18 abril, 2017

¿Por qué preferimos vivir en una nación que sea la nuestra y que sea soberana, aunque salgamos perdiendo?




            Comencemos por la explicación del título un tanto farragoso, y en el arranque de esa explicación permítaseme una pequeña confesión personal.
            Muchas veces me pregunto cuál sería mi decisión si de mí dependiera ser español o noruego, por ejemplo; o suizo o danés o sueco o canadiense…, en vez de ser español y tener la ciudadanía española. Apenas necesitaré confesar que me resultaría sumamente tentador tomar las de Villadiego si esa posibilidad tuviera, pues reconozco que mi país, España, tiene cosas buenas y agradables, pero me pesan mucho las otras, las penosas y tristes, las oscuras, las cutres, como vulgarmente se dice por aquí.
            De todos modos, la pregunta del párrafo anterior aun no está planteada con precisión suficiente, pues puede entenderse como que uno podría optar por tener nacionalidad noruega o canadiense y seguir viviendo en este otro país soberano, en España, manejar pasaporte noruego y seguir aquí durmiendo siestas, comiendo tortilla de patata y robando lo que buenamente se pueda cuando “haiga” ocasión. Así que pongamos la cuestión en términos más contundentes para la teoría, aunque sean en la práctica más irreales. Lo que uno debe preguntarse es en concreto esto: si uno tuviera que votar para que su país de nacimiento y ciudadanía (por ejemplo, España, en mi caso; pero piénselo cada amable lector de su país) siguiera siendo estado independiente y soberano en lo que aun cabe o para que su país pasara a ser territorio de otro estado muy de su gusto, ¿qué votaría y por qué? Para seguir jugando con el ejemplo de Noruega, supongamos que yo (o usted) tuviera que votar para decidir si lo que hoy es España sigue siendo un estado más de la comunidad internacional o si pasa a ser un territorio adicional de noruega, ¿qué razones admisibles y medianamente racionales puedo tener yo para inclinarme porque España siga siendo lo que es y yo mismo nacional español dentro de España?
            Planteada queda pues la cuestión de la que quiere tratar este escrito, y en ella entro en lo que sigue. Como opción estilística, dejaré, a ratos, de ponerme a mí mismo como protagonista y hablaré de un sujeto al que llamaré X. X vive en un estado llamado E. Nuevamente sugiero al lector que, si quiere, sustituya a X por sí mismo y a E por el estado del que es nacional.
            Veamos ahora las razones que normalmente se nos ocurrirán para seguir prefiriendo que el estado nuestro siga siendo independiente y nosotros sus nacionales, en lugar de que el territorio de ese estado actualmente nuestro se incorpore al de otro y pase su ciudadanía a tener esa otra nacionalidad.
            Las primeras razones que creo que a cualquiera le vienen a la cabeza son razones puramente utilitarias, prosaicamente pragmáticas. Así, X puede decir que no le vale la pregunta en abstracto, sino que necesita saber cuál sería ese otro estado alternativo al de ahora, a E, pues no va a cambiar para salir perdiendo en ciertas cuestiones muy básicas, como calidad de vida, bienestar, etc. Con todos los respetos para quien haga falta, se comprenderá que si X es francés y la alternativa que se le presenta es la de que la Francia actual se integre como parte de la República del Congo o de Zambia o de Kazajistán, X va a decir que nanay, pues sale muy perjudicado en casi todo lo imaginable.
            Pero ese comprensible argumento muy utilitario tiene un claro problema de reversibilidad. Basta solicitarle a X que nos señale cuál es, en su opinión, el mejor estado de los que en el mundo existen ahora y en el que mejor vive la gente en múltiples sentidos, y si nos dice alguno, contraatacamos así: la misma razón utilitaria que le hace a usted preferir su estado frente a uno peor le ha de valer para preferir uno mejor frente al estado suyo. Salvo, claro, que las razones utilitarias no sean las únicas o las principales razones. Pero si lo que a usted le mueve es el deseo de que el promedio de vida de los ciudadanos sea lo más alto posible, los ingresos económicos de los ciudadanos lo más elevados que se pueda, el nivel de pobreza el mínimo que quepa, los servicios públicos de la mayor calidad, etc., etc., tendrá usted que inclinarse por el estado que en todo eso mejore al suyo.
