31 agosto, 2015

El espejo. Por Francisco Sosa Wagner



Hay personas que por parecer modernas no creen en la resurrección de los cuerpos. Debo confesar que yo mismo he pasado a lo largo de mi vida momentos de duda, cortos episodios o intervalos de vacilaciones pero siempre hay un acontecimiento que me devuelve a la verdad que no es sino que el cuerpo resucita y que se muestra de nuevo en su imponente esplendor y con toda su gloria intacta. Con su gracia, con su música, con su virtud venenosa y con su pecado salutífero. Puro misterio el que vivo o acaso fantasía exaltada.

¡Bah, usted es víctima de una indigestión! ¡La tortilla de patatas que ha cenado era demasiado grande! Ya estoy oyendo a algún aguafiestas intentando privarme de la
visión y del disfrute redivivo cuya realidad palpo como una vivencia inequívoca, no como un símbolo ni como una alegoría ficticia.

Así me ha sucedido hace unos días cuando he leído en un periódico una entrevista con María José Cantudo. ¿Cuántos años he vivido sin saber nada de ella? Para mí, para mi consciencia de ser adulto y para el rijoso que llevo dentro la Cantudo era una muerta, una bienaventurada que alegraría con sus encantos las pelmadas en que debe consistir la vida de los bienaventurados, siempre entre angelitos, santos, nubes y obispos leprosos.

Y de pronto, he aquí que reaparece la Cantudo en carne mortal, pletórica de vida llevando entre sus caderas el ánfora de sus malicias. Y recuerda ¿cómo no? su protagonismo en la película La trastienda en la que un médico anda verriondo detrás de ella y cómo lucha el pobre galeno contra las tentaciones para no cometer adulterio porque él está casado pero ya su mujer legítima ha dejado de ser el destello de placer y de sexo que un día, ay, fue.

Y, evocando La trastienda, se me aparece como en un sueño pegajoso el espejo. Sí, aquel espejo ilustrado, lleno de cortesía y de buen gusto que acogió la efigie de María José completamente desnuda, aderezada con toda su ternura y tocada de toda su picardía. ¿Quién puede olvidar aquel espejo? ¿Quién no le guarda eterno reconocimiento? ¿Quién no está dispuesto a buscarlo en el aposento de los trastos viejos y bruñirlo y bruñirlo hasta caer exhausto?

¡Ah, aquel espejo, que nos mostró por unos segundos de oro los miembros de aquella diosa, sus muslos apretados, sus pechos como tortolitas ateridas y al cabo el lugar vedado donde la alegría goza y el placer retoza, aquello por lo que el hombre muere y pena y aquello por donde el hombre nace precisamente para sufrir.

Hoy, ella, la diosa del espejo, la Venus de La trastienda, recuerda que no llevaba el pubis “arreglado” y que aquello parecía una selva virgen. Selva, sí, María José, pero virgen... Por favor dime que no, que era terreno ya visitado, paraje hollado, espacio de impureza, carne de luces temblorosas y de tropezones en la oscuridad.

Desnudo hechicero y hechizo de un vientre. Labio anhelante.

¡Ah, María José, para mí has resucitado y me has traído todas las evocaciones lascivas de mi adolescencia! ¿Para qué quiero la insípida magdalena de Proust si tengo en el recuerdo tu valle hondo, anhelo de la naturaleza, estrofa de voluptuosidad?

30 agosto, 2015

Poemillas domingueros

I.


Impresión con Monet

Ya no tienen los parques esa luz, no atardece
con un rumor de gasas y señores atentos con sombrero.
Las hojas de los árboles no regalan destellos
ni restan por los siglos suspendidas del aire.
Cuántas veces he visto un nenúfar, no sé, pocas,
y en menos ocasiones me he topado con damas
amparadas del sol con sobrillas alegres.
Es el tiempo el que pone ahora el trazo breve,
el paso se apresura obediente a rutinas,
los novios se cortejan con mínimos mensajes,
se citan y retoman al cabo sus caminos.
No se entiende el esplín, no se guarda añoranza.
Pasan niños cargados con mochilas y padres,
encorbatados servidores administrativos
se saludan apenas y apresuran el paso,
no reparan en que no hay más pájaros que los gorriones
o las torvas palomas, y en que los geranios
son la prosa que oxida los balcones.
Los adjetivos se ahogan cuando expira la tarde
y late en la brisa una gama de grises.

II. 

Lame el agua las calles,
las hojas se resignan
en los sumideros,
bailan en el viento
las páginas de un álbum familiar
abandonado.
Aun no anochece.
Pasan dos niños con los ojos bajos,
los cristales se empañan,
caen persianas y la música
escapa y se refugia
en los cables eléctricos.
Me cuesta imaginar
que detrás de los muros y las puertas
las parejas conversen
o los haya que se amen.
Se hará larga la noche,
llegará otro día
de metal y fatiga.
Hay tiempos como este
en que toda esperanza
es desatino.

III. 
El que te mira desde los espejos
no soy yo, es la niebla que el tiempo
deja, como algodón, en los paisajes
nuestros, color de plomo en los caminos.
Ese brazo que desde atrás te ciñe
no es el mío, es una cuerda tensa
que ata las biografías, que las aprieta
para que no disperse el aire lo vivido.
Estos silencios con que nos decimos
son las músicas íntimas, el ritmo
de este declive amable, vespertino
amor que no se incendia, pero aun quema.
Igual que se derrite el hielo y bajan
los fríos arroyos del invierno oscuro
hacia el mar, así marchamos, juntos,
demorándonos, vértigo, escalofrío,
revelación tranquila, incandescencia.