30 diciembre, 2017

Emprendiendo el eufemismo



(Publicado hoy en El Día de León).
- Papá, ¿qué es un emprendedor?
- Un empresario, hija.
- ¿Los empresarios son buenos?
- Muy buenos no son, porque se aprovechan de la plusvalía del trabajo de sus empleados y los hay que hasta explotan a los trabajadores.
- Papi, en el colegio nos han dicho que nos van a dar un curso de emprendimiento para que de mayores podamos hacernos emprendedores. ¿Está bien que sepamos eso del emprendimiento y lo apliquemos de adultos?
- Sí, hija, es muy bueno, porque los emprendedores crean puestos de trabajo y con sus iniciativas dinamizan la economía y hacen que la sociedad progrese y todos vivamos mejor.
- Entonces, si de mayor soy emprendedora y hago mucho emprendimiento, ¿me convertiré en empresaria?
- Sí, puede decirse así.
- ¿Y no seré mala entonces y no me llamarán explotadora y esas cosas que dices?
- Hala, hija, ya vale de conversación. Termina tus deberes y a cenar, que se está haciendo tarde.
                Este diálogo apócrifo no tiene nada de irreal, y más si pensamos en lo agudos que son los niños. Vivimos tiempos curiosos, tiempos posmodernos y triviales en los que la muy circunspecta dialéctica de Hegel o Marx ha mutado en este engendro que nos define, a medio camino entre la cursilería y la idiocia. Las contradicciones sociales ya no se ven como senda revolucionaria, sino que las aplacamos a base de terapias para memos y consignas para simples, eslóganes de todo a cien, basurilla ideológica.
                Los que peinamos unas cuantas canas y nos formamos en aquella izquierda que no había descubierto todavía ni el diseño nórdico ni el cine iraní y que pensaba que la copla o la tonada popular estaban mucho más cerca del pueblo que una ópera montada por Calixto Bieito, y que creíamos que para nuestra conciencia de clase era mucho más lo que podía aportarnos un minero de La Camocha que un sumiller de restaurante exclusivo en la Costa Brava, habíamos aprendido también que el capitalismo era dañino y tendía a ponerse salvaje, y que el eje del capitalismo lo formaban los empresarios. Los empresarios eran pintados con aspecto innoble y gesto inamistoso, fumando un puro y recreándose en el sucio poder que les daba el dinero. Solo la derechona más cerril y beata simpatizaba con la llamada clase empresarial y a sus hijos los reconocíamos porque vestían abrigo Loden y llevaban el pelo todo engominado y peinado hacia atrás. Los otros, los progresistas y alternativos, nos dejábamos melenilla, nos negábamos a poner corbata y renegábamos de ritos y ceremonias. Hasta identificábamos, sin margen de error apenas, la ideología precisa de cada ciudadano por el periódico que llevaba bajo el brazo o por las películas que veía en el cine, siendo el arte y ensayo muy del gusto de la izquierda y el cine español pasión de la carcundia patria.