            Un segundo tipo de razones podríamos llamarlas utilitarias no elementales. Supongamos que X es español, tiene cuarenta y cinco años y habla castellano y se defiende en inglés, italiano y portugués, pero de noruego no sabe nada. Si X piensa que, en caso de que se imponga la opción de que España pase a ser parte del estado de Noruega, va a tener que aprender noruego, a esa edad, y sufrir las desventajas resultantes de que no lo maneje o no llegue ya jamás a hablarlo bien, X tendrá una razón muy potente para preferir que las cosas se queden como están. Pero basta matizar el supuesto con el siguiente añadido: X y todos los que hoy son españoles verán totalmente reconocidos sus derechos lingüísticos, de manera que por siempre se va a respetar que lo que fueron españoles o descienden de españoles sigan usando su lengua en el territorio de lo que ahora es España y, además, el castellano será cooficial en toda Noruega y durante un periodo de no menos de cincuenta años está garantizado que tendrá intérpretes y traductores gratuitos todo el que fue español antes y necesite o quiera hacer algún trámite en noruego. Al de la lengua, añádanse los ejemplos que se quiera y piénsese que hay buenas garantías de respeto a la gastronomía española, el folklore español, las costumbres españolas, etc.; es decir, podemos seguir viviendo como ahora en todas o la inmensa mayoría de esas cuestiones que tenemos como componentes esenciales de nuestra identidad individual y colectiva; lo único que perdemos es la soberanía como nación y pasamos a ser parte del pueblo soberano de Noruega (o del país con el que cada cual quiera jugar a estos efectos teóricos).
            Insisto, si X o yo vamos a poder seguir viviendo donde vivimos en E, si, en caso de que ahora seamos españoles, podemos seguir tomando tortilla de patata o paella y bailando jotas, sardanas y pasodobles si nos apetece, si se van a seguir publicando en castellano (o catalán o euskera o gallego…) tantos libros o revistas como ahora se publican, si vamos a cambiar nuestros derechos políticos como españoles por nuestros derechos políticos como noruegos, si hay garantía plena de que nadie y en nada nos va a discriminar luego como noruegos de segunda y si, de propina, vamos a tener mejores servicios públicos, mayores ingresos económicos, un más alto bienestar individual y colectivo (en lo materialmente mensurable, al menos) y vamos a vivir en un estado mucho menos corrupto (demos por sentado, aunque cueste, que nuestra llegada no va a echar a perder los bajos índices de corrupción de Noruega), ¿qué razones podríamos alegar aun para seguir siendo lo que somos y en donde somos, en vez de noruegos de aquí?
            Me parece que la explicación la puede dar un tercer tipo de razones muy fuertes, las razones emotivas. Hagamos una comparación muy sencilla. Si X está muy enamorado de su pareja y a X le muestran un candidato mucho mejor para ser pareja suya, se mire como se mire y se valores fríamente lo que se valore, X podrá aducir que muy bien, sí, excelente la alternativa, pero que en asuntos de pareja el cálculo de pura conveniencia, y sobre todo el cálculo fríamente material, cede ante las razones del corazón. ¿Son de esta clase las razones principales y más inatacables de X para querer seguir siendo lo que es y que siga siendo E su estado? Podríamos, incluso, hacer la comparación con una relación paterno-filial e interrogarnos acerca de qué elegiría y por qué una persona a la que a los cuarenta años le ofrecieran cambiar de padres. Los padres de X viven y tienen sesenta y ocho años cada uno, pero a X se le dice que, si quiere, puede pasar a ser, a todos los efectos (derechos hereditarios incluidos), hijo de Bill Gates y su señora, lo cual, además, no le impedirá seguir visitando y cuidando a los progenitores consanguíneos si le apetece, aunque sea a título formal de amigos queridos y ya no de padres. ¿Qué suponemos que haría X (o usted mismo) en esa tesitura?
