14 octubre, 2015

El beso. Por Francisco Sosa Wagner



Hay muchas fechas repartidas por los continentes pero lo cierto es que existe una dedicada al beso como hay otra dedicada al padre o al atún rojo. Los organizadores de esta efeméride entienden que el beso a celebrar es el enlazado a conciencia entre dos bocas anhelantes, ese beso que atesora una consecuencia excepcional que ni siquiera los físicos, con ser físicos, han conseguido explicar nunca: la detención del tiempo, el borrado de los minutos, la eternidad concentrada, la flor alada de la dicha, el efluvio de la vida metido en dos corazones triunfales ...

A ver, a ver si algún científico puede explicar el fenómeno y alojarlo en las lecciones de su cátedra.

Me estoy refiriendo, claro es, al beso como tempestad implacable, como vibración, como mandato divino, el beso como descenso por el barranco de la voluptuosidad. Es decir, el beso vértigo y arrebol.

Ese es el beso que merece la pena y por el que se debe dar no sé si el sueldo (con todos los trienios y demás) pero sí al menos el complemento de productividad.

Porque el beso, así concebido, desafía de nuevo a la ciencia si pensamos que carece de espacio y de edad. Por carecer de espacio es infinito y lo mismo se puede practicar en cerrado (y sacristía) que en campo abierto, en el ruedo vasto y ancho de la alameda. Es más: las alamedas deberían disponer de un rincón para el beso como antes disponían de un templete para la música. Un rincón en lugar visible, nada de secretos, para que la ciudadanía disfrute del disfrute de los convecinos. Y en las ciudades con tribunales y audiencias debería haber una tribuna para el beso mientras que en los pueblos con juez de primera instancia, al menos en las fiestas, se debe levantar un palenque para el beso.

No estoy de acuerdo con las competiciones que se hacen el día del beso porque se convierte en una prueba atlética cuando el beso ha de practicarse con los músculos relajados y todo el cuerpo a la deriva.  

Por si todo ello fuera poco el beso carece de edad. Tanto vale la del acné como la canónica del jubilado en el cuerpo de Correos. El beso carece de tiempo porque vaga descontrolado, por los espacios azules, a la búsqueda de los labios que lo cincelen y lo conviertan en la obra de arte. Por eso existe el beso de Rodin y el beso de Klimt. Una sinfonía al beso debe empezar con un adagio, seguir con un andante y terminar con un allegro vivace.

Lo contrario es el beso en la mejilla, ese que vemos dar al presidente de la República a su homólogo al que recibe a pie de la escalerilla del avión. Ese beso habría que desterrarlo para que le cayera el estigma indeleble de la insulsez y de la sosería (en el mal sentido de esta palabra).

Hay, en fin, un beso abominable en la historia que es el de Breznev y Honecker en 1979 en Berlín, al calor infame de sus arrumacos. Ese beso fue transmisor de virus, del herpes simple y del compuesto y de más de un microbio desafiante. Un símbolo del cemento, de la fortificación... El beso que deletrean los tiranos. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estimado profesor, quizás se olvida de algunos besos que, sin tener la pasión del beso de amor, tienen la fuerza del cariño y la transcendencia de lo más hondo de nuestro ser: el beso de un niño a sus padres y abuelos o el beso a alguien que ya no lo puede sentir.
Es un placer leer sus comentarios.