                Han pasado las décadas y ya no hay quien se aclare. El cine más folclórico lo vienen haciendo Almodóvar y unos amigos suyos, y eso cuenta ahora como progresista del todo, aunque no haya currante a turnos que entienda a esos hombrecillos de gomaespuma ni trabajadora manual que se identifique con aquellas protagonistas ociosamente neuróticas. Los profesores más izquierdosos se pasan el día hablando de denominaciones de origen y cosechas o buscándole el semiótico secreto a Juego de Tronos, incómodos si han de tratar con lo que antaño era la clase obrera y ahora se llama simplemente el fontanero, el albañil o la de la frutería. Los grandes adalides de la progresía más rupturista suelen ser hijos de papá que jamás han dado palo al agua, pero que se ponen unas rastas y van en camiseta para que se capte a la legua que no están a favor de este sistema que les pagó el colegio concertado. La alianza entre el trabajo y la cultura no nos ha hecho trabajar más y leemos a Elliot o Pound mucho menos que antes, pero no nos perdemos presentación de libro con canapés y ahí parecemos todos íntimos de las musas y ponemos de vuelta y media a cualquier gobierno por lo del IVA de la cultura.
                Y luego está lo del emprendimiento, como suprema caricatura de nuestra época y testimonio de la radical inconsistencia ideológica. No hay manera de encontrar en el ambiente mas cool a alguno que esté a favor de las empresas y de los empresarios, pero todos declaramos con solemnidad lo importantísimo que es el emprendimiento y lo imprescindibles que resultan los emprendedores. Nos encanta que en las escuelas enseñen a nuestros hijos las mañas para emprender, pero se revolucionarían las ampas y las hampas si nos dijeran que en el colegio aconsejan a nuestros retoños que se hagan empresarios y se entreguen al mercado. Hojeamos con fruición los tomazos apocalípticos que nos relatan las amenazas de Google o Facebook para nuestra intimidad o la manera en que Amazon se apodera de los negocios y arruina los comercios, pero venderíamos nuestra alma al diablo a cambio de que nuestros vástagos triunfaran en Silicon Valley con una startup financiada por Soros y apoyada por Zuckerberg.
                 Somos unos magos. Cambiamos las palabras, y el mundo es otra cosa, solo con eso. Es cómodo, es fácil, es rápido, te deja el alma como una patena y puedes seguir haciendo el zángano, puteando al subordinado y peloteando al jefe, timando a la Seguridad Social y jorobando al prójimo con buena conciencia y sin que tu mano izquierda sepa lo que roba tu mano derecha o a quién le toca las posaderas.
                El nuevo año no nos hará mejores ni nos volverá coherentes. Seguiremos con nuestro maniqueísmo y nuestros prejuicios, teniéndonos por líderes de la liberación mundial porque votamos a cualquier pijo dicharachero y considerándonos parte del mundo de la cultura porque en la cena de nochevieja hemos puesto un burdeos que ha descolocado a los cuñados o porque le vacilamos a la asistenta de que ya hemos comido en tres restaurantes vascos con estrella Michelín.
                La vida sigue. Y siempre nos quedará Tabarnia.