            ¿Es o tiende a ser la relación de un ciudadano con su estado nacional tan parecida a la relación de un estado con su pareja o con sus seres queridos? Me temo que empíricamente así es. Lo que no quita para que, a mi modo de ver, ahí se halle la base profundamente irracional de la cohesión de los estados, el cemento que les garantiza la lealtad básica de los ciudadanos, la cuerda que colectivamente ata y que el atado generalmente no desea romper.
            Que alguien ame intensamente a su pareja y que por nada ni nadie del mundo desee cambiarla o quedarse sin ella se comprende bastante bien. Y qué decir del amor filial, especialmente a los buenos progenitores. Aun así, podría decirse que se admite y es común el divorcio y que hay hijos que con todo derecho abominan de sus padres o padres que ya no aguantan más la maldad de sus hijos. Pero no pretendo ir por ahí, sino simplemente quiero expresar que la comparación del estado de uno con la madre o el padre de uno o con la pareja de uno me resulta chocante y me espanta. Aunque todos sabemos que esa es la idea que subyace al uso habitual de la noción de patria y que ahí está una clave esencial del nacionalismo popularmente sentido o al pueblo inoculado. ¿Inoculado por quién? Pues generalmente por el estado mismo y sus dirigentes políticos o económicos, aunque esa es harina de otro costal y no toca tratar de eso hoy. Si el amor patriótico a la nación elevada a estado o que trata de serlo es el cemento grupal, la paleta que ese cemento pone la manejan ciertas élites, de aquellos a los que don Carlos Marx llamaba burgueses o que aspiran a ser la nueva clase económica y socialmente dominante. No me hagan poner ejemplos de todos los colores y tamaños.
            No seré yo quien niegue que, al margen o prescindiendo ahora de manipulaciones y tramas, un vínculo emotivo tenemos con los grupos en los que vivimos y nos integramos. A mí me gusta mucho que les vaya muy bien a los de mi pueblo, Ruedes, y de allá me siento y me sentiré siempre, aunque vaya allá tan pocas veces. Mi ligamen emocional con Ruedes o con Asturias es mucho más fuerte que con Andalucía, Baleares, Extremadura o Valencia, por mucho que tenga allá -o en Colombia, o en Ecuador o en…- a los que quiero mucho. Si de sentir hablamos, me siento mucho más asturiano que español o europeo, pues las señas asturianas fueron las que mamé y marcaron mi infancia, empezando por la lengua. Si juega la selección española de fútbol contra la selección de Croacia y no estoy de muy mal humor ese día, prefiero que gane la de aquí y puede que al final hasta lo celebre con una copita de ron y su piedra de hielo, que no todo va a ser penar en esta vida. Pero, oigan, de Ruedes voy a seguir siendo siempre, lo que de asturiano llevo no me lo van a quitar si mañana por propia voluntad me nacionalizo uruguayo o francés, y aunque me haya hecho ruso puedo seguir prefiriendo que en fútbol gane España a cualquiera. Más todavía, si quieren pongan que cuando España se integre en Noruega nos permiten seguir teniendo nuestra liga y nuestra selección, como a galeses o escoceses en Gran Bretaña, mismamente.
            Si otorgamos ese peso capital al vínculo emotivo, vemos aparecer unas cuantas cuestiones bien retadoras.
            Primera. Si admitimos que es la ligazón emocional la base de la preferencia de los ciudadanos porque su estado siga siendo lo que es, ¿qué razón hay para no preguntarles si quieren hacerse noruegos, pongamos por caso, bajo las condiciones aquí antedichas? Dirán muy mayoritariamente que no quieren, y asunto resuelto, al menos en el plano colectivo. Y si sale que muchos sí querrían, sería prueba de que el lazo emotivo no es tan fuerte como se decía, o de que cede el sentimiento frente a las razones de otro tenor.
            Segunda razón. Se pondrán muy contentos algunos de mis amigos catalanes o vascos al leer el párrafo anterior, pero ahora lo volvemos contra ellos, pues, si el vínculo emotivo es lo que cuenta para que cada nación-estado sea lo que es y no quieran sus ciudadanos cambiarlo o cambiar su modo de ser, habrá que entender que muchos españoles que tan emotivamente se sientan tales no querrá que España deje de ser como es y se le oponga en referéndum la emotividad contraria de los catalanes que quieren la independencia.
