09 junio, 2015

Monjas. Por Francisco Sosa Wagner



Se han puesto de moda las monjas en la política y andan varias de ellas ganando popularidad en las televisiones. Esta situación se veía venir y en parte se debe a la obstinación que ponen los pontífices en prohibirles la administración de los sacramentos, lo que en una época de sequía de vocaciones masculinas sería la solución de los problemas de personal que aquejan a la Santa Madre Iglesia. Aburridas las madres de no poder matrimoniar a una pareja ávida del sacramento ni confesar a un penitente y condenadas a hacer magdalenas y más magdalenas ¿qué otra salida tienen sino meterse en política? Lo que ya no me parece bien es que lleven su celo hasta el extremo censurable de enamorarse de los políticos nacionalistas catalanes. Creo que esta perversión se pasará y que de momento es fruto de la escasa práctica: en cuanto se haga una costumbre la monja concejala (como lo es la monja alférez) sabrán distinguir entre oficios y pasiones.

Ante esta irrupción de las monjas en el ruedo de la trifulca política era inevitable que se citara a la monja de las llagas que anduvo en mil enredos amparada por la reina butirosa. Pues, cuando corría el año 48 del siglo XIX, una religiosa, que fingía llagas y aseguraba tener divinas revelaciones, embaucó a las personas reales y consiguió nada menos que acabar con el jefe del Poder ejecutivo (Narváez). De resultas de la gestión de sor Patrocinio (en el siglo María Rafaela Quiroga) se constituyó el ministerio del conde de Cleonard, conocido como el ministerio relámpago, pues duró apenas veinticuatro horas, en medio de la juerga de los españoles y el asombro de las personas discretas. La reina no tuvo más remedio que llamar de nuevo a Narváez, quien se vengó de los trapisondas con inusual moderación: el padre Fulgencio, confesor del rey y cómplice de la impostora, ingresó en prisión; un tipo llamado Quiroga, hermano de la aviesa monja, que paseaba sus escasas luces en Palacio con el desparpajo propio del memo, fue desterrado a Ronda y la misma monja a Talavera de la Reina. Al conde de Cleonard le despidió con aquellas palabras que se hicieron tan populares: "Puede su excelencia retirarse a descansar de sus fatigas".

Y también volvemos hoy nuestros ojos a Buñuel, a Viridiana y al tío de Viridiana, que andaba verriondo con su guapa y joven sobrina.

Pero yo me quedo con sor María del “Melocotón en almíbar” de Miguel Mihura. La monjita que entra en la casa donde se esconden varios temibles ladrones con la encomienda de ponerle una inyección a uno de ellos, enfermo de gripe, y empieza, a base de preguntas formuladas con la dulzura de su bondad, a descubrir el pastel y lo malísimos que son aquellos tipos quienes, no contentos con haber desvalijado una joyería, se proponen hacer lo mismo con otra de la que se han encaprichado, ubérrima en pulseras destinadas a esas mujeres que hoy llamaríamos celebrities aficionadas al joying.

Al final el botín cae en las manos inocentes de sor María y los delincuentes huyen despavoridos.

A la vista de las circunstancias en las que nos movemos: ¿qué tal la idea de reforzar el Ministerio Fiscal y las brigadas de delincuencia económica con monjas?  
Una agustina recoleta para el Gürtel, una redentorista para la Púnica, una hermana apostólica de Cristo crucificado, especializada en los Eres andaluces, como refuerzo de la juez Alaya ... y así sucesivamente.

A repartir hostias en el mundo judicial ya que no pueden repartir la sagrada hostia.

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