piropo” y en él se ve a una joven en el momento de ser requebrada, y también hay una obra de Jardiel donde el humorista se cachondea de la forma de piropear los madrileños que se tienen como maestros piropeadores y en la realidad resultan bastante soseras.

Añadiré que toda la poesía amorosa no es más que piropos y más piropos encadenados: los versos de Antonio Machado, de Juan Ramón, o antes de Lope y sus bellas descripciones del escorzo femenino, o en Alemania los de Heine, los de Goethe, tantos poemas de Hugo, de Baudelaire, de Verlaine ...

Pero es probable que este discurso mío impresione poco a nuestra nueva autoridad, ocupada como está en adecentar las costumbres procaces de los españoles. ¡Bastante tiene ella que hacer como para perder el tiempo en versos, zarzuelas y cuadros!

Creo que esta señora, en su atropello gubernamental y boletinesco, en su atracón de corrección política, ha confundido el piropo con la grosería. Si sus ocupaciones le permitieran pararse a pensar llegaría a la conclusión de que el piropo tiene algo de flecha, de saeta que se dispara con la punta reblandecida para no hacer daño sino cosquillas. Es también una flor, no una flor cabal pues no pasa del puro artificio, sino modesta flor de cantueso y por ello pueril, inocente, sin maldad, la flor que se pone a veces en el ojal el ser aquejado de las torturas del inconsciente. 

Lo de los piropos explícitos y callejeros ha sido siempre cosa de “voyeurs” pero “voyeurs” a la luz del día, sin complejos, por eso debe sostenerse que el piropeador es el “voyeur” que ha salido del armario. Frente al “voyeur” perverso que saca la minga a la pobre niña en el parque asustándola por lo imprevisto del trance, el piropeador es un ser simple, natural, inofensivo que saca la verdad de mentirijillas de su lujuria a pasear y le da una vuelta por los territorios de la galantería.

El piropo es también un resumen, una recapitulación de nuestros espejismos, de nuestros anhelos que se acurrucan al concentrarlos y comprimirlos, son un poco la fórmula homeopática para la curación del estupendo mal de amores.

Piense, señora gobernante, para relajarse un poco en el piropo como ocurrencia, como ofrenda, a veces como oración con la que rogamos una atención fugaz y quebradiza. Tuvo el piropo un tiempo colores de arco iris -eran los tiempos felices del piropo- cuando su destinataria era una chica del cabaré.  

Hoy, probablemente, el piropo salaz no es sino un fantasma del donaire cutre.

Por eso no se merece la persecución. Dedíquese en buena hora, señora gobernante, a afanes más enjundiosos y olvide esta bagatela que no es digna de sus muchos saberes. No me atrevo por temor a la fortaleza de sus convicciones pero ¡cómo me gustaría dirigirle un piropo!

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