            Tercera. ¿Elevamos, en pleno siglo XXI, lo pura y duramente emocional a supremo patrón político y seguimos basando en eso la justificación de los estados soberanos que son o que han de venir? Y más cuando sabemos que el sentimiento nacional es fuertemente manipulable y, a menudo, un resultado de determinada ingeniería social, más o menos cutre, pero ingeniería social para dummies.
            Si asumimos que la argamasa de los estados es emotiva antes que nada y que hay que respetar hasta el final el hecho de que los sentimientos venzan a cualquier cálculo razonable o cualquier afán de mayor bienestar y mayor libertad en lo individual y en lo colectivo, no estará de más que demos el visto bueno a algunas consecuencias adicionales, como la de que la guerra se verá justificado cuando el ser emotivo de una nación se vea en peligro por causa de otra, o que al terrorismo se le reconocerá legítima razón de ser cuando con sus acciones sangrientas busque que los que se sienten nación en un lugar en otro (en el País Vasco o en España, v.gr.) consigan imponer su sentimiento y darle estatuto jurídico-político pleno.
            En lo que me corresponde y en lo que a mí mismo no me esté engañando ahora, confieso que, bajo las condiciones hipotéticas ciertamente peculiares y difíciles que he ido sentando, yo sí votaría a favor de que este estado español en que vivo se integrase en Noruega o en Suecia o en Suiza o en unos cuantos estados más de los actuales. Los pros y los contras de cada uno tocaría analizarlos con calma. ¿Soy un desalmado? Si el alma sirve para enamorarse de la patria que uno no eligió (tal cual como si uno estuviera casado con la pareja que no escogió), no me importa que se me vea sin alma. ¿Acaso no quiero a España? Al concepto de España o a la idea metafísica e ideológica (en el sentido marxista, otra vez) no le tengo especial amor, lo que no quita para que haya muchas cosas de mi país que me agraden bastante y sean muchas las gentes de aquí a las que tengo en gran estima; pero hemos quedado en que si nos volvemos noruego no se me impediría ni hacer lo de ahora que me gusta ni amar a los de aquí que amo, y si no es bajo esas condiciones no me cambio.
            ¿Estaré diciendo una barbaridad? Es posible y gustoso me someto a las razones contrarias de quien quiera dármelas, pero considero que no hago más que sacar a la luz los presupuestos más básicos de una filosofía política liberal, por un lado, que insisten en la idea de contrato social como base de la convivencia política, en lugar de aquel ligamen metafísico-religioso de la idea premoderna de nación; y de la visión marxista originaria de las naciones como engendros ideológicos para lograr la sumisión y el sacrificio de las masas populares en aras del beneficio de las élites depredadoras y, ellas sí, descreídas e hipócritas.
            Las naciones, todas (y cuando digo todas, digo todas), las carga el diablo, y si todavía no lo hemos aprendido es por congénita torpeza o por algún sesgo que habrán de analizar los sicólogos sociales. Si de verdad creemos en los individuos y el supremo valor de su dignidad y su autonomía, las naciones y los estados han de ser meras herramientas para su libertad y bienestar, no al revés. Al revés lo pensaron, en el siglo XX todos los fascismos y totalitarismos de cualquier signo habidos, al revés lo siguen proponiendo las tiranías de toda laya ahora mismo, al revés lo presentan los que nos quieren sumisos cantores de himnos en vez de seres libres que deciden racionalmente sobre su destino y hasta sobre el modo razonable de cultivar sus sentimientos. Donde el soberano no es el ciudadano, el ciudadano pasa a súbdito o a oveja que adora a sus pastores y por el bien de ellos se inmola. Que no cuenten conmigo.
            Bien sé que lo que en todo este escrito no es más que un juego y que no hay posibilidad de que nos vayamos colectivamente a otro estado; pero la huida interior nadie nos la puede quitar y yo voy dejando ciertas compañías. Por eso ya casi no leo la información política de los diarios. Era mejor, antaño, El Caso, aquel periódico que hablaba nada más que de delitos y crímenes. Y sobre mafias es más formativo leer buena literatura, como la de Sciascia, pongamos por caso.

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