20 noviembre, 2017

La nueva censura

(Publicado en El Día de León)



                Hace unos cuantos días y en plena vorágine de noticias sorprendentes sobre Cataluña, escribí en Twitter lo siguiente: “Cien catedráticos de Derecho firman un manifiesto haciendo constar que ellos ya sabían que Forcadell iba de broma y que con el 155 se ponía como loca de contenta y le venían como calores”. Al poco rato, apareció el siguiente comentario a mi tweet: “A ver si vamos a pasar de inteligente e incisivo a machista sencillo. Micromachismos no, gracias”. Confieso que me tiré un buen rato dándole vueltas y pensando cuál era el preciso detalle que me había convertido en un machista sencillo por andar cultivando micromachismos.
                Tengo varios procedimientos para este tipo de análisis, pero supongo que ninguno será fiable. Comienzo por imaginar que es un varón el aludido en mi frase y me pregunto dónde estaría el reproche si hubiera yo escrito que Fulano se pone como loco de contento y le suben unos calores. Honestamente creo que no habría pecado en mi párrafo, aunque el significado y lo que de pícaro pueda contener para algún lector algo obseso no variaría gran cosa. Concluyo que, según la atenta autora de la llamada al orden, lo que no está bien es que me refiera yo a ninguna mujer con un leve tono de broma, aunque sea tan suave como el que nos ocupa. De un hombre sí puedo soltar cualquier lindeza y nadie me va a llamar la atención.
                Me planteo luego si no será que de una dama como la señora Forcadell no debo decir ni chanzas ni frase que no sea bien simple y exenta de todo posible doble sentido. Me imagino pues, escribiendo que la señora Forcadell es guapa o es fea. Pero me temo que entonces me caerá un porrazo porque el censor o censora de turno se imaginará que la califico así por ser mujer y que jamás de un hombre se me ocurriría. Lo cual es falso de toda falsedad, pero ya me tienen acoquinado de nuevo y reprimiéndome mucho para no ganar la condena de los guardianes del templo. Póngale usted que un día opino que una mujer ha obrado deshonestamente, pero que no se me ocurra escribir que no la tengo por mujer honesta, pues me lloverán guantazos de los que opinan que estoy insinuando mucho más de lo que digo.
                Entiendo a la perfección que el lenguaje no es inocente y que toda la carga enorme de discriminación y represión que han padecido las mujeres en nuestras sociedades ha tenido su reflejo y su refuerzo en las maneras de hablar y en muchas fórmulas y giros de nuestras lenguas. Comprendo que está bien que tratemos de limitar algunas expresiones de vieja data que resultan hirientes para cualquiera que hoy tenga una mínima sensibilidad y no sea nostálgico de los oprobios de antaño o cómplice de abusos de hoy. Pero todo tiene su límite. Y cuando el límite se rebasa, la represión reaparece bajo nueva máscara, pero con similar eficacia. La igualdad, como ausencia de discriminación por motivos tales como el sexo o género, es una de las más nobles metas que en nuestro tiempo podemos y debemos proponernos, pero que uno no pueda ni hilar dos frases en público con algo de naturalidad y sin pararse a cada palabra a pensar si no estará dañando los sentimientos de este colectivo o aquel grupo resulta perjudicial y absurdo y, a la postre, se acaba por reproducir un sistema de ataduras, censuras y desigualdades bien parecido al que tratábamos de dejar atrás.
                Cuando uno era jovenzuelo, no sólo se castigaba jurídicamente la blasfemia, sino que en colegios y hasta en la calle te caía una colleja si simplemente decías algo que sonara irrespetuoso para con la religión oficial y hasta para el poder civil. El que se tomaba dos copas y alzaba la voz en la romería podría terminar en el cuartelillo y llevándose unos sopapos. Ahora no, ahora somos todos maravillosamente libres, gritamos para que el poder estatal nos permita hacer lo que nos venga en gana y hasta nos subvencione los caprichos, y la autoridad eclesiástica se ha retirado a los conventos y los seminarios y poca guerra nos da a los ciudadanos. Hace mucho que nadie me amenaza con las penas del infierno, que puedo ir sin corbata o en playeras hasta al evento más pomposo y que nadie se mete con mis gustos e inclinaciones. Pero cuando quiero contar un chiste, tengo que repasar la lista de temas censurados y de expresiones prohibidas y llego siempre a la conclusión de que mi pretendida gracia no puede versar más que sobre varones cincuentones, heterosexuales, no catalanes y a ser posible carnívoros.
                Mientras así me reprimo, veo día sí y día también cómo la injusticia social aumenta, cómo la pobreza crece, cómo nacen a cada momento niños que no van a tener oportunidad de vivir una vida digna, cómo en las instituciones se multiplica la corrupción y en la vida privada de la gente cunde el desánimo, pero nuestros censores, que se sienten luchadores de las causas más justas, apenas miran más que el lenguaje y sienten que hacen algo muy relevante a base de tachar frases y vetar términos que ni se profieren con intención malsana ni, bien mirado, tienen ningún verdadero contenido discriminatorio.
                Todo espacio que en la sociedad dejan libres unas normas lo ocupan otras, todo campo que abandonan unos dogmas se lo apropian dogmas nuevos. Costó domesticar a las viejas religiones, y cuando parecía que ya nos dejaban en paz, surgieron estos nuevos credos que nos quieren atar con parecida saña; cuando pensábamos que el Derecho de hoy nos garantizaba derechos en vez de atosigarnos con oscuras obligaciones, llegaron los nuevos inquisidores a aplicarnos etiquetas y vetos y a ponernos de vuelta y media si no nos resignamos a vivir y obrar como ellos nos manden. Las causas más nobles acaban en el descrédito por culpa de los que se creen tan innovadores y son en verdad más rancios que nuestros tatarabuelos… y tatarabuelas. Porque confunden la velocidad con el tocino y el culo con las témporas; perdón, quise decir el pompis.